Fragmentos del discurso del papa Francisco en la segunda sesión de la XVI asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, 2 de octubre de 2024
Queridos hermanos y hermanas:
«El Espíritu Santo nos acompaña siempre. Es consuelo en la tristeza y en el llanto, sobre todo, cuando —precisamente por el amor que nutrimos por la humanidad—, frente a lo que no va bien, a las injusticias que prevalecen, a la obstinación con la que nos oponemos a responder con el bien frente al mal, a la dificultad de perdonar, a la falta de valentía para buscar la paz, caemos en el desánimo, nos parece que no haya nada que hacer y nos entregamos a la desesperación. Así como la esperanza es la virtud más humilde pero también la más fuerte, la desesperación es lo peor».
«También la humildad es un don del Espíritu Santo, y debemos pedírselo. La humildad, como dice la etimología de la palabra, nos restituye a la tierra, al humus, y nos recuerda el origen, donde sin el soplo del Creador continuaríamos a ser barro sin vida. La humildad nos permite mirar al mundo reconociendo que no somos mejores que los demás. Como dice san Pablo: “No quieran sobresalir” (Rm 12,16). Y no se puede ser humildes sin amor. Los cristianos deberían ser como aquellas mujeres descritas por Dante Alighieri en un soneto, mujeres que tienen dolor en el corazón por la pérdida del padre de su amiga Beatriz: “Vosotras que traéis lacio semblante, bajos los ojos y el dolor marcado” (La Vida Nueva, XXII, 9). Ésta es la humildad solidaria y compasiva, de quien se siente hermano y hermana de todos, padeciendo el mismo dolor, y reconociendo en las heridas y en las llagas de cada uno, las heridas y las llagas de nuestro Señor».
«Los invito a meditar en oración sobre este hermoso texto espiritual, y a reconocer que la Iglesia —Semper reformanda— no puede caminar y renovarse sin el Espíritu Santo y sus sorpresas; sin dejarse modelar por las manos de Dios creador, del Hijo, Jesucristo, y del Espíritu Santo, como nos enseña san Irineo de Lyon (Contra las herejías, IV, 20, 1)».
«En efecto, desde que en el principio Dios sacó de la tierra al hombre y a la mujer; desde que Dios llamó a Abraham a ser una bendición para todos los pueblos de la tierra y llamó a Moisés para conducir a través del desierto a un pueblo liberado de la esclavitud; desde que la Virgen María acogió la Palabra que la hizo Madre del Hijo de Dios según la carne y Madre de cada discípulo y de cada discípula de su Hijo; desde que el Señor Jesús, crucificado y resucitado, derramó su Santo Espíritu en Pentecostés; desde entonces estamos en camino, como misericordiados, hacia el pleno y definitivo cumplimiento del amor del Padre. Y no olvidemos esta palabra: somos misericordiados».
«Hermanas, hermanos, recorramos este camino sabiendo que hemos sido llamados a reflejar la luz de nuestro sol, que es Cristo, como pálida luna que asume fiel y gozosamente la misión de ser para el mundo sacramento de aquella luz, que no brilla por nosotros mismos».