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Sociedades posibles, los jesuitas mexicanos entre los siglos y los continentes

In memoriam Eugenio Maurer

Los jesuitas fueron protagonistas centrales del segundo de nuestros procesos de mestizaje (de 1572 a 1767 y sus prolongaciones, que comenzaron con el exilio). Supieron entonces tejer, con creatividad y empeño, lazos vigorosos entre poblaciones separadas por la catástrofe civilizatoria que engulló a las sociedades prehispánicas. Hoy como entonces, los jesuitas se encuentran confrontados a vacíos desafiantes, a heridas dolorosas y profundas que reclaman sutura.

Cuando los jesuitas llegaron a la Nueva España, ya había terminado la etapa más cruda del enfrentamiento bélico que señalaría el fin de los sistemas políticos mesoamericanos. A ellos les correspondería desempeñar un papel emblemático en otra etapa del proceso de mundialización en esta tierra, un ciclo que podríamos llamar nuestro segundo mestizaje.

Si miramos el país que hoy llamamos México con la perspectiva pertinente para las sociedades —es decir, la de los milenios— tendremos que adoptar un marco de referencia que nos permita tomar en cuenta el proceso que tuvo lugar muy lentamente a lo largo de los siglos que separan la llegada de las poblaciones asiáticas a través del estrecho de Behring del momento de la globalización del siglo XVI. En esa larga etapa, que Christian Duverger ha llamado «el primer mestizaje», surgieron tanto la sedentarización como la invención de la agricultura (una verdadera revolución neolítica) y, por tanto, la constante interacción, tan tensa como fructífera entre las poblaciones nómadas y las sedentarias. El signo visible de ese prolongado ciclo de fecundación mutua sería Teotihuacán; el proceso había de culminar (y cerrarse) con la fundación del imperio mexica.

Ese primer mestizaje realizado paso a paso, siglo a siglo, había que ceder el paso a una nueva transformación, ahora breve y disruptiva —que llamamos «la conquista»—. Luego volvería otra vez la necesidad del intercambio y el encuentro.

El profundo viraje que intervendría después de los años del derrumbe estaría de nuevo marcado por la interacción, la amalgama, la mezcla, la búsqueda de una convergencia a pesar de las flagrantes asimetrías: ese segundo mestizaje, en el que los jesuitas desempeñarían un papel de una importancia capital.

En esta tierra, la Compañía de Jesús iba a consagrarse a la misma tarea que realizaba en los demás espacios donde estuvo presente: el servicio de la Iglesia a través del esfuerzo por contribuir a la construcción de cada una de las sociedades específicas a donde los llevó el impulso expansivo del Renacimiento.

Foto: Misión jesuita en la sierra Tarahumara. ©Daniel Vargas

Los jesuitas llegados a este suelo formaban ya parte de las generaciones marcadas por el espíritu del Concilio de Trento, muy distintas de aquellas de las primeras décadas del siglo XVI donde los fervores escatológicos del joaquinismo medieval hacían soñar en la posibilidad de un verdadero parteaguas en el devenir histórico con la inminencia de un momento donde sería factible para la especie humana rebasar los horizontes de su misma naturaleza.

Las generaciones tridentinas y postridentinas tenían clara conciencia de que entre la utopía anhelada y las sociedades reales se abría el abismo que Jesús había anunciado al afirmar que su Reino no era de este mundo. Aceptar las servidumbres de la condición humana para intentar deslizar en ella algunos atisbos de esa plenitud que solo se alcanzaría con el fin de los tiempos (con la abolición del tiempo) era el horizonte de lo posible: el reto de la evangelización.

Siguiendo el impulso de la atmósfera del humanismo renacentista en que había nacido la Compañía, el camino era claro: ayudar a construir, con entusiasmo y arrojo, pero también con tenacidad y paciencia, las sociedades posibles sabiendo que existían horizontes de referencia: la polis y la civitas del mundo clásico, donde los antiguos habían logrado proezas de civilidad, armonía y prosperidad. Tales metas podían ser alcanzadas por las solas fuerzas con que la naturaleza había dotado a nuestra especie. Construirse a sí mismo como un san Sócrates (según el modelo erasmiano) era la vía para que cada uno pudiera alcanzar (y ayudar a los demás a acercarse) a los linderos de una plenitud a que cada ser humano está llamado: un camino arduo, pero en el que el auxilio sobreabundante de la gracia nunca sería escatimado.

