Matthew Carnes, S.J.
Los jesuitas de todo el mundo conmemoramos el aniversario de la conversión de san Ignacio de Loyola, un momento de inflexión en su vida cuando fue herido por una bala de cañón, y tuvo que detener completamente sus actividades y todos sus planes quedaron suspendidos.
Fue un momento crucial para Ignacio cuando al no poder salir, se volcó profundamente a la lectura, estudiando la vida de Cristo y las de los santos. Esto es, se dedicó a leer sobre lo que inspiraba su fe, a profundizar en los valores que se encuentran en Jesús y en el Dios de la Biblia, todas estas lecturas se convirtieron entonces en un nuevo fundamento de su ser y de su actuar.
Al mismo tiempo, Ignacio se dedicó a soñar. Pensó en su mundo, con toda su complejidad y sus conflictos, y vio una oportunidad para su vida. Se imaginó hacer nuevas cosas, encontrar nuevas personas y descubrir el mundo de nuevas maneras. Se imaginó como una persona nueva, con otra orientación y nuevos hábitos. Su carrera dentro de la corte y como militar se volvió demasiado pequeña, demasiado autorreferencial.
Con la pandemia, que ha matado a casi dos millones y medio de personas en el mundo, hemos sido confinados como Ignacio a nuestras casas. Hemos tenido que pasar largas horas sin tener otro contacto humano más que el de la familia, además nuestras rutinas han sido transformadas. Con mucha creatividad y mucho sacrificio, nos hemos adaptado gracias al uso de nuevas tecnologías para mantenernos en contacto y continuar el trabajo desde casa. Sin embargo, sabemos que aunque muchos han podido adaptar su trabajo a estos métodos virtuales, muchos no han tenido ese privilegio.
En mi país, Estados Unidos, la pandemia ha revelado las complejas desigualdades latentes en la sociedad. A pesar del progreso y el crecimiento del último siglo, en que las condiciones de vida han mejorado tremendamente, sigue presente un nivel de pobreza y una brecha entre los ingresos de unos y la creciente riqueza de otros. Esa desigualdad corresponde también a las asimetrías sociales, basadas en la larga historia del colonialismo, del racismo y de la discriminación en contra de los indígenas, los migrantes y los afrodescendientes.
En la pandemia, han sido estos grupos quienes han sufrido más, con una mayor tasa de infección, con falta de acceso a exámenes médicos, y con trabajos que requieren que tengan que salir de casa diariamente y se pongan en riesgo de contagio. De hecho, algunos médicos han comentado que el simple hecho de ser negro o latino en Estados Unidos es un factor de riesgo para contraer covid, no por razones médicas, sino por razones sociales. Estos grupos sufren más infecciones, más hospitalizaciones, más complicaciones médicas y más muertes que la población blanca.
A nivel global, la pandemia ha mostrado también la profunda desigualdad que existe. Sin embargo, el momento actual también nos deja una oportunidad para entender mejor las dimensiones de la vida económica y para pensar en cómo queremos que esta sea. El papa Francisco nos da una indicación importante cuando en su encíclica, Laudato si’, nos recuerda que, en sus orígenes, la palabra «economía» significa realmente cuidar la casa familiar; atender a las necesidades de la familia y de la sociedad, y promover cada parte de ella para que contribuya al bien común. Creo que una parte fundamental de esta labor es repensar la función y el desempeño de la economía, sobre todo considerando este último concepto: el bien común.
Sabemos que el modelo que impera en el mundo es el capitalismo. Ese modelo ha contribuido al crecimiento económico de diversos países alrededor de nuestro planeta. El capitalismo ha aprovechado la creatividad del marketing y ha incentivado el individualismo para promover una expansión desmedida del consumo de bienes y servicios, todo esto tiene mucho que ver con las tecnologías de que utilizamos y con el acceso a demasiados productos y demasiada información.
Sin embargo, el capitalismo no aprovecha de manera correcta el aspecto comunitario de la humanidad. El impulso a la comunidad, a los bienes familiares y locales, y eventualmente a los bienes globales, debería ser una orientación fundamental de nuestra humanidad. De hecho, los antropólogos nos hablan cada vez más de la importancia de la orientación hacia un compromiso social en la historia inicial del Homo Sapiens. Las sociedades en que la gente tenía un mayor compromiso social y una capacidad de confiar en los demás, podían sobrevivir a mayores dificultades –climáticas y con otros seres humanos–, en contraste con aquellas que no compartían esa confianza. Esto es la base del concepto del bien común y nos llama a construir relaciones económicas más solidarias.
Nosotros, como Ignacio en su lecho de recuperación, tenemos la oportunidad de pensar en una nueva forma sobre cómo queremos que sean las nuevas relaciones económicas y podemos plantearnos con claridad el egoísmo que como humanidad nos llevó a tantos desajustes sociales. Mucho antes de la batalla de Pamplona, Ignacio también había tenido muchos logros, pero fue gracias a las heridas de esa batalla como se dio cuenta del vacío de su éxito. Se dio cuenta de que el egoísmo no era el camino y que tendría que reorientarse y aprender cómo caminar de una nueva manera
Ahora, con muchos de nuestros procesos económicos detenidos o limitados, tenemos la oportunidad de repensar cómo vivimos. Tenemos la oportunidad de aprender cómo caminar de nuevo, cuáles van a ser nuestros mecanismos de producción y cómo estos pueden ser más inclusivos para todos.
