La esperanza es una virtud que parece que se ha perdido en estos tiempos, sobre todo ante la violencia, la guerra y la injusticia que parecen reinar. Muchas personas piensan que este mundo en el que habitamos es un valle de lágrimas, un lugar transitorio en donde ya nada se puede hacer, por eso, atrapadas por el desaliento ponen sus ojos en la vida eterna, porque ésta parece la única salida, la única solución.

Ante este gris escenario recomendamos la lectura del libro: Llamados a lo infinito, de fray Carlos Catzin (Buena Prensa, 2019), que en tan sólo 87 páginas nos ofrece una perspectiva distinta: sí, habrá una realidad nueva, una nueva creación, pero mientras estemos aquí, tenemos que —apunta Juan Pablo II, citado por el autor— «ser testigos y custodios de la esperanza para construir en el corazón de todo hombre
y mujer una digna habitación del Espíritu».

Esta habitación que construimos puede comenzar a hacerse desde ahora, apostamos a la fuerza del Resucitado y a la presencia del Padre en una armoniosa colaboración que van actualizando su amor en el quehacer humano, por eso, nos indica Catzin: «el cristiano que vive frente al miedo y el pesimismo de esta vida necesita abrirse a nuevos proyectos sustentados en la resurrección del Señor».

Esa es nuestra mayor esperanza, pero el autor no se refiere a una esperanza que nos llame a la resignación, a no cuestionar, a quedarnos impasibles, o a la fuga mundi, todo lo contrario, aunque anhelemos las realidades celestiales, aunque la perspectiva de lo eterno y de una realidad diferente opuesta al pecado, la muerte y la injusticia es algo en lo que hemos cimentado muchos de nuestros anhelos, podemos encontrar que ese Dios que nos llama a lograr la completitud final se hace presente ya en nuestra existencia terrena. Así, contamos con «su presencia vivificadora» que se actualiza y que nos hace entrar en comunión con los demás y tener nuevas formas de relacionarnos.

Después de la presentación de varios temas que a simple vista nos parecerían extremadamente complejos, pero que el autor tiene la virtud de sintetizar y explicar claramente , pues como nos indica, —su libro es ante todo una herramienta pastoral—, nos plantea desde la sencillez que caracteriza los franciscanos, desde su «minoridad» cómo aterrizar la esperanza, esa que como ya habíamos planteado se ha perdido tanto en nuestros días, pero que no nos debe llevar solamente a mirar a un Cielo futuro, sino a lo que vivimos ahora, a lo cotidiano.

El modelo que nos propone Catzin es el de san Francisco de Asís y su espiritualidad. El santo se enamora de la bondad de Dios, de ahí nace su esperanza, su oración, su deseo más profundo de configurar su vida a la del Crucificado y desde ahí «hacerse un instrumento de su paz y llevar amor donde hay odio».

Foto: © radekprocyk, Depositphotos

Francisco en su oración al Cristo de San Damiano le pide «una esperanza cierta». Es en esta oración (la lámpara que va iluminando su esperanza) en donde descubre su misión, el sentido de su vida. Nosotros también podemos poseer esa certidumbre Dios está con nosotros, nos impulsa, nos lleva a construir, a tomar acciones y nuestros logros, por pequeños que sean, trascienden, porque él puede actuar en otros por medio de lo que nosotros hacemos.

A pesar de lo oscuro que nos parezca la realidad, los cristianos «somos movidos a actuar, empujados hacia adelante» y así nos convertimos en esperanza contra toda esperanza, sin que esta «sea un escaparse del mundo rumbo a algo desconocido». Más allá de eso, vivimos en una actitud confiada de Dios, en su fuerza transformadora, para que desde una «caridad perfecta» construyamos el amor entre todas nuestras hermanas y hermanos.

Este es uno de los planteamientos del autor, pero para poder reflexionar sobre algunos aspectos más, hay que ir desenrollando el hilo de cada uno de sus tres capítulos, saboreándolos. En su capítulo inicial nos plantea el concepto de la escatología cristiana que trata sobre las doctrinas de las cosas finales (eschata), el fin de los tiempos, el Juicio Final, etc., todo según la tradición y el Magisterio de la Iglesia. Su segundo capítulo es sobre la vida consagrada y para concluir, en el tercer apartado desarrolla algunos rasgos de la espiritualidad franciscana sobre la esperanza escatológica.

Nos podría parecer muy complejo tender el puente entre lo terrenal, nuestra vida mundana con el Reino venidero. Somos seres finitos, frágiles, la realidad en el que habitamos nunca será perfecta, nos dice el autor, aunque, claro, siempre estaremos en búsqueda del Misterio último —de ahí nuestro llamado a lo infinito—, pero en ese todavía no, eso que aún no llega, tenemos «la esperanza cierta» que san Francisco pidió y que podemos encontrar aquí y ahora para hacer más plena nuestra existencia. Dios camina con nosotros. 

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