Las aportaciones de la Compañía a la formación de nuestro segundo mestizaje fueron muy significativas:

La integración del territorio

De entrada, su empresa de exploración y evangelización del norte novohispano contribuyó a incorporar territorios de la América nómada al espacio que llegaría a ser más tarde el de esta nación. Tepotzotlán, punto de partida visible de este impulso, puede ser el eslabón emblemático que convierte al México actual en un país bicontinental que rebasa los límites de la antigua Mesoamérica: una nación situada al mismo tiempo en la América del Norte y en la América Central.

Por otra parte, su constante labor de observación, descripción y estudio sistemático de las particularidades y recursos de la tierra y sus habitantes los impulsó a escribir innumerables obras que podrían inscribirse en el modelo del tratado fundacional del Padre Acosta: Historia natural y moral de las Indias. Los trabajos de los expulsos cumplirían también de manera brillante esa labor, y son ejemplo de la máxima calidad científica exigida por la tradición ilustrada.

La pertenencia: un horizonte simbólico integrador

Los jesuitas se esforzaron por consolidar los dos principales polos de referencia que permiten la formación de un espacio simbólico que puede ser compartido por los diversos componentes de una sociedad tan fragmentada tanto desde el punto de vista étnico como social: la devoción guadalupana y la alta valoración de las sociedades prehispánicas. La construcción de una imagen prestigiosa de la sociedad mexica permitiría convertirla en el punto de confluencia capaz de aglutinar a poblaciones sumamente heteróclitas, que acabarían aceptando su nombre como denominación de la patria común: México.

Una misma sensibilidad y un horizonte para la comunicación

Los procesos de integración se volvieron particularmente eficaces gracias a la decidida labor realizada por los jesuitas para difundir un lenguaje estético que pudiera ser compartido: el del arte barroco, en cualquiera de sus expresiones. Su fórmula permite construir espacios de pertenencia común manteniendo la diversidad cultural. La Compañía había desempeñado un papel fundamental en la formación de su vertiente católica, un arte que guardaba tantas afinidades con el proyecto espiritual ignaciano. Los jesuitas habían contribuido a dotar al barroco de un sustento teológico y trabajaron arduamente en su promoción planetaria. Dada la importancia fundamental de la liturgia como instrumento de evangelización y como vehículo indispensable para la construcción de la pertenencia comunitaria, podemos encontrar a cada paso las huellas (en muchos casos todavía vivas) de la alianza entre los jesuitas y el sistema estético que la Iglesia tridentina adoptó como su lenguaje distintivo.

Tejer, conectar

Las diversas obras de la Compañía se caracterizaron por promover muy activamente la construcción de lazos flexibles, pero sólidos, entre los miembros de las diversas poblaciones del territorio: crearon y animaron congregaciones, cofradías y comunidades que trataban de integrarse en los marcos estamentales de una sociedad estratificada. Los hábitos de participación, interdependencia y solidaridad eran los vectores de integración de esas redes, previstas para operar en el largo plazo. Educaron y formaron a criollos, indígenas y mestizos. El carácter internacional de la orden alcanzaba su apogeo.

El segundo mestizaje fue interrumpido de tajo por un ciclo largo de movimientos disruptivos inaugurados por las Reformas borbónicas. El torbellino modernizador suscitado por la Corona española no solo arrasó con los elementos disfuncionales del antiguo orden sino también con algunos pilares esenciales de la endeble armonía social que se estaba construyendo. La expulsión de la Compañía de Jesús fue el signo emblemático de este proceso. El ciclo prosiguió con tres guerras civiles (que llamamos Independencia, Reforma y Revolución), etapas de enfrentamiento y discordia. Entre zozobras y vicisitudes, la Compañía luchaba por sobrevivir y por acompañar a sus compatriotas en la búsqueda de nuevos derroteros. La orden hizo entonces funcionar sus propios mecanismos de cooperación internacional acogiendo a miembros de otras provincias y formando en el exterior a numerosos sujetos. En medio de esas convulsiones, los mexicanos lograron ir gestando un nuevo periodo de integración, que podríamos llamar un tercer mestizaje. La etapa arrancaría con un nuevo pacto político (1917) y un proyecto cultural (1921), y se prolongaría por varias décadas, a pesar de violentas sacudidas (1926-1929). Así se comenzaron a construir las instituciones que nos brindan la precaria paz que conocemos.

