Arianne van Andel
Un estudiante en un curso me preguntó: «Porque necesitamos ecoteología, si el seguimiento a Jesús debería llevar automáticamente a un estilo de vida armoniosa con el planeta». Yo estaría de acuerdo con él, si no fuera por el hecho de que otros estudiantes me cuestionan frecuentemente: «¿ecología y teología… cómo establecer un vínculo?… es primera vez que pensamos sobre esta combinación». Entonces, hablar de ecoteología implica mostrar una gran ausencia en la teología, que quizás no debería existir, pero existe. Hacer ecoteología es buscar las causas de esta ausencia, y tratar de volver a leer, estudiar, contemplar, con lentes ecológicos las narrativas cristianas.
La palabra ecología fue acuñada en 1870 por el biólogo Ernst Haeckel, para indicar «el estudio de las relaciones entre un ser vivo y su entorno tanto orgánico como inorgánico». Esta disciplina estudia las interrelaciones e interdependencias entre todas las formas de vida, y muestra su autorregulación y su frágil equilibro. A partir de la creciente destrucción en los ecosistemas debido a la intervención humana, la ecología se refiere cada vez más a la influencia de la especie humana en la naturaleza.
La ascenso de nuestro poder como humanos sobre los procesos de la naturaleza es muy reciente, y viene de la mano con la Revolución Industrial y la científica de fines del siglo XIX, un factor que fue intensificado después por la globalización, esto desde los años ochenta. Entonces, debido a la disparidad con el marco histórico, no podemos esperar que las narrativas cristianas den cuenta de esta crisis, o que la Biblia nos dé respuestas directas frente a ella.
Sin embargo, la teología está siempre en diálogo con su tiempo. El pensar sobre la relación entre Dios, los seres humanos y el resto de la Creación inicia en la primera página de la Biblia, y siempre ha habido un pensamiento sobre nuestro rol como seres humanos en la Creación. La teología puede, en su diálogo con la historia, apoyar y promover los desarrollos históricos dentro de la sociedad, o bien cuestionarlos.
La tradición cristiana ha tenido un rol ambiguo en los casos de la Revolución Industrial y la científica y el desarrollo del sistema capitalista, aunque la Iglesia había tenido siempre preguntas sobre la ciencia, los grandes científicos de la Modernidad vieron muchos de sus descubrimientos como una posibilidad de revelar los secretos divinos de la naturaleza y cocrear con Dios.
El extractivismo sin límites introducido por la colonización de las Américas no fue cuestionado por la Iglesia católica que mantenía la hegemonía de su tiempo, y el capitalismo se desarrolló bajo el espíritu de la Reforma en Europa, pero ni la tradición católica, ni la evangélica cuestionaron en ese momento la manera en que el modelo de desarrollo impactó la naturaleza y las poblaciones originarias de los nuevos continentes. Tampoco lo hicieron más tarde, cuando en los años setenta la ciencia empezó a advertir sobre los desbalances ecológicos y comenzó un despertar masivo en la teología y en las iglesias para repensar la relación entre los seres humanos y la Creación. Todavía hasta hoy, hay muchas iglesias que nunca han escuchado de justicia ambiental o de conversión ecológica.
¿De dónde viene esta ceguera de la tradición cristiana? En la parte siguiente señalo tres razones importantes desde la ecoteología.
Primera, la tradición judeocristiana se perfiló frente a otras religiones como una narrativa que creó distancia entre Dios y el mundo natural, algo diferente a los grandes imperios aledaños, y que sin embargo, estaba presente en los pueblos indígenas de América —que adoraban a Dios en la naturaleza—, y frente a los cuales el cristianismo concentró su interés, pero sólo en la dignidad humana. La historia, más que los ciclos de la naturaleza fueron el centro de su interés. Dios caminaba con su Pueblo en la historia, y dominaba las fuerzas de la naturaleza —las que en otras narrativas fueron vistas como divinidades en sí mismas—. Así, la narrativa cristiana también fue capaz de cuestionar las jerarquías «naturalizadas» en estos regímenes. Jesús fue radical en su rechazo a la idea que la enfermedad o la apariencia física —dadas naturalmente— fueran un castigo de Dios.
