«Desde lo más profundo del corazón os digo a todos:
Vida y muerte son un asunto serio.
Todo pasa deprisa.
Estad siempre muy vigilantes.
Nadie sea descuidado,
Nadie olvidadizo.»
(Texto Zen recitado por las noches en los sesshin)
Puede ser que uno de los motivos por los cuales nuestro tiempo adolece de una pérdida sistemática de auténtica dimensión mística sea aquella doble condición de la sociedad contemporánea a la cual la teóloga anglicana Catherine Pickstock caracterizó como necrofílica y necrofóbica a la vez.
Necrofílica porque nos encanta la muerte. Retacamos de ella las películas, los cursos de tanatología, los tratados filosóficos y las conferencias, los videojuegos y hasta los sermones de rituales religiosos de todo tipo. Esta fascinación que tenemos ante la muerte esconde nuestro auténtico pavor y negación a asumirla como «un asunto serio», ya que le huimos siempre que podemos.
La muerte siempre es la muerte de otros, incluso de personajes de series, pero nunca me tomo en serio del todo mi propia muerte. La sociedad nos bombardea con invitaciones de plenitud presentistas, enfocadas en la salud, el wellness, la belleza, el éxito. Todos auténticos rechazos del saco de carne y huesos que finalmente somos y que perecerá junto con nuestras aspiraciones e ilusiones. «¡Necios!», nos dirá la vida, tal y como Dios se expresó en la parábola de Lucas 12, 16–21 de aquel hombre que quiso construir otro granero.
La muerte, ese misterio inquietante que continúa siendo quizás el motor fundamental de la condición humana, ha desempeñado un papel angular en la mística por lo menos en dos sentidos, ambos hoy desplazados e ignorados occisamente (cómico que occiso significa muerte violenta).
El primero de estos papeles es el ya mencionado de alguna manera: la muerte como esa invitación a tomarse en serio la vida. La finitud en todas sus dimensiones, presente en la impermanencia de todos los fenómenos que podemos experimentar y el deterioro paulatino de todo lo que conocemos, ha circunscrito siempre la condición humana dentro de un marco carnal en el cual se vive junto con otros y otras en el mundo real. Ahora, algunos posthumanismos o transhumanismos, particularmente sus versiones antitanatológicas, apuestan por un ser humano sin muerte… por lo que cabría preguntarnos seriamente si tal cosa es posible. En otras palabras, ¿es posible el ser humano sin muerte?, si no morimos ¿podemos seguir considerándonos humanos? E incluso, para el tema que nos compete, ¿puede haber mística sin muerte?
Esto nos lleva al segundo papel fundamental que la muerte ha desempeñado en la mística. En algunos casos se le ha llamado «muerte mística». Es el «muero porque no muero» de Teresa de Jesús y de Juan de la Cruz, el fana del sufismo expresado como Fana Fi Allah, la entrega total de la voluntad a Dios. Es esa muerte del ego o del falso yo promulgado también en el yoga y en el budismo.
En un par de magníficos y cortos ensayos titulados Ensayo para la muerte y El fin de la vida humana, el joven entonces sacerdote Iván Illich expuso la estrecha relación entre la muerte y la oración, al grado de afirmar que un «análisis de la estructura sobrenatural de la oración mostrará un paralelismo fundamental entre el papel que corresponde al hombre cuando se muere y cuando ora». Y más adelante añade: «Como la muerte, la oración es la incursión del hombre, desde el mundo conocido de los sentidos, en el ámbito desconocido de Dios» (los artículos se encuentran en Iván Illich, La iglesia sin poder. Ensayos 1955–1985. Madrid: Trotta, 2021).
El argumento principal de Illich en estos dos escritos de juventud era que la muerte es algo que la persona hace, no algo que le acontece. La práctica espiritual, en ese sentido, no es otra cosa que la consciente y disciplinada preparación para el advenimiento de la muerte como un buen morir. A través de la muerte espiritual o mística nos disponíamos para morir, en tanto verbo, en tanto acción liberadora para entregarse totalmente a Dios, a la transmigración de las almas, al paso por los bardos budistas, al viaje al mundo de los ancestros, al «retornar» al humus cósmico que siempre hemos sido, como expresa mi amigo Omar Giraldo en un potente ensayo todavía inédito.
