Para Sofía, María y Lucio, mi Edén.
Que en la tierra y no en el cielo, el Edén es cultivable.
Andrea Pizarro Clemo
Un planeta que provee lluvias puntuales, calores y fríos previsibles que permiten que la semilla tenga su momento. Animales diversos cuyos sonidos forman la música de los pueblos; fieles y puntuales ciclos de vida, cielos claros, noches estrelladas y una explicable repetición que se antoja divina. Tan es así que la gran mayoría de las formas de fe o religión que conocemos se formaron dentro del periodo de estabilidad climática que caracterizó al Holoceno. Nuestro reconocimiento de lo que no podemos entender, de lo que está más allá de nuestra mente, se formó desde el misterio del planeta que habitamos y las relaciones que en él ocurren.
Los textos sagrados y las tradiciones orales describen ecosistemas vivos, relaciones hermanas y no jerárquicas con la naturaleza; ciclos marcados por estaciones, diversidad de especies y los fenómenos climáticos de un mundo benevolente. Todo lo que aprendimos a adorar y venerar tuvo su raíz en una Tierra que nos resultó tan bella que parecía sugerir la existencia de uno o muchos dioses o de una madre absoluta y amorosa que cuida. Tanta dicha no podía ser simple coincidencia. Y así, la lluvia llegaba, en parte por el baile y el rezo, y en parte porque siempre llegaba.
Hoy, la destrucción ambiental y climática, provocada por un modelo económico basado en la explotación de los cuerpos y la tierra, ha trastocado la esencia de lo que conecta nuestro espíritu con el mundo que habitamos. Durante los últimos 500 años la expansión colonial y el pensamiento patriarcal dieron origen a un sistema–mundo que ha impuesto un régimen de extracción y explotación de cuerpos y territorios, violentando, mercantilizando y convirtiendo a la naturaleza en «recursos».
Principalmente en los últimos 150 años hemos extraído de las entrañas del planeta combustibles fósiles para después quemarlos, energía que la Tierra guardó a lo largo de millones de años. El desbalance de tiempo de una acción con la otra es conceptualmente imposible de dimensionar; siglo y medio de devastación frente a eras geológicas de millones de años con desplazamiento de placas tectónicas incluidas.
Un paraíso incendiado por el inagotable deseo de explotarlo y someterlo. Hasta ahora hemos incrementado la temperatura del planeta 1.2ºC con respecto a la era preindustrial de finales del siglo XIX. La gran mayoría de los desastres climáticos que hemos presenciado en los últimos años —feroces incendios, pérdida de especies, colapsos de ecosistemas, huracanes desproporcionados, sequías prolongadas, calores extremos, erosión costera, acidificación de océanos— han ocurrido o se han incrementado por esa pequeña variación.
México acumula su propia estadística del colapso: en El Bosque, una comunidad de Tabasco (alguna vez llamado el edén de México), la línea de las costas desaparece con la comunidad y sus hogares, en contraste con el 80% del territorio nacional que tiene algún grado de sequía, generando condiciones propicias para incendios. Aun así, los megaproyectos avanzan, ampliando la infraestructura para los combustibles fósiles que nos metieron en esta crisis y fragmentando ecosistemas esenciales para sostener la vida.
«El modelo de muerte que caracteriza al capitalismo, en su versión fósil y ahora verde, exige un crecimiento económico que no conoce límites, donde las fronteras de la extracción, el consumo y la quema deben aumentar año con año».
Sugerir que podemos seguir auspiciando ideas de crecimiento económico infinito, sin incrementar la temperatura del planeta —cuando hablamos de «crecimiento verde» o «desarrollo sostenible»—, explotando de forma desenfrenada el agua, la vegetación y los suelos, es suponer que el colapso de nuestros sustentos de vida es preferible a abandonar el modelo que sabemos que provocó la crisis: el capitalismo.
El modelo de muerte que caracteriza al capitalismo, en su versión fósil y ahora verde, exige un crecimiento económico que no conoce límites, donde las fronteras de la extracción, el consumo y la quema deben aumentar año con año. En la naturaleza nada crece de forma infinita sin consecuencias fatales; en nuestros cuerpos sólo el cáncer se replica de manera ininterrumpida hasta que termina con el cuerpo que habita. No hay compatibilidad posible entre un modelo de acumulación infinita, con un planeta en donde existen claros límites, pero, más importante, en donde podríamos tener suficiente para todas y todos sin tener que rebasarlos.
