Sanar, incluir, perdonar, compartir: los cuatro verbos de la espiritualidad cristiana. Capítulo 1

Un homenaje a Bárbara Andrade

Recuerdo en estas letras las clases de Cristología y Trinidad con la Dra. Bárbara Andrade en la Universidad Iberoamericana. Desde el seguimiento cercano de las acciones de Jesús en el Evangelio, Bárbara nos invitaba a reconocer que en él, conforme actuaba, la comunidad de discípulos iba comprendiendo el modo en que Dios habitaba en el mundo, el modo propio de actuación de su Espíritu y, por tanto, también el modo en que estábamos invitados a reinventarnos para poder crear una vida semejante a la suya en nuestras propias circunstancias. A partir de esa contemplación, que era al mismo tiempo lectura atenta, escucha y oración, fuimos decantando entre todas las acciones que el Evangelio recuerda del maestro estos cuatro verbos que parecían reflejar bien todas las facetas de la actividad jesuánica: sanar, incluir, perdonar y compartir. «Esto es lo que Jesús siempre hizo», decía Bárbara, con el gesto de quien ha descubierto algo sensacional, aunque ya dicho parece obvio, «y eso es lo que nosotros también tenemos que encontrar el modo de hacer».

Acercarse a la espiritualidad por los verbos es siempre interesante. No se trata de una especie de doctrina o exposición que haya que hacer entrar en las limitadas geografías de nuestro pensamiento, siempre condicionado por nuestros marcos y patrones culturales e históricos. No se presta tampoco, por tanto, al disenso de facciones, que muchas veces caracteriza el panorama de la teología, que supone querer alcanzar posiciones objetivas, pero va sumergiéndose poco a poco en discusiones que generan posiciones y distancias entre las personas (¡terrible contradicción con una doctrina de la comunión y el amor!), que se tornan cada vez más irreconciliables. Entrar por la doctrina y la exposición muchas veces nos condena a no poder escapar a esas posiciones. En cambio, los verbos no son propiamente exposiciones sino acciones, o, en el caso de un escrito en que son enunciados, o en que son expuestos, invitaciones a probar la acción. Se trata de palabras que se proponen para la opción, el seguimiento o el rechazo de la acción propuesta, de modo que no se trate tanto de comprender a quien en principio actuó en el sentido del verbo, sino de encontrarnos en comunión o en rechazo de su propia acción. Es la verdad profunda de la espiritualidad: no la doctrina sino el seguimiento, pero el verbo funciona ahí como una plataforma que da al seguimiento indicaciones de por dónde habrá de construirse como verdadero seguimiento y no como una irresponsable innovación (irresponsable, porque no respondería a aquellas acciones precedentes, y no por una connotación en el terreno de la moralidad).

Por otro lado, el verbo cumple también una de las pretensiones de la doctrina o de la explicación teológica que, sin embargo, ni la una ni la otra pueden cumplir: trascienden del contexto o de situaciones culturales o históricas. Y no porque el verbo no tenga, en tanto expresión o palabra, una definición contextual o histórica, no porque no esté ubicada su expresión en una cierta cultura. No está más allá de esos contextos, culturas o situaciones, pero se ubica en ellos pidiendo acción, una que se dé según la comprensión que tenga en ese momento quien responda a la invitación del verbo, sin dejar de lado que esa comprensión puede precisamente enriquecerse o afinarse por la acción misma. Cuando a alguien le invitan, por ejemplo, a «bailar», cuando está mirando a otros que bailan o cuando alguien le tiende su mano o le dice el imperativo «baila», la persona puede empezar su movimiento con torpeza, sin sentirse plenamente en forma para desarrollarlo con plenitud; pero al poco tiempo de empezar el movimiento podrá ir sintiendo que su cuerpo se va acoplando al ritmo y cada una de sus partes toma el modo adecuado respecto de las otras, siempre de acuerdo con su grado de entrenamiento en ese momento, de manera que, después de un tiempo, podría sentirse más integrado con la música y con su propio baile. Si este ejercicio se repitiera muchas veces el baile podría irse perfeccionando y la soltura de quien baila se irá mostrando cada vez más. Algo parecido puede pasar con este acercamiento verbal a la espiritualidad: a diferencia de la doctrina que pide una comprensión lógica, los verbos piden un entrenamiento activo, una conciencia de acciones que se hacen en seguimiento de aquéllas que los verbos nos proponen, y que se va perfeccionando cada vez más por la reiteración del movimiento consciente, del modelamiento y el acatamiento de quien sigue el movimiento que el verbo indica con nosotros, de la constancia en que se asuma como tarea el seguimiento de acuerdo con estos verbos.

