Fabrizio Lorusso
Dormir cada noche es el ensayo de un sueño mayor. Y aunque antes de morir uno se va muriendo, y todas las muertes cercanas nos horadan como un gusano lento a lo largo del alma, seguimos olvidando o ignorando lo único que realmente es seguro al final de nuestra vida: la muerte, que tiene como misión unificar nuestro presente con el futuro.
Alfonso Hernández, hojalatero social y cronista de Tepito (1945-2021)
Hace tres décadas, en mi penúltimo año de prepa, intentaba escribir algo medianamente coherente sobre matemáticas y poesía, actualidad y política, o sobre la muerte como idea, viaje y conjuro.
Números y letras, sus comunes y diferendos en la trayectoria del pensamiento occidental, fueron objeto de este texto, titulado justamente “Matemáticas y poesía” y publicado hace 13 años en la Jornada Semanal. Lo había retomado de la traducción al español del ensayo final de titulación de la escuela superior que tenía guardado literalmente en un cajón y en el que tracé los fundamentales de la historia de amor y odio perenne entre el mundo de las letras sublimes y las metáforas arditas y el de las impenetrables matemáticas y sus misterios del infinito y la abstracción, mancomunadas por la inquietud que las genera: la utopía del más allá, el anhelo de expresar el allende.
En el mismo cajón rescaté otro texto que en seguida comparto, traducido, remediado y remezclado, y que resuena bastante con aquel, pero sobre todo con algunos trabajos posteriores que llevé a cabo sobre el culto a la Santa Muerte y la idea de la muerte en México.
Pude entender algo de eso y realizar mi investigación en Tepito y aledañas durante muchos años, gracias al tremendo apoyo del maestro y amigo Alfonso Hernández, Caronte barrial, y de doña Enriqueta Romero, cuidadora y guardiana del altar de la flaquita en Alfarería 12, junto con su familia, con la verdolaga enmascarada y las siete cabronas invisibles en el centro.
Pude entrevistarme con la mismísima austera Patrona, y salir con vida. Aquí pueden leer la conversación completa, en donde, entre otras primicias, me confió lo siguiente sobre sus orígenes:
“Bueno, nací con la vida. Soy su fin, pues. O su continuación, como quieran verla. Para los antiguos mexicanos yo estaba dentro de un ciclo. Según la Biblia, nací cuando el pecado original. Adán y Eva comieron su manzana rica y, luego, Dios me contrató, creamos la mortalidad. Más bien, Él lo hizo y yo feliz. Al inicio, no tenía chamba, ya que los hombres eran muy longevos. El Noé del diluvio llegó a los 950 años de edad, no inventes. A Moisés me lo llevé a los 120. Por suerte, después, la especie se tornó más corrupta, gozosa y golosa, y me los cargo antes de los cien”.
Así habló esta Muerte convertida en objeto de devoción popular, santa femenina en el México colonial, y santo masculino en Argentina, en donde le llaman San La Muerte.
Y allí, supongo, comprendí un poco mejor los extraños goznes de la vida con la muerte, del pasado insepulto con el presente fugitivo y el futuro de horizontes intocables. Y de cómo ciertos intereses se tornan cíclicos aun en su metamorfosis. El texto que sigue resurgió de la tumba vacía y la relatividad general del año 1995. Lo acabo de traducir del italiano al español y de manipularlo a voluntad, así que perdonen los cortocircuitos lingüísticos y neuronales que pueda contener, son resquicios.
El pensamiento de la muerte es toma de conciencia desgarradora y dramática de la finitud cósmica que nos significa como humanos y elementos de la naturaleza universo, como entes sumergidos en un tiempo corredizo, líquido, abstracto.
El río embravecido de los acontecimientos memoriosos y olvidadizos, un segundo tras otro, abruma y arrastra los recuerdos de presentes y ausentes. El necesario olvido selectivo, espejo de la memoria emergente, permite sobrevivir al torbellino de la vida, sobrellevar expectativas y decepciones, metabolizar la pérdida de los seres queridos para que la distancia no se vuelva ciega. Aun así, no es consuelo.
