Por Mónica Mínguez Franco – Cristianismo y Justicia
Entre los siglos III y IV aparecen en Egipto las primeras formas de monacato cristiano. La vida separada del mundo buscaba favorecer, desarrollar y mantener una existencia exclusivamente dedicada a la contemplación, renunciando a lo material y orientándose a lo divino. Ya fuera como eremitas, en cartujas o en cenobios, los monjes y monjas se apartaban del mundo para sostenerlo a través de la contemplación de lo divino. Desde el siglo VI, el monacato se ordenó mediante reglas: benedictinos primero y cistercienses después, pero también capuchinos, dominicos o predicadores y agustinos, entre otros, llevando a identificar el monacato con la vida monástica.
Sería muy largo hacer un resumen de las etapas por las que pasaron los monasterios hasta llegar al siglo XXI: algunos fueron abandonados; otros absorbidos por el desarrollo metropolitano e incorporados al paisaje urbano; otros se mantuvieron en las pequeñas poblaciones, las cuales se habían generado a su alrededor, y algunos otros quedaron en las montañas legendarias donde fueron establecidos. Hoy en día, los monasterios siguen existiendo y observando las reglas que los originaron; además, son reconocidos como centros de espiritualidad, que cada vez más y más personas buscan para encontrar el silencio, encontrarse a sí mismas y encontrar el sentido de sus vidas.
Pero en el siglo XXI, sumado a la existencia de la vida monástica, una parte del monacato parece haber vuelto a sus orígenes. Se trata de un monacato que ha sabido entender la esencia de aquellos siglos iniciales de la cristiandad al tiempo que lee los signos de los tiempos: son los monjes y monjas urbanas.
A estos monjes y monjas urbanas no los define una regla; o quizás, podríamos decir que los definen todas las reglas. Porque estos hombres y mujeres viven inmersos en el mundo; no son urbanos por vivir en ciudades, sino por vivir en el orbe, en medio del mundo creado. Estos monjes y monjas orbanos no responden a un único perfil: algunos tienen pareja e hijos e hijas; otros son solteros y solteras, incluso llegando a mantener un voto no publicado de celibato. Muchos de ellos tienen una profesión como ingenieros, abogados, docentes o simplemente, ya han llegado a la edad de la jubilación; incluso, se encuentran como alumnado en la universidad, empezando una vida con posibilidades inestables y con la única certeza de la confianza en el Absoluto.
Estos monjes y monjas siguen espiritualidades -linajes- distintos aunque concurrentes en el Absoluto. Nada excluye porque todo es definitorio de la diversidad que les es propia; esta diversidad es escuchada y acogida, porque es la realidad en la que viven. Este orbe diverso, global, caótico e injusto es donde viven, es su hogar; y es, al mismo tiempo, un reto: porque no hay monje orbano ni monja orbana que no quiera ser agente transformador, agente del cambio de la realidad en la que están inmersos: dura, fría, desgarradora, injusta, e inequitativa.
Si la diversidad les caracteriza, el estilo de vida les identifica: se levantan antes del primer canto de la tórtola para ofrecer su primera contemplación al Absoluto desde la quietud y el silencio, ese silencio tan valioso y nunca suficiente para los que vivimos en el centro de la ciudad. Además, llevan su contemplación al resto del día mediante pequeños touch points que les hacen vibrar: una breve oración, consciencia plena en los alimentos que ingieren, escucha activa a las personas que llegan a ellos, conversaciones espirituales y el compartir, compartir siempre, pero sobre todo, compartir el silencio.
Estos monjes y monjas son cada vez más, pero aún son pocos. Es un movimiento en crecimiento porque el silencio engancha; el silencio, en palabras de Javier Melloni sj, «es revolucionario» y está llamado a ser la verdadera naturaleza del cambio, de la renovación del orbe que habitamos.
El silencio es un círculo virtuoso infinito, elegido conscientemente escuchando la mediación del Espíritu; el silencio es nadar contra corriente; es vivir la actualidad, vivir en medio de la actualidad sin dejarse arrastrar, sin plegarse a las normas de los mercados.
En el siglo XXI los muros de los monasterios han sido derrumbados; sus recintos han sido ampliados a la dimensión que ofrece nuestra preciosa Madre Tierra. El monacato del siglo XXI ha perdido sus límites físicos, pero ha ganado un Espíritu imparable.
Fuente original Cristianismo y Justicia [Imagen de Peter Law en Pixabay]