A pesar de ello, por lo menos seis de los nueve límites planetarios que garantizan la vida como la conocemos ya han sido rebasados. Estos límites son los siguientes: 1) el cambio climático, con la concentración de dióxido de carbono en niveles similares a los de hace tres millones de años en los que los océanos tenían 25 metros más de altura; 2) la integridad de la biósfera, donde más de un millón de especies están en peligro de extinción; 3) el cambio en los usos de suelo, donde principalmente se sustituyen selvas y bosques por tierras de cultivo y ganadería; 4) el ciclo del agua dulce que se ha alterado por el consumo y por los propios fenómenos climáticos; 5) la contaminación química con metales pesados e hidrocarburos que no ha dejado de aumentar amenazando a muchas formas de vida, y 6) los ciclos del fósforo y el nitrógeno, por la agroindustria. 7) Cerca de ser rebasados quedan la acidificación de los océanos que ocurre gracias a que el océano absorbe un tercio del dióxido de carbono que emitimos, con el costo de modificar su química y volverse más ácido; (8) la carga atmosférica de aerosoles, y (9) la destrucción de la capa de ozono. Superar uno solo de estos límites provoca reacciones en cadena que modifican el sistema–mundo como lo conocemos; superar seis desarticula nuestra Casa Común de forma muy peligrosa.
Las narrativas que justifican a las empresas transnacionales, junto con las naciones poderosas y los gobiernos en el sur global obsesionados con la idea del desarrollo, empezaron por negar la existencia de la crisis. Por décadas escondieron la información que ellos mismos habían encontrado. Exxon, Shell y British Petroleumcondujeron investigaciones climáticas que revelaron la nociva relación entre los combustibles fósiles (el producto que venden estas empresas) y el clima; éstas cuentan con una precisión escalofriante en relación con los escenarios que estamos viviendo 30 años después de que lo predijeran. Su misión fue desplegar una campaña de comunicación que sembrara duda respecto de la ciencia que ellos mismos sabían que era cierta.
Cuando negar el vínculo entre el incremento de la temperatura y la alteración del clima resultó imposible, con la ayuda de reguladores y expertos pivotearon su estrategia, primero argumentando que esto ya había pasado antes: «la Tierra se ha calentado en otras ocasiones y lo está volviendo a hacer», negando así el vínculo entre el capitalismo y el clima. Por citar un ejemplo, nuestra velocidad de emisión de dióxido de carbono es 200 veces más rápida que la que ocurrió en extinciones masivas provocadas por supervolcanes de la que informan los expertos. Segundo, y para apuntalar la negación antropogénica de la crisis, su estrategia fue la de posicionar una serie de soluciones falsas que han exacerbado aún más el problema, al tiempo que simulan acciones para hacer frente al colapso que ellos mismos crearon.
Paralelo a ello, los huracanes azotan regiones desérticas dejando una terrible devastación a su paso, mientras las empresas fósiles pavonean metas infladas por tecnologías que asumen que existirán en el futuro, como lo serían las milagrosas máquinas capaces de absorber el dióxido de carbono de la atmósfera y secuestrar de forma segura bajo tierra; algo que no existe en la escala necesitada y que, no obstante, se ha logrado colar a los reportes de solución frente a la crisis climática. La última y más reciente de estas narrativas nos invita a la rendición, «no hay nada que podamos hacer para frenar la catástrofe». La salida es seguir quemando combustibles, seguir depredando el planeta y «sálvese el que pueda»; una idea cómoda para quienes provocan la crisis.
El planeta estable de los primeros creyentes no estaba libre de desastres. Hubo terremotos, erupciones de volcanes y la presencia de huracanes que pegaron con una fuerza devastadora; estos fenómenos marcaban un contraste, una separación con respecto a lo que representaba una bendición. Ahora la balanza del clima la han inclinado en favor de las calamidades, y cada fracción de grado adicional aumenta la condena de transformación del mundo que conocimos, todo ello en nuestro tiempo de vida, quizás en un par de décadas.
Ante esta devastación y ante el venir de un capitalismo cada vez más dependiente del desastre, de las crisis, de la degradación humana y de la naturaleza, ¿qué papel desempeña nuestra espiritualidad en la desaparición de su origen? ¿Qué queda si perdemos aquello que «Dios vio que era bueno»? (Gen 1,31).
Mirar la crisis con ojos de esperanza
En medio de la era del colapso climático y ambiental vivo una complicada definición espiritual. Soy un revoltijo de aprendizajes nuevos, convicciones que recojo desde conversaciones, encuentros y los reflejos del credo, al que regreso en momentos de tensión o peligro. Frente a la lucha que vivimos pareciera que nada me sobra, pero a todo le falta, ¿dónde pongo el corazón o el espíritu frente a la certeza de que el mundo que habitamos está siendo llevado al punto de su desaparición como lo conocemos? Más aún, cuando nunca me gustó el Apocalipsis.
Crecí en un hogar cristiano evangélico y mis convicciones estaban escritas en piedra. Una de las ideas que más se reiteraban era que, como cristianos, no pertenecíamos a este mundo; lo mundano era temporal, tentador, pero infinitamente menor a aquello que nos esperaba en el Reino de los Cielos. Esta separación ponía mis ojos en el Cielo y me alejaba de aceptar que el paraíso podría estar delante mío, que podía ser recuperado desde el lugar que habitaba.
