Hace veinte años Odiseo (Ralph Fiennes) se fue a la guerra, y regresó a un mundo ahora consagrado a ella. La guerra está en la mente y el corazón de todos los que habitan esa tierra. Los jóvenes se deleitan con narraciones de los héroes y batallas soñadas, las mujeres callan el abandono de los que se fueron, y el reproche porque en ese mundo, al ser así abandonadas, lo han perdido todo. Y él, cuando regresa, sabe que ha sido quien los condujo a esa guerra, ilusionado con la gloria, pero ha visto las consecuencias. Ha vuelto solo, todos sus compañeros muertos, y ahora mira a su pueblo expoliado y no quiere que sea ésa la suerte, el destino que se les fuerce a vivir, pero no sabe cómo podría dar algo distinto lo que él mismo, Odiseo, construyó. El héroe vuelve, desnudo y con el corazón atravesado por una guerra que no sabe ya si había que luchar.
En la película de Uberto Pasolini (2024) domina la tragedia porque el destino no se puede cambiar, aunque se quiera y se viva para otra cosa. Es el destino quien ha tejido todo esto. Cada personaje está marcado por ella y todas sus decisiones quedan atrapadas en la red compleja de reglas que se deben seguir para asegurar la estabilidad que dicta el destino. El rey no está y la reina debe casarse, así está marcado. Los pretendientes, bandidos salteadores que, incapaces de ir a la guerra, porque tal vez no habían nacido, ante la ausencia del rey, guerrero defensor de la tierra, se hacen de ella, la ocupan y explotan, para después explotar a toda la población, y finalmente competir entre ellos por el puesto de protectores y benefactores de sus explotados, casándose con la reina. Venden paz quienes primero hacen violencia. Este motivo principal de la nueva versión de la historia homérica, creada por Edward Bond, John Collee y el mismo Pasolini, resulta un espejo terriblemente actual en nuestro México y en muchos lugares de nuestro mundo actual.
Telémaco, el joven hijo interpretado por Charlie Plummer, no entiende. En su mundo la paz ya es sólo simulacro. Su nombre ha perdido todo sentido y ser hijo de Odiseo le ha convertido en un riesgo a eliminar para los pretendientes. Control y violencia, es lo único que hay. Penélope, una magistral Juliette Binoche, intenta controlar, con su telar y su nodriza, lo que le queda de destino, esperando, más que a su esposo, el regreso de otros tiempos, cuando las cosas tenían sentido. Su esposo está perdido, no quiere sustituirlo y no lo encuentra en el que regresa, desde esa mirada que anhela ese otro tiempo, esa memoria, antes de que la dejara y se fuera a la guerra.

Odiseo se fue y la guerra le devuelve una imagen que no se atreve a mirar. Es nadie, así lo vive, no tiene nombre ni lugar en su tierra. Argos lo reconoce y muere de tristeza. Su nodriza (Ángela Molina) lo reconoce en sus cicatrices y Eumeo (Claudio Santamaría) lo intuye en el extranjero que recibe en su casa, por tantos años de esperarlo con la voluntad firme de no ser transformado en un animal salvaje por la violencia desatada. Pero nadie sabe de verdad quién es el que vuelve de la guerra. Odiseo tampoco y todavía se busca en medio de los restos que va recogiendo por Ítaca.
Cuando Odiseo tensa su arco, por ingenio más que por fuerza, Penélope sueña que el tiempo tal vez puede volver. El tiempo de la dignidad, donde los pretendientes reconocerán la autoridad de la verdad y la dignidad que no han podido alcanzar, y se retirarán vencidos sin violencia. Es vana ilusión. Esas normas no se aplican ya ahí. Tampoco para Antinoo (Marwan Kensari), que las invoca con sorna contra la reina al ver la catástrofe, como si no hubiera él organizado una cacería para matar a Telémaco. Antinoo no es el pretendiente salvaje, sino el hombre que se mueve al margen de la guerra para sacarle provecho, todo el que pueda, usando lo que pueda alcanzar y moviendo a todos los que estén dispuestos a pelear por lo que, les dice, es causa común.
«Ésa no era paz. No había otra manera», le dice la nodriza a Penélope cuando ella lamenta la carnicería. Tal vez sea cierto, pero se puede rehusar a creerlo. La historia no puede asegurar que sea la única alternativa y Penélope quiere intentar otra cosa. No sabe cómo. No puede detener a su hijo que se va tal vez a buscar su identidad en otra guerra. Pero quiere intentarlo lavando la sangre del cuerpo de su esposo, al que ya no conoce pero quiere entender. Él quiere olvidar. Ella necesita memoria, ya no la suya propia sino la de él, y quiere que él comparta la suya. Se trata de intentar lo nuevo, tal vez se pueda hacer algo nuevo. No negar la violencia sino hacer algo nuevo en ese mismo lugar. Es el perdón que él pide y que ella no le dice con palabras sino curando sus heridas y limpiando su sangre. O quizá sí, una sola palabra: «juntos», le dice, lo haremos juntos. Y esa palabra se nos queda resonando para volver a nuestra Ítaca.
2 respuestas
Disfruté la lectura de su reseña .
Juntos construir la paz parece ser no una alternativa sino tan solo un camino
Muchas gracias por el comentario, hace reflexionar