Las fuerzas de la naturaleza son muchas veces aleatorias e injustas, pero el Dios del cristianismo no se reveló ahí en primer lugar. Su nombre fue Amor, Justicia, Misericordia, todos propios de la conciencia humana. Los seres humanos fueron creados en su imagen y semejanza, como seres autoconscientes, creadores, y responsables; fueron creados también de la tierra (adama), pero esta parte llegó a ser olvidada fácilmente. La historia de la Salvación se hizo entonces más importante que la historia de la Creación. La interpretación de las historias cristianas fue, definitivamente, antropocéntrica y centrada en la historia de los seres humanos.
Como segundo aspecto, tenemos una perspectiva del cristianismo que fue muy influenciado por la filosofía griega, y que no formaba parte de sus orígenes hebreos. En el pensamiento platónico, que después es tomado por san Agustín, y entra en la Reforma por Lutero, introduce una fuerte separación entre un mundo espiritual «bueno» y un mundo material «malo». Platón dio mucho más valor al mundo de los Ideales, de la Verdad absoluta, a lo «no cambiante» y de lo que nuestro mundo material era solo un pobre reflejo. San Agustín tradujo este dualismo en un fuerte desprecio al cuerpo y la sexualidad. Los pensadores de la Reforma siguieron este dualismo en su énfasis en la salvación del alma del pecado, muchas veces interpretado directamente como la «tentación de la carne». En la percepción cristiana Dios se alejaba cada vez más, no solo del cuerpo humano, sino de toda la vida corporal en la Tierra. Dios habitaba en el Cielo, un lugar espiritual eterno, lejos de este mundo pasajero, y sólo se preocupaba de nuestras almas, en lugar de hacerlo por nuestra vida concreta y cotidiana.
El último aspecto abarca, como ya dijimos, el cristianismo en Europa que vivió la revolución científica como un triunfo de la razón sobre los instintos naturales y muchas veces identificó la razón con la voz de Dios. La naturaleza se volvió entonces objeto de nuestra razón, algo que podíamos estudiar dividiéndolo en partes.
Desde esta perspectiva, dividir es reinar, y así conseguimos ser la especie que podía «dominar y someter» a la tierra como ningún escritor del Génesis lo había imaginado. Es importante decir que, con esta tendencia, vino una fuerte línea patriarcal, ya que en la historia, las mujeres siempre han sido asociadas más con los ciclos naturales, la vida material, las emociones y los instintos. Su rol histórico de sostener la vida material, de lavar, preparar la comida y cuidar el cuerpo, ha sido siempre menos valorado que las tareas racionales y espirituales, un terreno —por mucho tiempo— exclusivo de los varones.
Está claro, que en el contexto de la crisis ecológica que vivimos, la tendencia de la tradición cristiana de ignorar o desvalorar el mundo material ha sido muy dañina. Ha llevado a legitimar una actitud utilitarista del mundo natural que nos sostiene, y explica el silencio de muchas Iglesias frente a la destrucción causada por el modelo económico capitalista. La ecoteología tiene la gran tarea de repensar, de hacernos sanar de los tres aspectos que he presentado y que están tan impregnados en la tradición cristiana y que, como resultado han hecho que la ecología esté ausente en el pensamiento teológico dominante. Para eso es necesario hacer una nueva reforma, o una conversión de las tendencias espiritualistas de nuestra tradición.