Durante ese tercer mestizaje (a lo largo de buena parte del siglo XX), la Compañía continuó sus tareas al servicio de la Iglesia a través del esfuerzo por construir esta sociedad.

A continuación enumero algunas de estas tareas:

• La actividad pastoral y la atención de las necesidades espirituales de la población fueron siempre primordiales.

• Afianzó la integración territorial, particularmente a través de sus obras de carácter misionero.

• Construyó, a través de esfuerzos ímprobos, una red nacional de instituciones dedicadas a la docencia, la comunicación y el fortalecimiento de la sociedad civil.

• Durante varias décadas, prosiguió la tradicional contribución de la Compañía a la formación del clero.

• Consolidó la presencia de la Iglesia entre los sectores más vulnerables de la población, haciendo oír sus voces y defendiendo sus reclamos (al tiempo que se distendían los antiguos vínculos establecidos por la Compañía con otros grupos con los que había tenido relaciones fluidas).

Ese ciclo de integración, ese tercer mestizaje comenzó a dar signos de agotamiento desde las últimas décadas del siglo XX.

Al llegar aquí en 1572 los jesuitas supieron detectar cuáles desafíos los interpelaban particularmente y reclamaban su energía y su dedicación. Mirando desde el exterior, ¿cuáles serían hoy los vacíos que fragilizan a esta sociedad, vacíos que se abren como otros tantos llamados a una institución que ha mostrado a través de los siglos su compromiso con estas tierras y sus habitantes? Esos que solo pueden ser atendidos por una institución con su trayectoria histórica y el carácter polivalente de sus miembros, con su arraigo orgánico entre las múltiples capas de una sociedad tan diversa, desigual y fragmentada.

Por una parte, nos encontramos ante un orden internacional en plena mutación ante las reconfiguraciones que reclaman la salud del planeta y las innovaciones tecnológicas que transforman el panorama en el que transcurría la vida de las sociedades y las familias. Por otra parte, el orden geoestratégico que imperó durante las décadas de la Guerra Fría, con su clara definición de los campos ideológicos, ha dejado de estar vigente.

«La Compañía posee un recurso excepcional: su hondo enraizamiento entre poblaciones muy diversas del país y de una red planetaria de instituciones de investigación y educación superior”.

En ese contexto, podríamos señalar algunos espacios donde la presencia de la Compañía de Jesús parece ser particularmente anhelada por una sociedad como la mexicana.

El plano eclesial

La búsqueda del horizonte de trascendencia y de la experiencia espiritual parece estar desplazándose fuera del ámbito de la práctica religiosa. Además, la actividad pastoral debe hacer frente a cambios drásticos en los parámetros culturales que conciernen a las relaciones familiares. Los católicos esperan orientación y acompañamiento.

La meta y los caminos

La institución que fue decisiva para la que pudieran formularse los relatos integradores del proyecto nacional (las claves simbólicas de la grandeza mexica y la devoción guadalupana), se encuentra frente a una sociedad que requiere con urgencia de polos eficaces de concordia y reconciliación.

La comunicación

La institución que fue artífice de la construcción de un lenguaje estético capaz de operar como instrumento de expresión de cada una de las diversas poblaciones de un país tan fragmentado y de fungir como vehículo de comunicación entre ellas se encuentra ante una sociedad cuya carencia de flujos transversales de contacto se hace cada vez más flagrante. Por otra parte, sin un lenguaje dramatúrgico efectivo ¿cómo alimentar una liturgia que sea capaz de dar vitalidad a las comunidades que estructuran a la Iglesia?

