En la siguiente fábula el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola: ocupar el papel de alguno de los personajes para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, hay que considerar que, por ser aplicación de la imaginación, son fábulas incompletas que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como quien contempla en el silencio se percibe envuelto y activo compenetrado por la Presencia.
¡El Padre! Ahí estaba la clave del asombro y del misterio. Eso fue lo que me sorprendió desde el principio.
Recuerdo que yo quería pedirle que nos mostrara al Padre. Es curioso, uno puede convivir con alguien, oírle hablar sin descanso a todas horas, y acabar sin entender lo fundamental de su mensaje.
Jesús hablaba siempre del Padre. Parecía que esto fuera lo único que le importaba, lo único en que se sentía a gusto. Cuando le hablábamos de sus milagros cambiaba rápidamente de conversación, como si se encontrase en tierra extraña. Pero si alguien le preguntaba por el Padre, sus ojos se encandilaban y hablaba horas, horas, horas. Se diría que el Padre y Él son lo mismo.
Sólo desde el Padre se entendía la vida de Jesús, todo lo que hacía o decía. Habías buscado a Dios cada día en lo alto de los cielos…, y un día Jesús venía a caminar a tu lado, para mostrarte a un Padre con olor a calles, y a decirte que un buen vivir cotidiano es un vivir con Dios cruzando por en medio de ellas.
Cuando llegó aquel día sobre el monte, Jesús descorrió de un solo tirón el velo que a través de los siglos otras manos le habían arrojado al Padre…
El Padre es gratuidad absoluta, don incondicional. Hace salir su sol sobre justos y pecadores, su lluvia no cae más copiosamente sobre los terrenos de los hombres buenos que sobre los surcos de los inicuos. El Padre no anda buscando razones para entregarse o para distribuir sus regalos. Su amor es incontenible, como la llama: su razón de ser es quemar y multiplicarse dando luz y sentido a la existencia de sus hijos.
Y es que al Padre nada nuestro le es ajeno o indiferente. Vive en nuestras vecindades, entra en las casas, recorre cada habitación del corazón, mete las manos en nuestros trabajos y esperanzas, lava la ropa sucia del alma, arroja a la basura nuestros miedos y temores, enciende un fuego acogedor y tibio que nos proteja del frío y del dolor, siembra canciones en los labios y flores en el tiesto de nuestros sueños más íntimos. A cada uno llama por su nombre propio, y hasta el último de nuestros cabellos lo ha contado.
Se comporta así, sencillamente porque es eso: nuestro Padre. Ése es su oficio y toda su tarea: amar y cuidar a sus hijos. El Padre es de todos sin discriminación alguna, se ha entregado en subasta pública. Es pobre porque nada ha retenido, porque el amor no es un pan que se come sino una hoguera que se contagia.
Una y otra vez, machaconamente, incansablemente, Jesús repetía «el Padre de ustedes», «tu padre», casi gritándonos que nos pertenece a todos los hombres y, por ello, siempre llega a ese «tu» de magnífica y real posesión que lo lleva a cruzar el umbral para hacerse «mío». Porque se ha ligado a mi costado, ha tomado mi vida como suya, la ha transformado en un destino común a tal grado que quien me ama o me rechaza provoca alegría o inflige dolor en el centro mismo de Dios.
Por eso, sobre aquel monte, yo hubiera querido interrumpirle, yo hubiera querido decirle que nos dejara ver al Padre. ¿Acaso no había dicho que sólo Él lo conocía, que únicamente Él podría revelarlo?
Sí, yo hubiera querido detenerle, hacer que explicara más detenidamente. Porque Él descubría demasiadas cosas a la vez… y yo no tenía tiempo para asimilarlas. Era como caer en un abismo de luz, con tanta luz que te cegara y al final no vieras sino oscuridad. Sí, escuchar a Jesús era caminar de sorpresa en sorpresa, de descubrimiento en descubrimiento, saltando de piedra en piedra entre las aguas de un río desconocido.
Porque eso era lo que a mí me deslumbraba: ir recorriendo, palmo a palmo, el verdadero rostro de Dios.
Jesús combatía de frente la distorsionada imagen de un Dios impasible encerrado en su propia felicidad, un ser acaparador y lejano, un tirano receloso y resentido, alguien que castiga o recompensa cuando ya te ha medido el alma con su implacable cinta métrica, alguien que no resiste la libertad del hombre y que sólo aguarda el momento preciso para desquitarse o hacerte la vida imposible… con sus leyes o con sufrimientos inesperados y mandatos sin límites.
Muchos le escuchábamos sorprendidos. Y es que descubrir los ojos de un Dios Padre era como una insoportable dulzura, algo de lo que casi se desearía huir como quien escapara de algo demasiado bello para ser realidad.
Entonces algunos nos preguntábamos cómo sería posible que aprendiéramos a amar quienes ni siquiera sabíamos sentirnos amados. Porque eso era lo realmente terrible: que, en lugar de reconocernos como imágenes de Dios estuviéramos convencidos de que él estaba hecho a nuestra semejanza.
Nos amaba, sí. Eso fue lo mejor de aquel día. Desde aquel monte hasta Dios era distinto, un Dios vertiginosamente volcado hacia el amor. Era un Dios terco: empecinado en amar y en enseñarnos a amar.
Jesús nos miraba con los ojos construidos de luz, dejando caer cada palabra hasta el fondo de nuestras almas, casi impaciente por el deseo de ver cómo iluminaría nuestras vidas la alegría que El nos traía.
«Hombres de poca fe», nos había llamado. Pero más que una recriminación era un profundo y cariñoso llamado a la confianza, a dejar nuestras vidas ahí donde recibirían el mayor calor: en las manos del Padre.
Era, pues, un llamado apremiante a la paz y a la libertad del corazón, a desterrar todos los temores: «No se preocupen…, no se angustien», repetía sin cesar.
Había que creer en el amor, que es lo mismo que creer en Dios, pues Dios es amor. Reconocer que de ahí parte toda plenitud de gozo… si realmente creemos.
Por eso, de cada palabra en la que Jesús anunciaba los riesgos de la aventura de vivir el Reino añadía cincuenta más para asegurar el gozo del hallazgo: el Reino del Padre es «un banquete», «una fiesta», «una cosecha sobreabundante», «un árbol fructífero enorme», «una pesca entusiasmante», «una perla singular y preciosa», «un tesoro», que desborda de alegría al afortunado que lo encuentra.
Sí, yo sabía muy bien que una sílaba perdida en ese monte hubiera sido dejar pasar toda la sabiduría. ¿Se acuerdan, se acuerdan ustedes de todas sus palabras?
Entonces creí que todo lo que Jesús había hecho antes de esa hora, y todo lo que vendría después, sólo sería realizar esas palabras, como trabaja un alfarero el cántaro que soñó su padre. Porque Jesús mostraba al Padre como una vid incendiada que, en medio de las llamas, siguiera dando savia y jugo a sus sarmientos, entregándolo todo, hasta a su Hijo. Porque todo era fruto del mismo árbol, que las palabras y obras de Jesús nos mostraban incesantemente. Y el árbol era sólo de amor y plantado en el amor.
Por eso a mí me costaba trabajo reconocerlo desde este lado de la cerca, donde estamos los que todavía no entendemos el amor del Padre manifestado en Jesucristo. Por eso también comprendí que había que atreverse a cruzar la frontera de Dios, meterse al fuego, tener el coraje de aceptar la felicidad del Reino que Jesús nos estaba regalando a manos llenas.