Los ríos prometidos por los que fluye leche y miel no podían ser el río Chuvíscar o el Conchos, la divinidad se reservaba para algo innatural. La separación me confundía, y al mismo tiempo me reconfortaba el hecho de que en otro lugar estaba un paraíso no estropeado, donde el agua de los ríos todavía se puede beber y los bosques no desaparecen para convertirse en estériles campos plagados de agaves.
He desandado esa separación, reconociendo que el Edén se parece a las faldas del Nevado de Colima, que los ríos de la Tierra Prometida brotan de la Sierra Tarahumara y que el capricho divino más grande son los cenotes de la península de Yucatán. El Edén sigue existiendo entre nosotros y nosotras, existe en infinitas relaciones que sobreviven la inercia destructiva de nuestro sistema, llenan las noches de zumbidos y los días con cantos de aves. Mi fe habita en la divina interconexión de todas las formas de vida, ahí está su mejor resguardo. Mi asombro por lo que no comprendo es lo que, amorosamente, me deja sin una mejor salida que la de la simple gratitud, «gracias, vida, por esta vida». Desde ahí formo mi balsa para resistir el temporal de una lucha por la vida como la conocemos.
Me he convencido de la urgente necesidad de reconectar con los orígenes de nuestros sustentos de vida, de formar nuevos significados en el territorio que habito, descubriendo formas superiores en el agua caliente que brota en medio de un bosque o las flores rojas nacidas en un cerro del desierto. Entendiendo que no hay vacíos, todo a nuestro alrededor está lleno. Hay abundancia en los llanos, en las selvas, en el desierto y en los mares; ignorar esa abundancia es dictar su destrucción, abrir la llave del despojo, sacrificar el territorio que puede sostenernos a su forma. El modelo del capitalismo hace precisamente eso: ve espacios llenos de vida, de culturas y mundos enteros como «vacíos», «como tierras de nadie», listas a ser «descubiertas», a explotarse y a producir. Pero, al hacerlo, se lleva la vida de esos otros mundos, humanos y no humanos, entre los engranes de sus máquinas, siempre al servicio de la acumulación y la avaricia.
«Será desde la certeza de que todo lo que hay se puede salvar y en donde mantengamos a raya el dolor que nos invita, una y otra vez, a claudicar, a rendirnos».
Algo nos llama a restaurar, a detener este terricidio, a parar la destrucción, a socorrer a un pájaro herido, a cerrar una llave que tira agua, a frenar la tala de un árbol de camellón. En lo profundo de nuestro ser algo se duele con una selva devastada, es algo inexplicable desde la racionalización de lo que entendemos, pero no hace falta ser biólogo para dolerse con el dolor de la Tierra, pues de ella venimos y nuestro espíritu nos lo recuerda. Quizás esa ansiedad que sentimos al ver las imágenes de otra ciudad reducida a lodo y caudales de ríos desbordados es la propia Tierra hablándole a nuestra olvidada pero innegable conexión con ella, quizás es ella pidiéndonos que «nos salvemos» a nosotros mismos porque somos parte de ella.
Lo que sea que hagamos frente a la crisis climática requerirá mucho más que nuestras limitadas fuerzas humanas. Tendremos que asirnos de algo o alguien más grande, algo que nos hermane y nos devuelva con la Creación, que nos reenamore del paraíso que ya habitamos y que, desde ahí, nazca la convicción que hoy nos falta. Estoy seguro de que esto se dará desde un proceso que surja de la comunidad (la comunión), desde donde la lucha se llena de esperanza, y no desde las acciones individuales, en las que nos carcome el nihilismo y la apatía.
Será desde el reconocimiento de que las sociedades industrializadas deben mantenerse por debajo de los umbrales naturales, respetando los límites para permitir la existencia de sociedades que convivan y no con economías basadas en el progreso y el desarrollo.
Será desde la certeza de que todo lo que hay se puede salvar y en donde mantengamos a raya el dolor que nos invita, una y otra vez, a claudicar, a rendirnos.
Será desde el canto de un río vivo, cuando dejemos de ver drenajes que antes eran arroyos.
Pero, sobre todo, será desde ojos nuevos que vendrán de la esperanza; ojos que acaban de llegar, ojos que atesoran atardeceres, playas y ríos; ojos que saben maravillarse con todo lo vivo, con crisálidas, luciérnagas y tortugas; ojos que ven con el espíritu de esta Tierra. Esos ojos que me miran al despertar y a los que me nace decirles, una y otra vez, que esto no está terminado, que no puede estarlo. Mientras haya resistencia hay esperanza.
Un comentario
Felicidades