Somos herederos de muchos siglos de divisiones y dualismos. Hemos separado el alma del cuerpo y la razón de los sentimientos. Las cosas «razonables» nos parecen buenas, y las emocionales, si no malas, al menos sospechosas. Las palabras no nos alcanzan cuando se trata de sentimientos muy fuertes que nos desbordan, nuestros o ajenos: ante la muerte de un ser querido, la desaparición de un familiar, el abuso de un inocente. No nos alcanzan las palabras y tampoco las ganas de compartirnos. Ante el dolor o los sentimientos abrumadores nos escondemos, nos ocultamos o nos callamos, y esperamos que el otro o la otra hagan lo mismo, pues nos resulta incómodo presenciar las demostraciones de sentimiento, sobre todo cuando éstas son desgarradoras.
Olvidamos que el sentir no es un proceso racional por mucho que lo podamos racionalizar, el sentir puede ser una conmoción que enmudezca o que nos saque un grito de lo más profundo de las entrañas (como el del personaje de la madre al final de la película Camina sin mí del director Radu Mihăileanu).
Y todo esto viene a cuento porque, para poder acompañar en situaciones de extremo dolor, se requiere algo más que razón, buenas intenciones y palabras, se requiere dejarnos tocar por el dolor ajeno. No se trata de ponernos en el lugar del otro, hay lugares donde no podemos ponernos porque ni los imaginamos, o porque les tememos. Yo no quisiera ponerme en el lugar la madre de un hijo desaparecido, no quisiera ni imaginarme estar en esa situación. Además, el «ponernos en el lugar del otro» contiene el viejo problema de que quien se pone es una o uno, con toda su carga de vivencias, de prejuicios y de soluciones a los problemas. Al ponernos en el lugar del otro aplastamos al otro, ya no le escuchamos, empezamos a dar consuelo desde lo que a nosotras o a nosotros nos consolaría, desde lo que pensamos, queremos y sentimos nosotras, nosotros.
En la Biblia se le pide a Dios un tipo de amor muy especial que muchas veces se nos olvida: σπλαγχνιζόμαϊ, lo traducimos como «compasión» o «misericordia», pero la raíz de este término es el término σπλαγχνον, que significa algo así como «visceral». Dios nos ama desde las entrañas, de manera visceral, el totalmente otro está abierto a sus criaturas y su amor le cimbra y nos cimbra. Ése es el amor al que estamos invitados como cristianas y cristianos, a dejarnos tocar íntimamente y rugir (ver el salmo 18) ante el dolor de los otros, ante el nuestro. No se trata de ponernos en el lugar del otro, sino de permitir que el lugar de los demás me cimbre, me abra, agrande el horizonte de mi mirada y sepamos estar, no hablar, ni solucionar nada, solamente estar, acompañar en el camino y caminar juntos.
Las madres que parieron y aman desde sus entrañas —no todas las madres, sino las que aman así—, no se ponen en el lugar del hijo o de la hija, ni necesariamente le resuelven la vida, sólo están, acompañan, aprenden a ver desde esa nueva mirada que les abre otros mundos y brindan fortaleza con su presencia. Tal vez ya sea tiempo de vivir y hacer vivir en el mundo al Dios–madre que ama desde sus entrañas.