Mirar, pues, a Jesús desde los cuatro verbos que la contemplación del Evangelio nos permitía decantar implicaba proponernos cuatro rutas de ejercitación (palabra que Kierkegaard tomaba como definición del cristianismo), en las que el mismo ejercicio puede irnos haciendo más cercanos a la práctica de Jesús, a quien seguimos, y de este modo puede irse afinando también en su conciencia y discernimiento para purificar nuestras acciones de todo lo que pudiese no ser adecuado a lo que los verbos nos proponen realizar. La idea de este pequeño escrito, que dividiremos en dos entregas, es mostrar esas cuatro rutas, proponiendo a las y los lectores los ejemplos del Evangelio que permiten observarlas en el mismo Jesús, y desarrollar con Él, entonces, una invitación a la audacia de pensar, imaginar, crear posibilidades de que estos verbos tomen un lugar en este nuestro mundo, en principio, tan distinto del de Jesús de Nazaret, pero también susceptible de ser fecundado por estos verbos.

Sanar

Tal vez lo que la mayoría de los críticos históricos de los escritos evangélicos no pueden dejar de reconocer en Jesús de Nazaret es que su impacto personal en su época se debió a su práctica taumatúrgica. Jesús ganó su fama a través de curaciones que, sin ser únicas en su tiempo, parecían ser practicadas con un modo particular que le distinguía de otros personajes semejantes, también curanderos, en su tiempo. Es quizá este rasgo particular, o que el mismo Jesús hiciera explícitamente la relación con un mensaje proclamado, el que aprovechan los autores de los evangelios para invitarnos a la comprensión de la curación como un signo de anuncio del Reino de Dios que se ha acercado. El poder de curación no es meramente una característica extraordinaria del sanador, sino que anuncia la cercanía del Dios de Israel, único verdadero salvador, que ha de ser recibida activamente por quien se reconoce beneficiado o beneficiada por su visita. El brutal pasaje de Jesús yendo a Nazaret, su tierra, donde no pudo hacer ahí milagros, parece tener la intención directa de mostrar esa fundamental relación que Dios está estableciendo directamente con «las ovejas perdidas de Israel», con las que además se relaciona personalmente, con libertad por ambas partes, y la paradójica negativa a reconocer el signo, por otra parte tan evidente, sorprende entonces, y en otras ocasiones, al mismo Jesús.

Pero aun cuando el signo se da positivamente, cuando la curación verdaderamente acontece, los evangelistas tienen otro recurso para poner de relieve la fundamentalidad de la relación: la continua sentencia con que Jesús califica lo que ha sucedido cuando dice a la persona que recibe el beneficio «Tu fe te ha curado». Nuevamente, tenemos que asumir que es posible que este dato viniese del mismo Jesús, pero, independientemente de ello, el énfasis que los Sinópticos dan a esta sentencia resulta sorprendente porque quita a Jesús, en cierto sentido, el protagonismo de la curación y la devuelve al ámbito de la fe de la persona, en que ella misma reconoce la presencia de Dios que está visitando a su pueblo y que es la fuente de todo el bien que de ese hombre, campesino de Nazaret, se puede desprender.

El pasaje de la mujer con 12 años de un flujo imparable de sangre es revelador en este sentido: ella escucha de la presencia de Jesús y siente interiormente que esto representa para ella una oportunidad de sanación. Es esta Buena Noticia vivida en su interior la que moviliza su inteligencia para buscar un medio que le sea propicio para acercarse a Jesús y aprovecharse de la fuerza que parece acompañarle, aun en la orla de su manto.

Jesús no tiene que ser consciente de ello, pues no es él precisamente quien actúa voluntariamente, sino que la fuerza de Dios, el único salvador, es la que está tomando posesión de él y de lo suyo, beneficiando a su paso a quienes logran su cercanía. La mujer busca entonces mezclarse en la multitud, poniendo en riesgo de impureza no sólo a Jesús sino a todas las personas con quienes se toca, hasta que finalmente alcanza el objetivo que se había trazado y toca su manto. Jesús siente la fuerza que sale de sí, revelando así su intimidad con esa fuerza sanadora que, finalmente, sí es suya, pero que tampoco desmiente la idea de la mujer pues ha quedado curada sin que él sepa quién le ha tocado. Jesús tiene que buscar a la persona sana. Quiere seguir el camino que la fuerza sanadora le indica para descubrir a quien ha tocado su intimidad en esa forma. Finalmente, temblando, ella sale a su encuentro y le cuenta su Noticia, y Jesús responde con alegría, con la alegría propia del evangelizado, «Tu fe te ha curado», convirtiéndose en testigo del Evangelio que ella le ha anunciado.

El «sanar» de Jesús, entonces, no sólo representa una acción suya, sino la acción de Dios que convoca y comunica a las personas el Espíritu que las hace una. Jesús queda irremisiblemente unido a la persona curada, porque primero se ha unido profundamente a la compasión que el Padre tiene de ella. Tomando a su cargo la impureza (como en la curación del leproso, en la que Jesús termina compartiendo su suerte al no poder entrar a las ciudades y teniendo que quedarse en lugares solitarios y alejados), la convierte en lugar y espacio de anuncio de Buenas Noticias, de Evangelio, de salvación, que convoca a más y más a acercarse y confesar sus propios dolores, alegres de haberse encontrado, por medio de Jesús, con quien puede sanarles.