La sociedad moderna, por el contrario, huye de la muerte convirtiéndola en un problema técnico que pronto se resolverá con nuevas innovaciones en medicina. La muerte es el principal adversario a vencer, uno que puede estar presente en todas nuestras películas pero que no tenemos que tomárnosla demasiado en serio. Ya lo decía Miguel de Unamuno en su clásico Del sentimiento trágico de la vida: la muerte nos es insoportable porque insoportable es la mera sensación de ya no ser este yo concreto, por lo que cualquier narrativa filosófica o religiosa respecto al qué sigue después de la muerte no acaba de satisfacerme, porque, de un modo u otro, ya no seré este yo que quiero seguir siendo, esta identidad que necesito defender a toda costa. El problema, por lo tanto, se materializa en esta identidad–individualidad que no es más que un constructo social y psicológico, un disfraz, un mero personaje con el que lamentablemente nos hemos apegado y no sabemos dejarlo ir.
Soltar esta identificación ha sido siempre fruto de la vida mística. Sin la sabiduría de pueblos y tradiciones que desde siempre han sabido acompañar a las personas en los procesos de muerte mística, es decir, en los caminos de desidentificación y liberación espiritual de las ilusiones del ego, las personas terminan arrojadas al circo de una existencia que asume como real todas las proyecciones desordenadas de un yo incapaz de ver más allá de sus propios espejismos.
Y así, condenada al ostracismo, al exilio radical, la muerte no ocupa un lugar importante en nuestra cotidianidad. Repito, mamamos muerte las 24 horas, y muertes de todo tipo: de familiares y amigos, de personas enfermas o muertes producto de la violencia rampante e impune, que son muertes que no hay que aceptar en tanto injusticias y horrores. Pero esa presencia es fantasmal. No nos preparamos para la muerte. Prepararse auténticamente para la muerte es quizás el único camino para la vida plena, pues saber vivir es, en el fondo, saber morir y viceversa. Sin esta mistagogía (porque si la muerte es misterio, prepararse para el buen morir es algo mistagógico), la muerte continuará siendo un mal que soportamos pero que ojalá pronto podamos superar, en lugar de ser el acto humano que le define por excelencia como ese humus, esa tierra de la cual surgió y a la cual retornará.
Y desplazada la muerte hemos desplazado también a la mística, pues, según hemos visto, ¿qué es la mística sino el tomarse en serio la vida y la muerte?, ¿qué es la mística sino la vida vivida como un don y, por lo tanto, vivida desde la libertad radical de entregarla poco a poco durante mi existencia y en su totalidad en mi muerte? Sin muerte no hay mística, por lo que una sociedad alérgica a la muerte es una sociedad sin Misterio.
Imagen de portada: agcuesta1-Depositphotos
7 respuestas
Elías, gracias por tu aporte tan hondo, real y actual para cada uno, cada una, y para esa tendencia a desviar nuestro pensamiento y no desear afrontar la muerte como realidad y misterio humano.
Muchas gracias Luis, por tu comentario.
Gracias, Elías, tu escrito me recordó lo que varios autores venían mencionando antes del arribo del siglo XXI: será místico o no será. Tu aportación, tan profunda y actual, abre camino para no desviar la atención de lo que puede llevarnos a perder el dinamismo místico: desplazar la muerte o no tomarla en serio como realidad de la vida misma. ¡Qué es vivir, sino el morir cotidiano!
Gracias Gerardo por tu comentario y resonancias. Totalmente de acuerdo, creo que seguimos en esa disyuntiva del será o no será… Un abrazo!
Elias, gracias por tu aporte, algo diferente y profundo. Cada uno hemos experimentado la muerte de un ser querido en diferentes formas, y cada persona podrá percibir o entender el misterio de la muerte desde dónde esta parado espiritualmente. Tenemos grandes celebraciones sobre el día de muertos, pero no todos dedican el tiempo y la energía espiritual para llegar a profundizar y contestar tu pregunta, ¿puede haber mística sin muerte?. Tal vez las personas del campo podrían contestarla con sus palabras sencillas y muchas de las veces con gran sabiduría. Pienso que, las personas de la ciudad están/estamos muy ocupadas para interiorizar y tener alguna respuesta. Sabemos lo que ocurre cuando fisicamente morimos, hay un proceso físico. Sin embargo, aún no sabemos qué sucede con el alma/espíritu de la persona, o de la mascota?, ahí esta el misterio de la vida y la muerte, porque surgen preguntas dónde no hay respuesta precisa… desde mi sentir, si hay mística sin muerte. La vida misma es un misterio que nos lleva suavemente a la mística.
De antemano te comento, no he estudiado filosofía, simplemente me gustó y se me hizo interesante lo que escribiste. Gracias.
Unamuno se equivoca: no tiene modo de afirmar que “de un modo u otro, ya no seré este yo concreto que quiero seguir siendo”. Es más, la Revelación nos dice que seremos resucitados nosotros mismos, con nuestro propio cuerpo reunido a nuestra propia alma (nuestro “yo” concreto) para siempre …
(También nuestro cuerpo forma y formará parte de nuestro “yo” concreto)