Este momento histórico que habitamos es un momento social, un momento compartido por toda la humanidad. Eso implica que nuestra reorientación tiene que llevarnos a ver nuestra sociedad, tanto local como mundial, de una forma más holística.
Ahora, se abre la posibilidad de ver nuestra realidad de una nueva forma y replantear el plano en el que vivimos. Por muchos años hemos vivido con ideas y esquemas sociales que recibimos del marco cultural. Vivimos con diferencias aparentes de clase, de educación y aún más, con diferencias muy ancladas de raza, género e identidad. Hay que notar que muchas de esas categorías fueron creadas en las universidades, donde al comienzo del estudio de las ciencias, estas fueron usadas por mucho tiempo para justificar varios patrones de poder y dominación. Podemos ver entonces que la vida social, planteada desde la academia, reforzó las diferencias de poder, ignorando los aspectos que nos hacen similares a todos como seres humanos.
Me cuestiono sobre este punto de inflexión que a partir del covid vivimos actualmente, en el que todos nos hemos visto iguales y vulnerables. Si podemos aprovecharlo, podemos ver a los demás de una forma totalmente nueva y podemos comprometernos a construir una sociedad en la que todos tengan un lugar, dignidad y también las posibilidades de realizar sus sueños.
Para san Ignacio, la transformación que empezó en Pamplona terminó con una reorientación total de su perspectiva. Los valores que antes tenía, la búsqueda de riqueza, poder y estatus, ya no le dejaron satisfecho. En su lugar, buscó el servicio y la humildad. Si recordamos, cuando salió de Montserrat cambió su lujosa ropa por la de un hombre pobre. El reconocer que él fuera noble y «supuestamente» superior al pobre (alguien inferior), ya no encajó en su nuevo esquema y a partir de este encuentro nació en él un sentimiento de solidaridad con los demás.
La transformación que empezó con la pandemia puede también llevarnos a una solidaridad similar a la ignaciana. Hemos dejado nuestras certezas sobre quiénes somos y quiénes son los demás, y eso nos da una nueva perspectiva social y cultural. No tenemos que regresar a los esquemas y categorías que tuvimos antes de la pandemia. Podemos soñar en grande sobre cómo puede ser el mundo y nuestra sociedad, y cómo podemos, cada uno de nosotros, contribuir a la realización de ese sueño. Si podemos pensar en una nueva base social, también podemos pensar en una vida política transformada. De hecho, hay una nueva posibilidad para la democracia y plantearla desde un nuevo horizonte.
Hay que admitir, con la experiencia que tenemos, que nuestras democracias no han logrado todo lo prometido. Yo empecé mis estudios universitarios a finales de los ochenta y los terminé a inicios de los noventa. Fue un contexto completamente distinto al de hoy. Durante esa época, muchos de los países de América Latina y también del mundo, pasaron de regímenes autoritarios –y en muchos casos, militares– a la democracia. Existía la esperanza de que, con sociedades libres y más participativas, se podría incorporar a ellas a voces diferentes para realizar una construcción social más igualitaria y justa; pero el transcurso de los años nos ha mostrado que la democracia es más complicada que lo que ingenuamente habíamos concebido. Las democracias no son solamente amenazadas por ejércitos o por actores internacionales, sino también por las fuerzas de sus propios mecanismos
Las instituciones, aparentemente democráticas, pueden privilegiar ciertos intereses por encima de otros, e inclinarse por sectores y élites que tengan más representación social o más acceso al poder. Por otro lado, los gobernantes que se eligen pueden aprovecharse y establecer reformas solamente a su favor, o pueden también usar su poder para presionar a los miembros de sus partidos y así romper el balance de la democracia. En varios países hemos visto una nueva ola de populismo, sin órganos reguladores como la Corte o las Cámaras legislativas que limiten el poder de los mandatarios. Un síntoma de este proceso en muchas naciones es el debilitamiento que sufren los partidos políticos ante el poder que adquiere un solo gobernante.
Esto define la política actual en muchas regiones, ya que está construida solamente alrededor del magnetismo personal de un gobernante y no en torno a sus propuestas y su política. Un líder así exige una lealtad total y tolera poco en términos de debate. En momentos de crisis económica o epidemiológica, este gobernante puede llegar a tomar decisiones fuertes, sin respetar las voces importantes de los diversos sectores de la sociedad. No hay una representación efectiva, y no se canalizan bien los esfuerzos de todos, lo cual provoca que muchos ciudadanos se sientan olvidados o fuera de los procesos sociales.