Es necesario repensar el antropocentrismo de la tradición cristiana, desde una perspectiva amplia y renovada sobre lo que significa la vida de los seres humanos. La ecología nos enseña cómo todo está interconectado con todo, como lo repite tantas veces el papa Francisco en su Encíclica Laudato Si’. No podemos concebir una vida humana sin toda la diversidad de la vida en el planeta. La extinción de cientos de especies al día y que estremece nuestro mundo, tiene un efecto directo en la calidad de la vida humana. Aunque somos la autoconsciencia del misterio de vida en este planeta, no somos los únicos que sentimos y percibimos la vida. Somos muy parecidos a otras especies en muchas cosas y en muchos aspectos más dependientes y frágiles que muchos de ellas. La pandemia que hemos vivido, ha sido un signo de nuestra fragilidad e interdependencia, el resultado del ataque a la biodiversidad y la invasión de los seres humanos en los espacios donde habitan los virus. Es necesario volver a conectarnos con nuestro lado de «ser de la tierra», percepción que han mantenido los pueblos originarios. Somos parte de la naturaleza, y creación de Dios. Ser mayordomos o administradores de la Creación no significa que seamos dueños o dioses en ella.
Es necesario repensar los dualismos que mantenemos. Necesitamos integrar lo espiritual y lo material, y reconocer nuevamente que el Espíritu de Dios habita en todo lo que vive. ¿Cómo podemos ser Iglesia con/al servicio de la naturaleza, y no apartada de ella? Para la teología eso es una tarea grande, porque implica también volver a apreciar la corporalidad. El tema del pecado debe ser desvinculado de la sexualidad sana, y alma y cuerpo deben integrarse como lo hacía el pensamiento hebreo. El Cielo necesita ser aterrizado, y la muerte y resurrección repensadas en líneas del misterio del renacer constante de la vida en el cosmos. Tenemos que buscar un pan-en-teísmo, en que Dios esté presente en todo, y en que la vida es, en toda su diversidad, una expresión del amor divino. Las narrativas bíblicas nos dan pistas para esta conversión, porque ahí no se encuentran los dualismos excluyentes que llegaron después a ser claves de interpretación.
Finalmente, necesitamos cuestionar el poder de nuestra razón, y para qué lo queremos usar. Nuestro «dominio» sobre la Tierra es tan grande que llamamos a esta época el antropoceno, y tenemos, además, posibilidades de extinguir la vida como la conocemos, incluyendo la nuestra. La ciencia nos ha abierto muchas puertas que podemos usar, pero necesitamos aprender otro tipo de racionalidad, integrando cada vez más al corazón y la emoción. Tenemos que volver a ser sensibles frente al sufrimiento de otros seres humanos, de otras especies, de la Tierra misma, y para eso podemos empezar con revalorar lo que tradicionalmente han sido tareas de las mujeres: lo cíclico, lo aburrido, lo «no-tan-transcendental», lo cotidiano, lo no-tan-necesario.
Tenemos que valorar a las personas que trabajan la tierra, de forma agroecológico, sin tóxicos; a los pueblos originarios —incluyendo el concepto presente en sus cosmovisiones de la Tierra como Pacha Mama, Madre nutriente—; a las personas que luchan cada día para proteger un bosque, un río, un parque, un cerro contra la destrucción, algo que pagan muchas veces con su vida. En general, estas personas, son pobres, todavía libre del consumismo feroz y que ven más la importancia de luchar por el agua, el aire, la tierra de la que dependen. Defender la vida, en nuestros tiempos, es defender la integridad de la Creación. Es lo que haría Jesús hoy.
Y así, repensando y revalorando, la ecoteología transformará la teología misma, no sólo cambiando superficialmente algunas apariencias y dogmas, sino también la manera de percibir y conocer al mundo y a Dios. Eso es la reforma, o la gran conversión que necesitamos, y por eso la ecoteología necesita ser nombrada y explicitada. Muchas teologías, todavía hoy en día, defienden un sistema de destrucción en nombre de Dios. Muchas personas, evangélicas y católicas, siguen con un discurso espiritualista que legitima el desprecio frente a la tierra, a las mujeres, y a los pueblos que con su sabiduría nos pueden aportar más para nuestra sobrevivencia. Los católicos tienen la tarea de revalorar el cuerpo, los evangélicos de integrar cuerpo y alma. La ecoteología es una tarea ecuménica, ya que en muchas de nuestras Iglesias, la ecología está todavía demasiado ausente, cuando debería tener un lugar integral.