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¡Seréis como Dios! 

En el Génesis, Satanás presenta a la mujer la tentación por excelencia: “Seréis como Dios”. Es una provocación que impulsa a la desobediencia, no importa aquí si se trata de comer o no de un fruto o de otra cosa, es el hecho de ofrecer el oponerse a Dios en aras de ser como Él. 

Esta tentación es la huella de la voz del mal espíritu que resuena internamente, ésa que se anidó en el corazón de los primeros seres humanos, ésa que genera la herencia del pecado original: hemos de oponernos a Dios porque no podemos resistir la tentación de ser como Él. 

Pero, ¡claro!, cada uno se enfrenta al mismo tiempo que quiere imitar a la imagen de Dios que se construye: 

Los que van por ahí consumiendo mundo y destruyendo naturaleza, se enfrentan al Dios–creador, porque se sienten con el poder de resarcir el daño con la tecnología o viajando a otros mundos. 

Los que van por ahí pisoteando vidas humanas y denigrando prójimos se sienten el Dios en que creyó Luzbel: un Dios con una corte jerárquica en las que el último nivel de la inteligencia lo es el ser humano, al que hay que someter o destruir, pero siempre poner en su lugar, que es un lugar bajo. 

En el ámbito de la filosofía muchas veces yo he creído vislumbrar esa tentación en algunas posturas filosóficas: “Si no podemos conocer lo que son las cosas en sí, entonces no conocemos”. Como si el conocimiento humano fuese una especie de omnisciencia divina y, o conocemos a profundidad las entrañas de todo, o no conocemos. 

También en el ámbito filosófico, aunque tocando el ámbito psicológico y el ámbito de las creencias cotidianas, se da el mismo fenómeno, pero en relación con la libertad; hay un afán de omnipotencia que me resulta impresionante: “Si no podemos conocer y controlar todos los mecanismos de nuestras decisiones, entonces no somos libres”. “Si no podemos hacer lo que hemos decidido, entonces no somos libres”. 

En fin, parece que la humildad no es lo nuestro, porque hasta cuando procura serlo nos flagelamos, lastimamos, humillamos y dañamos, como si nuestro Dios fuese un dios pagano que disfrutara con el sufrimiento humano. En estos abusos del “sacrificio” se entreteje también el “seréis como dioses”, pues si creemos que Dios disfruta con nuestro sufrimiento, nosotros mismos nos ensoberbecemos de él con cierto masoquismo: entre más sangre corra, entre más duela, entre más nos cueste, más nos sentimos cercanos y parecidos a ese dios que exige sacrificios humanos. 

Pero ¿cómo hacerle con un corazón “partío”? ¿Cómo hacerle con estos oídos humanos en los que, junto a la voz del amor, resuena también la voz de la tentación perenne: “Seréis como dioses”? Pues entremezclamos ambas voces con nuestras creencias y eso se vuelve una polifonía esquizofrénica con la que ya no sabemos ni lo que queremos:  

Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente. ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”

Rm 7, 19–24. 

Y no, no podemos, humanamente hablando nos faltan fuerzas, “entendederas” y voluntad. No porque no las tengamos, sino porque nos movemos entre dos o más voces y eso nos confunde.  Sin embargo, ¡Dios se hizo hombre!, y la encarnación nos abre la esperanza. ¡Jesús es el camino por seguir! Tomó nuestra humanidad para redimirnos, para ayudarnos a obrar el milagro.  No el milagro de evitar la tentación, ahí está la maravilla del misterio de ese Dios que nos ama y que nos mima. Cristo no nos invita a evitar ni a huir de la tentación de ser como dioses. ¡Cristo nos muestra cómo ser como Dios! 

No se trata de que nos desgastemos en una lucha estéril para unificar las voces que nos habitan, el amor que todo lo puede las ha unificado ya: Cristo es el hombre–Dios y por eso es el camino que necesitamos andar, la verdad que debemos conocer y la vida que nos constituye. ¡Podemos ser como Dios porque Dios se ha encarnado y ha unificado en sí las dos naturalezas! Por eso “¡Oh feliz culpa, que mereció tener tal redentor!”.1 

El “seréis como dioses” dejó de ser una tentación para perdernos y se convirtió ahora en una posibilidad real, en una invitación de Dios para cristificarnos.  

Ahora el problema es borrar las imágenes de los falsos dioses que nos construimos, porque el camino terminó en la cruz y eso no nos gusta. No es que el camino sea la cruz, sino que quien decide vivir cristianamente va a padecer a quienes deciden no hacerlo, va a ser segregado y perseguido por quienes tienen otras imágenes de Dios, especialmente por los que buscan la omnipotencia. Y el poner la otra mejilla a lo que nos invita el cristianismo no significa quedarnos inertes y no trabajar por un mundo mejor, significa que buscar el bien no es sinónimo de pisotear al hermano, significa que la caridad supera a la justicia, y que se necesita mucha gracia de Dios para no volver a distorsionar su imagen e identificar lo bueno con el éxito mundano y la justicia con la ley del Talión. 

Vivir el amor cristiano significa no olvidar que “el amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”, 1 Cor, 13, 7. Y el amor también ha de pisotear a la serpiente, por eso la serpiente persigue al Hijo del hombre y a todos los hijos humanos. “El dragón se enojó con la mujer y fue a hacer la guerra contra el resto de su simiente, y contra los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo”, Ap. 12, 17. Es importante subrayarlo: “Fue a hacer la guerra contra el resto de su simiente”, eso significa contra todos los seres humanos, contra el tirano y contra los sometidos, contra el amo y contra los esclavos, contra el traidor y contra los traicionados, contra los que pisotean y contra los pisoteados, contra los injustos y contra los que padecen la injusticia. El corazón dividido es fruto de la tentación luciferina, el corazón unido es gracia de Dios por los méritos de Cristo y todos somos invitados a ello. No somos nosotros los jueces que imponen las penas y separan a los “buenos” de los “malos”, porque sólo Dios conoce los corazones. Nosotros somos los afortunados que recibimos la Buena Nueva y para quienes la tentación se ha vuelto invitación. Sólo nos resta pedir y saber recibir la gracia para vivir cristianamente y no distorsionar la imagen de Dios que Cristo nos vino a mostrar: ¡Sean como Dios! 

4 comentarios

  1. Esa unificación que proboca a ser como dioses, es por lo que se lucha, a ser mejores y no mediocres. Es tener nuestro espíritu en alto hacia el bien.
    Inspirador este artículo. Como siempre admirando su pensamiento doctora Eneyda Suñer Rivas.

  2. Esa tención entre el buen espíritu y el mal espíritu es lo que, en mi experiencia, me ha hecho más Cristiano porque surge naturalmente la invitación a seguir conociendo a Jesús en la sinceridad de mi corazón y en el rostro del prójimo.
    Gracias por tu escrito.

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