Si Jesús es el «sanador» lo es como el mensajero del Reino del Padre que ha salido a buscar a sus hijos e hijas para hacerles partícipes de una vida que les recupera de sus dolencias, sus parálisis, sus sorderas y cegueras, su incapacidad de participar libremente de la creación y el pueblo del Señor. Y es este modo de sanar, que nace de la comunión en el Espíritu, el que se transmite también a los discípulos que, en seguimiento de Jesús, quieren convertir también su presencia caminante, misionera, en un lugar de encuentro con la vida y la salud que vienen de la cercanía con nuestro Padre, Dios. Reconocer a Jesús es reconocer, entonces, al “sanador”.

Incluir

Al hilo de lo dicho sobre la sanación podemos ahora también reconocer el incluir como una de las acciones fundamentales de Jesús. «He venido a llamar a las ovejas perdidas de Israel», «También éste es hijo de Abraham», son frases que en los evangelios hacen patente la intencionalidad misionera de Jesús, que ha salido a los caminos para encontrar a los perdidos y llevarlos al único redil, que el Padre ha querido formar con nosotros, para llevarnos a comer en sus buenos pastos. Incluirnos en ese redil es también incluirnos en esa promesa, pues no se trata de ser contados meramente en un nuevo grupo o facción, como las que había en el tiempo de Jesús, sino de participar en el banquete que ha sido preparado para todas las personas que quieran asistir.

Tal vez es, entonces, la inclusión la marca con la que Jesús se comprende a sí mismo y la razón última de sus otras acciones. Como ya hemos hecho evidente, la sanación y la cercanía de Dios y de su Reino están profundamente vinculadas. Sanar es también participar de ese Reino y convertirse en un miembro que activamente lo anuncia, no solamente con su palabra, sino con el testimonio de su propio cuerpo sano. De modo que la persona queda vinculada profundamente con el anuncio de ese Reino y con su realidad transformadora en el mundo. No son ya «ovejas sin pastor» sino «seguidoras» de ese movimiento de transformación (como Bartimeo), participantes de su misma suerte, compañeras en el mismo anuncio. Han quedado, pues, incluidas, tomando parte en el lugar del Hijo. De ahí que puedan confesar, como Pablo, «No soy yo ya quien vive, sino Cristo que vive en mí», comprendiendo en esas palabras su propia sanación, salvación y también su misión compartida.

La inclusión en el Evangelio es, además, un dinamismo creciente, cuya amplitud va sorprendiendo al mismo Jesús, como en el caso del capitán romano o la mujer sirofenicia, y tiene que ver con la comunión en «los mismos sentimientos de Cristo». Participar de su compasión, de sus deseos de sanación y de conversión son las señales claras del Espíritu que está preparando el banquete desde tiempo atrás, antes de que empiece la predicación de Jesús, y que habilita a los corazones para que reconozcan en el enviado y en su anuncio la llamada a llevar a realización la comunión de la que, de alguna manera, se sentían ya partícipes.

Es ese trabajo del Espíritu el que Jesús va haciendo evidente y en los lugares más insospechados para las buenas conciencias religiosas de su tiempo (y tal vez también del nuestro). El Espíritu ha trabajado en el corazón de los pecadores públicos, de los publicanos, de las prostitutas, de los enfermos y expulsados, de los paganos y samaritanos… En todas estas personas, el Espíritu ha preparado, tal vez en forma de una esperanza marcada por el dolor de la impotencia, el deseo de un Reino que rompa las barreras que constantemente se levantan frente a sus intentos. Jesús anuncia esa ruptura, y el sentido profético de sus gestos, más que una mera reminiscencia de los antiguos profetas, adquiere un tono de cumplimiento: finalmente, Israel puede volver a ser uno, en torno a su Dios y en torno a su bendición. Cada persona que recibe con alegría ese anuncio se convierte en lámpara que anuncia la fiesta donde alguien más también puede sentir su propia invitación. Y en esa alegre inclusión se funda la Iglesia, la asamblea de testigos.

Incluir se convierte, entonces, en una marca de fidelidad de la Iglesia a su vocación primordial. Si ha de ser presencia trinitaria en el mundo la Iglesia tiene que hacer evidente su capacidad de reconocer las huellas del trabajo del Espíritu en el corazón de cada persona, de despertar la alegría de la participación que despierta el Hijo y de recibir con amor y entusiasmo a cada una de las personas que quieren acercarse y participar de esa misma misión y dinamismo, así como las recibe el Padre. Ha de ser capaz de revisar constantemente sus propios prejuicios y barreras para que esa alegría crezca, y de corregir lo necesario con tal de darse un rostro cada vez más acogedor, donde se invite constantemente a la verdadera alegría, marcada de profunda compasión y esperanza. No ha de limitarse a un vestido monocromático, que solamente acompañe el caminar de algunas culturas o historias, sino que ha, más bien, de estar dispuesta a reconocer en todos los colores, en todas las formas de oración, en todas las expresiones de amor, un rasgo del paso del Espíritu vinculador que nos está dando un lugar cada vez más apropiado a nuestro verdadero nombre y nos hace a todos hijos e hijas de la misma familia de Dios.


Foto de portada: Ronald_Sandino-cathopic

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