Recordar el tzompantli, la memoria absoluta del mañana común e inexorable, significa compasión y compunción por una parte del Yo, indefinido fragmento personal, que un poco muere cuando alguien querido se nos adelanta y lo enjaulamos en la melancolía.
Trajinando la existencia terrenal y la huella espiritual entre lodazales de futilidades y efímeras metas, cabalgando la superficialidad y el consumismo, es que nos iludimos, distraemos la atención, posponemos la visión de la extinción como eje irremediable de la Historia y las vicisitudes cotidianas, proyectadas hacia la oquedad tumbal.
Y el silencio cunde y cuaja en la eternidad inalcanzable de las palabras escritas y del amor compartido al mundo, artefactos impotentes y fatigas vanas a la hora de afrontar al jaque mate.
Cada que nos invade la falta, extrema e irresuelta saudade, de una persona, del otro significativo, ausente más cercano a la vez, ritualizamos su espera y regreso, de alguna forma, de cualquier forma, pero no física sino relacional, vital. Imaginaria pero real al fin y al cabo.
Y se descubre gratamente que la conexión no cae en la angustia de un callejón sin salida, sino que vigoriza el caminar y continúa habitando lo vivo.
Ante el dolor propio y de los demás, hay soledad y comunidad, una disyuntiva o, más bien, un atisbo de complementariedad. Duelo compartido, humanidad indisoluble y trama de instantáneas, imágenes vívidas en la rueda del tiempo, nutren la memoria colectiva y común de vivos y muertos, de las generaciones que por azar coinciden en una época, dicha “la nuestra”.
Tesoros de inestimable valor, memoriales emocionales, son los recorridos y la narración a través de los sentidos, sabores, olores, sensaciones, visiones y voces, los elementos que agitan la secuencia de recuerdos, las siluetas del pasado y las semblanzas de trayectorias paralelas o entrecruzadas, de personas queridas, conocidas o lejanas. Que están y no están.
La muerte no es pura extinción ni abandono feroz, no se puede asimilar tan solo al miedo atávico de la humanidad ante ella, en su breve e insondable paso por el mundo. Aunque así, brutal, en efecto, pueda mostrarse y aunque no haya preparación suficiente para encontrarla amablemente. Y, sin embargo, hay vínculos, la persistencia del inicio y del fin que son comunes y certeros. Destinos, tarde o temprano. Asumidos, serenos.
Pesadilla o sueño suave, el pasaje a la mejor vida, el passare a miglior vita, como decimos en Italia, es tristeza para la communitas y veredicto, quizás, para el cuerpo, mas no para el alma y sus derivados, para la obra, la reminiscencia y los legados, que son ventanas a la posteridad y remembranzas de la unicidad del viaje. Son actos generosos desde el más allá, evocaciones que fraguan añoranzas y suscitan acción, reacción, entre las personas vivas y memoriosas.
En México la parca es herencia y cultura, Catrina y Santa, tecolote y Mictlán. Se exorciza hasta con albures, aunque esté más presente y dolorosa que nunca. En Europa, en cambio, es tabú y peste, temor y vergüenza, búho y oscuridad. Es rechazo a su pensamiento.
Pero, de ambos lados del charco, la portentosa vida de la muerte sigue su curso, es democrática y repite la máxima, que antaño podía verse pintada en los muros del barrio bravo de Tepito: “Hoy estás en los brazos de la vida, pero mañana estarás en los míos. Así que vive tu vida. Te espero. Atte. La Muerte.”
Cierro la elucubración de la columna de hoy como la abrí, mencionado el sueño mayor y con una cita del querido Alfonso, homo tepitecus quien apreciaba y, a su vez, citaba la sabiduría del antiguo pueblo mexicano acerca de la Tierra, y de la tierra:
En nuestro pasado prehispánico el rey-poeta Nezahualcóyotl escribió: “Toda la redondez de la Tierra es un sepulcro; no hay cosa que sustente, que con título de piedad no la esconda y la entierre”. Y en nuestro presente chilango estamos olvidando que el dormir cada día es el ensayo de un sueño mayor…