Fábulas con Dios al fondo: la semilla en el surco y el pozo en la roca    

En la siguiente fábula, el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola, en la contemplación, de ocupar el papel de alguno de los personajes, para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, son Fábulas (es decir, aplicación de la imaginación ignaciana) que están incompletas, que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como se puede resaltar que quien contempla está en silencio, envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

«Jesús crecía…

en sabiduría, en estatura

y en gracia ante Dios

y ante los hombres» (Lc.2,52).

Todas las madres lo dicen: los hijos son difíciles de entender. Los ha visto una crecer, conoces hasta los más pequeños rincones de su corazón y un día, de pronto, hay en ellos algo que no entiendes. Es como si hubieran crecido de repente y se te fueran de los brazos. Tú miras y no comprendes. Tú quieres bajar hasta el fondo de sus ojos y te pierdes en los primeros vericuetos de su alma.

Jesús hace ya días que tiene los ojos preocupados. Y habla, habla de cualquier cosa, sin parar, porque sabe que si hace un segundo de silencio yo le haría la pregunta que Él teme: ¿es que ha llegado ya el instante del adiós?

Él conoce muy bien que me inquieta pensar que alguna vez regrese yo a casa y Él ya no esté, que se haya marchado sin avisarnos, como cuando se quedó en el templo porque debía estar en los asuntos de su Padre. ¿Habría sido aquello un aviso para esta hora o para una hora más terrible?

Jesús también sabe que no he olvidado las palabras de Simeón y que sigo teniendo la espada bien adentro. ¿Puede acaso una madre olvidar que su Hijo será cruce de caminos para muchísimos hombres y que caerá crucificado entre el amor y el odio? ¿Por qué se habrá de salvar siempre con sangre? ¿Es que son tan hondos los pecados del hombre que sólo pueden borrarse con manos y frentes desgarradas?

Las madres no entendemos, es verdad: presentimos. Sentimos a los hijos desde miles de kilómetros, porque no es cierto que salgan nunca de nosotras. Están afuera, caminan, lloran, triunfan, viven, pero siguen estando adentro. Y desde hace días siento que algo va a comenzar, como si todas las manos del mundo se hubieran juntado para ensayar a clavar y martillear adentro de mi seno.

Aunque hubo un momento en que casi llegué a olvidarlo. Los años avanzaban y nada sucedía. Él crecía de manera normal, nada gritaba que hubiera de ser distinto de los otros. «Un buen carpintero, un buen carpintero como su padre», pensé. Hasta los vecinos lo decían: «¿No es éste Jesús, el hijo del carpintero?»

Y yo no entendía. ¿Es que todo había sido un sueño? Quizá sea realmente parte del oficio de ser padres conocer poco, no entender muchas cosas, crecer al ritmo de tus hijos. Ya no había ángeles ni anunciaciones, sino los oscuros pasitos de la fe. Escucharle decir «mamita» y sentir que el corazón te da vueltas; verlo llegar hasta ti con un dedo lastimado y canturrearle «sana, sana…», y después el besito que cura todas las heridas. O mirarlo llegar a casa hecho un montón de lodo y correr tras Él hasta alcanzarlo para darle un chapuzón de risas y caricias. Y, al caer la noche, enseñarle a Dios a rezarle a Dios.

Jesús era como un río sin prisas, crecía con la llegada de las lluvias. A fin de cuentas, ¿qué niño no es sino un remolino de preguntas?: «¿Y por qué vuelan los pájaros? ¿Y por qué cambian las hojas de color? ¿Y yo moriré también algún día? ¿Y por qué pelean los hombres? ¿Y por qué no saben amar los mayores?»

Yo lo veía preguntar y crecer; crecer y preguntar de nuevo. Y orar, con la tranquilidad de un niño que poco a poco iba extendiendo su alma amando cada parcela de la vida. Lo contemplaba yo con el asombro de que esto estuviera ocurriendo en nuestra tierra; con la ternura de que lo estuviera haciendo por todos nosotros; con el temor de que nos acostumbráramos, José y yo, a la oscura sencillez de esos años tremendos en que se jugaba la aventura humana más alta de la historia: la de un niño, apenas un adolescente, que iba descubriendo que es el Hijo de Dios.

Hasta que llegó aquella hora de vértigo en que su padre y yo lo buscábamos angustiados cuando nos recibió con la mayor de las preguntas: «¿Es que acaso no sabían…?»

