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Oppenheimer, un examen de conciencia para tiempos de guerra

Por Humberto Romano y Pedro Reyes linares, S.J.

Es una de las películas más esperadas en este año, por la promesa que implica siempre una obra de Christopher Nolan y que seguramente estará nominada a varios premios de la academia. Una trama inteligente y una estética rica en imágenes mentales, ondas y partículas de luz, juegos entre tiempos, música espectacular y diálogos muy cuidados, sostiene la atención de los espectadores durante sus tres horas, en un juicio que no es sólo a una persona sino a naciones enteras que funcionan privilegiando la lógica de la guerra.

Evocando a Ignacio de Loyola, sin dejar de ver las muchas implicaciones que hay en el filme, podemos decir que lo que Nolan nos plantea es un examen ignaciano de conciencia. Se trata de que la experiencia contemplativa de la película nos lleve a examinar en las profundidades de su intriga dónde es que se mueve el Espíritu de Dios, dónde parece quedar atrapado en los laberintos humanos, y cómo nos pide libertad para salir de esos extravíos y darnos una manera de vivir que nos acerque más al fin buscado, «amar y servir» en todas las cosas, convirtiéndonos en verdaderos «contemplativos en la acción».

Vayamos, entonces, a la historia que nos cuenta esta película. Imaginemos a un hombre llamado Julius Robert Oppenheimer, encargado de inventar la primera bomba atómica de toda la historia; desarrollar, con un amplio equipo de los mejores científicos de su tiempo, la teoría y la técnica para convertirla en realidad y llevar a cabo una detonación controlada en el desierto de Nuevo México el 16 de julio de 1945, un mes antes del lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Las implicaciones son de índole moral y espiritual, y la película las aborda en una doble perspectiva: las partes a color que tratan de plasmar el sentir de Oppenheimer y su mirada de los acontecimientos desde su interior, y las partes en blanco y negro, que son la objetividad de la película en cuanto a los datos históricos y la mirada de los otros, que establecen el juicio sobre el protagonista. Poco a poco vemos cómo el ideal de estos científicos por comprender lo que la naturaleza puede ser y dar, tratando siempre de verificar si hemos de conformarnos en lo que hasta ahora hemos creído posible o nos podemos sorprender de que lo que nos parece paradójico e imposible resulte en verdad posible, queda atrapado en la lógica de la guerra, en su carrera loca por demostrar la fuerza ante el enemigo, haciendo crecer su poder de destrucción.

Como en la célebre imagen de las dos banderas, los fragores de guerra de quien vive en lógica de enemigo parecen dominar todas las facultades de los protagonistas que se convierten, con su ciencia, en servidores de esos imperios. El miedo por el poder del enemigo, la imposibiidad de la confianza, la constante sensación de sospecha, el deseo de vana gloria, se convierten en redes y cadenas con las que el Mal Espíritu atrapa mentes, imaginación, voluntades y corazones. En esa lógica bélica los personajes se ciegan, silenciando los momentos en que su conciencia es asaltada por el Espíritu Bueno que les recuerda la vida amenazada, hasta que la evidencia de la destrucción de otros seres humanos, ya no enemigos sino personas, provocan la conversión y el remordimiento de una conciencia que sabe que ha creado la destrucción. Una frase mítica resuena en el filme: «Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos», frase de Vishnu, en un fragmento del libro hindú del Bhagavad Ghita, cuando intenta persuadir al Príncipe de que debe cumplir su obligación de destrucción.

La música, los diálogos, los impresionantes cuadros mentales de Nolan, las actuaciones excelentes de Cillian Murphy, Robert Downey Jr., Matt Damon, Emily Blunt y una pléyade de actores que representan lo más granado de la ciencia de ese tiempo ya es una motivación para ver este hermoso filme. Pero no perdamos la oportunidad de mirarlo a la luz de estas imágenes de la espiritualidad ignaciana que nos proponen un profundo examen para revisar, en medio de emociones y sentimientos encontrados, la libertad de nuestro corazón frente a las lógicas de guerra y su apertura para buscar a toda costa (aun, como sugiere Einstein, en la colaboración con el otro a quien llamo enemigo) una oportunidad para la humanidad, la comunión y la paz.

Se trata de la conversión de la mente, de la que habla el Evangelio, para revisar y reparar las acciones que alguna vez hemos decidido, creyéndolas positivas por la seguridad que nos daban frente a los adversarios, pero que sólo traen destrucción y una loca carrera por la fuerza que sugiere el miedo siempre creciente al enemigo.

Oppenheimer, el Prometeo Americano, puede ser, a esa luz, una oportunidad de repetir la experiencia de Ignacio que, al leer la vida de Cristo y los santos, descubrió que seguía un camino de extravío y se dolió del sufrimiento que había traído a las personas y a Jesús, pero sobre todo pudo ver que esto no era lo definitivo, pues en su dolor y por gracia se abrían otras rutas, otros ideales, otro juicio, otro Señor y otros compañeros de camino. En estos tiempos en los que también estamos envueltos en tantas lógicas de sospecha y de guerra, tal vez pueda ser esta película una oportunidad para examinarnos, ejercitar nuestro discernimiento y procurar nuestra conversión.


Imagen de portada: Fotograma-Oppenheimer (Prod. Christopher Nolan, Charles Roven y Emma Thomas. Dir. Christopher Nolan. 2023).

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