Otro síntoma de las fallas en la democracia es la corrupción, el abuso del poder en función de los intereses individuales de los líderes. Es muy penoso ver que el intento de nuestros Estados para contribuir al desarrollo del pueblo –con esfuerzos para mejorar la infraestructura, los servicios públicos, la educación y la salud– ha sido usado para enriquecer a los gobernantes, a los miembros de los congresos y otros líderes políticos, y también a las grandes empresas de la región. Muchas veces no han hecho ni siquiera una parte de lo que se esperaba de ellos y después gozan de impunidad. A pesar de intentos nacionales e internacionales hacia la rendición de cuentas, la corrupción parece casi endémica en nuestro hemisferio.
Estamos, para decirlo claro, en un momento de crisis democrática. No significa que no haya señales de vida o de cambio, pero no podemos dar nada por sentado, todas las estructuras de poder son débiles.
En los tiempos de Ignacio podemos ver algo parecido. Él vivió en un momento en el que el sistema político y de poder estaba concentrado en la monarquía y había además una gran estratificación social. Antes de ser herido, confiaba en el poder y la riqueza como lo más importante, confiaba solamente en su búsqueda de querer ser el primero y no tener que depender de nadie. Pero, a pesar de confiar demasiado, de pronto se encontró herido y su herida le mostró la fragilidad del poder y de las estructuras políticas. Entonces, desde su cama, tuvo que buscar una forma nueva y más humilde para vivir.
Esta nueva forma también incluyó el abrirse para ayudar y recibir la ayuda de otros. El modelo que Ignacio adoptó para su nueva orden religiosa tuvo la imagen de «amigos en el Señor». Mantuvo la figura de un líder a través del General y los Provinciales, pero los miembros de la Compañía fueron llamados a cultivar una «unión de corazones y de mentes», es decir de un apoyo democrático entre todos. Del mismo modo, invitó a que todos los miembros de la orden se conocieran de manera profunda, para que sus líderes pudieran entender las fortalezas y debilidades, los sueños y necesidades de cada uno. La orden de los jesuitas no fue propuesta como un modelo político, pero podemos ver una perspectiva de gobierno enraizado siempre en las bases que la conforman.
Cuando Ignacio entró, como resultado de su confinamiento, en un punto de inflexión, no buscó proponer un modelo igual a lo ya conocido. Quiso plantear algo más humilde, basado en la formación de comunidades. Quizás esto puede ser también un planteamiento para nosotros, una recomendación para reformar la democracia. El jurista Alexis de Tocqueville hablaba de una formación para la democracia, es decir, de una educación en donde todos y todas participaran y creyó que empezaba desde abajo. La experiencia de comunidades pequeñas, asociaciones de ciudadanos, sindicatos, movimientos sociales indígenas y religiosos, organizaciones no gubernamentales, y tantas otras agrupaciones, son instancias en donde practicamos la democracia, y pueden mostrarnos cómo es que debemos construir la democracia en los planos nacional y mundial.
Después de la pandemia, podemos soñar, como Ignacio, nuevos modelos y enfocarnos en una nueva esperanza. La esperanza como la capacidad de imaginar una realidad distinta a la actual, pero también como la convicción de que se puede realizar. Esta esperanza nace de las historias que encontramos en la Biblia, en la figura de Jesús y en el Dios; está activo, trabajando con los seres humanos, pero además desde la perspectiva del mundo que él quiere que habitemos. El Concilio Vaticano II nos hablaba de gaudium et spes (alegría y esperanza) y apuntó que en los signos de los tiempos podemos ya encontrar motivos para la esperanza. Si analizamos y observamos, esta esperanza no será meramente religiosa sino que nacerá de una realidad más objetiva, y que ya hemos examinado previamente.
Por otro lado, podemos tener confianza, utilizo la palabra «confianza» en el sentido de la acepción que la palabra trust tiene en inglés, es decir la confianza que depositamos en el otro. Creo que un aspecto importante de la solidaridad y el bien común es que confiemos uno en el otro, como se dice en inglés: that we trust each other. Estamos hablando de la confianza de manera que esta sea un rasgo mutuo entre las personas, algo que es fundamental para la capacidad de trabajar juntos, para realizar un proyecto en común.
Aquí estamos, en nuestro momento de inflexión, y no debemos regresar a las tendencias anteriores. Como Ignacio, este tiempo de confinamiento nos ha cambiado. Tenemos una nueva claridad ante los desafíos y las fallas de nuestra sociedad, sobre la vida política y económica y sobre cómo nosotros hemos contribuido a crear el mundo en el que vivimos. Como Ignacio, tenemos la oportunidad de aprender a caminar de nuevo. Él, después de su conversión supo analizar la realidad de otra manera. Se preocupó por acercarse a los más pobres, a los excluidos. Lo que en la actualidad serían los migrantes, los indígenas, las mujeres, las personas afrodescendientes, los prisioneros o cualquier persona que la sociedad considera inferior.
Ignacio buscó transformar su sociedad junto a sus mejores amigos y compañeros de vida, con los que compartió sus sueños, pero siempre considerando que el trabajo común, las tareas compartidas entre todos, eran la única solución posible para el cambio.
Tenemos esperanza, una característica típicamente ignaciana, cristiana y humana. Abracemos este momento de inflexión, con la misma libertad y abandono en Dios, como el de nuestro fundador.