José y yo no entendimos nada. Jesús decía «mi Padre» con una tibieza diferente, más familiar y profunda, con un amor que crecía como un incendio. Pero nos veía a nosotros abrazándonos con su mirada, como queriendo esconder su dolor por nuestro dolor, como revelándonos que aquella aventura de amor debíamos vivirla juntos: acogiendo la voluntad de un Padre adorable y dadivoso que se había adelantado a amar sin condiciones, y hasta el extremo, al enviarnos a su Hijo.

Jesús decía «mi Padre» acariciando cada palabra, como un estribillo que fuera muy grato repetir, como si su divinidad se asomara por la ventana de sus ojos, como si de pronto, con un violento e inesperado golpe de remo se alejara de la orilla de los únicamente hombres. Era como si Jesús hubiera crecido más rápido de repente.

José y yo, una vez más, no entendíamos; pero sabíamos que vivir con Jesús era vivir creyendo. Desde nuestro sitio nosotros seguiríamos ligados a su costado y a su destino; pero sabíamos también que, desde entonces, el Padre, de quien Jesús había hablado, sería el único que debería conducir la partida de aquella enorme vida. Y mi corazón de madre se sintió envuelto en aquel viento que impulsaba a mi Hijo hacia playas maravillosas a la vez que terribles.

¿Y después? Seguir viéndolo crecer y madurar en frutos nuevos, dándole expresión a su amor eterno con las formas y maneras de amar de un corazón humano. Jesús crecía amando despojándose de todo en la sencillez de un amor oculto y cotidiano, con un amor sin medida.

Era un amor tan rico que nada poseía; tan alegre que lloraba con el que sufría; tan soberano que sólo buscaba servir; tan violento que deponía las armas; tan interesado que no retenía nada; tan eminente que ocupaba siempre el último sitio; tan lúcido que no recordaba lo suyo; tan minucioso que no registraba las ofensas; tan desvalido que todo lo podía; tan escondido que no podía pasar inadvertido; tan fuerte que se quebraba en mil ternuras.

Porque Jesús, yo también lo iba comprendiendo, había nacido para manifestarnos el amor del Padre, para conducir nuestro amor al Padre. Jesús era la tierra fértil donde se encontrarían todos los amores. Pero, entre tanto, Él continuaría creciendo como el camino en medio del desierto.

Sé que hoy…, muy entrada la noche, se acercará Jesús a orar conmigo, como lo ha hecho desde que era un niño. Y desde la altura de sus treinta años contemplará esta enorme siembra de amor oculto: porque ésa era la voluntad de su Padre. Después me pedirá —¡qué cosas!— que siga enseñándole a orar, que repita de nuevo su oración favorita al Padre: «el amor nuestro de cada día… dánoslo hoy».

Y mañana lo veré partir, con un nudo en mi garganta, pero con el gozo de saber —de haber entendido— que el amor es luz, es semilla enterrada en el surco, es agua fresca de pozo cavado en roca sólida, consuelo para los ojos que miran las estrellas.

Y aquel carpintero se alejará despacio para continuar su gran locura, para seguir su oficio de vivir amando.



Las Fábulas fueron plurieditadas por Obra Nacional de la Buena Prensa, jesuitas. Editorial Alba SA de CV, Sociedad de San Pablo, Paulinos. Grupo Editorial Latinoamericano, Paulinas.

7 respuestas

  1. Me gusta con la profundidad y arte que escribe Despertó en mí sentimientos de alegría,admiración y ternura para con la Madre y el Hijo.Gracias.

    1. Muchas gracias. Sugiero que reviva el pasaje con usted en el centro. Escuche qué le dice Dios.

      Gracias por su comentario. Es muy valioso para mí y para los lectores.

  2. Mario, muchas gracias.
    En un lenguaje sencillo y profundo me llevaste a Nazareth, a un encuentro con el corazón de María, hiciste que mi corazón vibrara con un pedacito de todo aquello que María guardaba en su corazón.
    Qué sentiría cuando en aquel momento con el corazón desgarrado, escucha a Jesús que nos deja como hijos. Cómo es que pudimos caber en ese corazón desolado y desgarrado.
    Un abrazo, bendiciones.

  3. Es como si se pudiera palpar esta ternura del Padre en esta hermosa poesía, se puede contemplar todo las emociones vividas en el corazón de María. Gracias por compartir esta profunda reflexion

  4. Hola, la redacción tiene mucha sensibilidad y manifiesta el amor puro de María hacia su hijo y me hizo sentirlo y formar parte de ello. Gracias por tan bella redacción!

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