Hoy en día la figura de monseñor Romero sigue inspirando profundamente a millones, no sólo en El Salvador sino en el mundo entero. Su palabra valiente, su cercanía con el pueblo y su fidelidad al Evangelio lo convirtieron en un referente moral y espiritual para creyentes y no creyentes. Sin embargo, es inevitable observar cómo su legado ha sido apropiado, fragmentado y utilizado por distintos sectores que buscan justificar intereses ideológicos, políticos o incluso personales.
Desde discursos oficiales que lo exaltan en aniversarios hasta agrupaciones políticas que lo reclaman como estandarte de lucha, monseñor Romero se ha convertido en una figura disputada. Pero ¿es posible reivindicar su memoria sin manipular su mensaje? ¿Podemos reconocer su martirio sin convertirlo en bandera de ningún bando?
En lo personal, crecí con la imagen de monseñor Romero colgada en casa. Mi madre solía encender una vela frente a su fotografía, como quien confía su vida a un intercesor. Desde niño sentí una profunda admiración por aquel obispo que defendía a los más débiles, que no temía denunciar la injusticia, y que finalmente pagó con su vida el precio de la coherencia.

Imagen: Cathopic
Muchos años después la vida me llevó a caminos difíciles y oscuros. Experimenté el encierro, el abandono, la incomprensión y, en medio de ese desierto, fue su voz —grabada en una homilía vieja— la que volvió a darme esperanza: «Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño». Esa frase retumbó en mi celda, y entendí que Romero no hablaba solamente del martirio físico, sino de esa capacidad de renacer en cada acto de justicia, en cada gesto de dignidad.
Hoy, más que nunca, necesitamos volver a la raíz de su mensaje. Romero no fue un político, aunque hablaba de política. No fue un guerrillero, aunque defendía al pueblo oprimido. Fue un pastor, un hombre de fe, profundamente evangélico, que asumió las consecuencias de vivir el Evangelio en un contexto de violencia y represión. Quien lo reduce a una ideología, lo traiciona.
Recuperar su memoria implica también mirar dentro de nosotros mismos. ¿De qué lado estamos cuando vemos la injusticia? ¿Qué hacemos cuando la verdad incomoda? ¿Nos conformamos con venerar estatuas o asumimos el llamado a ser testigos vivos del Evangelio, como él lo fue?
A monseñor Romero lo mataron por amor a la verdad. Lo mataron por no callar. Lo mataron porque su voz se convirtió en conciencia. Y esa voz sigue viva, no en los discursos vacíos, sino en cada persona que actúa con compasión, con justicia, con fe.
Que no nos pase lo que él mismo advirtió: «Hay muchos que admiran a los profetas muertos y persiguen a los vivos».
“Monseñor Romero dejó la seguridad del mundo, incluso su propia seguridad, para entregar su vida, ser cercano a los pobres y a su pueblo.”
—Papa Francisco