Tejidos sociales

Si los sistemas de articulación interna de las poblaciones prehispánicas pudieron reconfigurarse para continuar ofreciendo a sus miembros arraigo, protección y sentido de pertenencia fue en buena medida gracias a las fórmulas de integración propuestas por los misioneros. Es claro que hoy nuestros tejidos sociales se encuentran en jirones. En la base de la pirámide social existen redes muy antiguas, sólidas, operativas y con una gran capacidad de adaptación, pero funcionan de manera local y atomizada; muchas de ellas, además, han sido cooptadas o desvirtuadas por nuevas marginalidades como las de la criminalidad. En la cúspide, la visibilidad de sus organismos formales encubre una fragilidad interna y una débil capacidad para comunicarse con el resto de las poblaciones. En los sectores medios, los vínculos de la sociedad civil se van armando con gran dinamismo y creatividad. A lo largo y ancho de la pirámide, los lazos que deberían conectar a unas redes con otras parecen apenas una tenue tela de araña.

Por otra parte, incluso la integración territorial parece sufrir una erosión acelerada con la presencia de espacios que se van sustrayendo a la vigencia de las instituciones.

Dimensión planetaria

Los jesuitas ofrecieron a México la más talentosa y constructiva de las diásporas que es posible imaginar: la de los expulsos. El país cuenta ahora con una inmensa población laboriosa y sumamente diversa en el exterior de sus fronteras, pero no ha sido capaz de proponer para ella espacios de articulación que le permitan participar, con su propio dinamismo transgeneracional, en un común proyecto de sociedad.

Hay una responsabilidad particular en el hecho de que la dimensión supranacional de la Compañía de Jesús ofrece una posición excepcional para abordar las temáticas de los cambios sociales y la definición de sus rumbos desde una perspectiva que trascienda el limitado alcance inherente a la mayor parte de los proyectos elaborados desde los ámbitos locales. Tal vez la cooperación con otras regiones y continentes y las obras apostólicas de carácter trans provincial puedan estimular estas tendencias.

El deber de inteligencia

La labor de los jesuitas (como en el resto del mundo) tuvo como punto de partida y base de sustentación la excelencia de su actividad científica y docente. De Acosta a Clavigero, el conocimiento profundo y minucioso de cada una de las poblaciones y de las condiciones y recursos del territorio fue la materia prima con la que pudieron formular y poner en funcionamiento sus proyectos de evangelización y construir un patrimonio monumental que hoy demanda una atención particular.

La Compañía posee un recurso excepcional: su hondo enraizamiento entre poblaciones muy diversas del país. Dispone también de una red planetaria de instituciones de investigación y de educación superior que podrían (como en el pasado) convertir la ingente masa de información precisa de que disponen sus misioneros y agentes pastorales en un saber científico capaz de dar a las necesidades de esas poblaciones una visibilidad y a sus reclamos una solidez que propicie su presencia en la toma de decisiones para la definición de las políticas públicas que las conciernen.

Un horizonte temporal

Un cuerpo que ha dado muestras de arraigo y compromiso vital con esta sociedad a través de un tiempo que puede incluirse en la dimensión de los milenios (que es la pertinente para comprender los flujos con los que opera la vida de las sociedades), se encuentra en una posición privilegiada para dar testimonio de la necesidad de situarse en esa escala para diseñar horizontes y para elaborar propuestas de convivencia entre sus poblaciones que puedan ser cada vez más armoniosas.

Las medidas de la prosperidad de un país suelen ser la calidad y la fortaleza de sus instituciones. Un organismo con una ubicación en el tiempo y una trayectoria como la que posee la Compañía de Jesús puede emprender hoy la construcción de instituciones con la esperanza razonable de verlas consolidarse dentro de medio siglo.

El presentismo, la premura, la cortedad de miras suelen engendrar iniciativas vehementes y voluntariosas como la que pusieron en marcha los ministros borbónicos en el siglo XVIII, y cuyos efectos la Compañía experimentó en carne propia.

Una sociedad tan laboriosa, pero tan frágil, desarticulada y desigual como la nuestra, lleva ya, sin embargo, medio milenio desplegando su energía y creatividad para inventar modelos de concordia. A pesar de los sucesivos derrumbes que han desafiado, un siglo sí y otro también, tantos empeños y esperanzas, posee, en el ejemplo de tantas generaciones de constructores pacientes y esforzados, ejemplos inspiradores para hacer frente a las adversidades. 

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