La fecundidad de una herida

Javier Melloni, S.J.

El peligro de conocer demasiado un relato es que ya no puede sorprendernos. Nos anticipamos a lo que ya sabemos y ese conocimiento excesivo nos hace tropezar sobre el material acumulado, impidiéndonos que se revele lo inédito. Sin embargo, también es cierto lo contrario: el ahondamiento en un relato conocido nos permite descubrir significados latentes que van apareciendo en la medida en que maduramos y por la luz que arrojan las nuevas claves con que lo leemos. 

Esto es lo que sucede con la biografía de san Ignacio y con lo que él contó de sí mismo al final de su vida, haciéndose no solo relator, sino intérprete de su propia biografía. Del mismo modo nosotros, quinientos años después, cuando nos aproximamos a su relato, lo leemos y lo interpretamos a la vez, porque todo acto de percepción y de cognición es un acto de interpretación. 

Hoy nuestro mundo está herido y sacudido por una pandemia mundial que también ha sido llamada sindemia, ya que la enfermedad no solo afecta a una totalidad (pan-demia) geográfica, sino que tiene múltiples causas (syn-demia) y también múltiples consecuencias. Este es el contexto mundial en el que celebramos quinientos años de una conversión producida por una herida cuyos efectos siguen activos. Bajo esta clave epocal podemos acceder a este relato tan conocido para la familia ignaciana y descubrir significados latentes cuya fuerza sorpresiva y transformadora no está en la linealidad de unos acontecimientos ya sabidos, sino en el modo de interiorizarla con las claves que hoy son significativas para nosotros, tanto personal como colectivamente. 

Por otro lado, no deja de ser paradójico que celebremos una herida, los quinientos años de una brusca y no buscada detención. ¿Cómo podemos conmemorar una derrota, un fracaso, un dolor? En ese desconcierto comienza nuestra historia. Volviendo a esta Herida podemos recibir su bendición si hacemos y comprendemos todo su recorrido. Es el corazón mismo del cristianismo: el escándalo de la Cruz (1Cor 1, 18-25) resulta ser nuestra salvación. ¿Salvación de qué? De girar irrepetiblemente sobre nosotros mismos. La herida de Ignacio, como la Cruz, se convierten en brecha, en paso, en cambio radical de nivel. ¿De dónde a dónde nos conduce esta herida? ¿En qué hemos sido heridos o en qué hemos de ser todavía heridos en este tiempo para que nos acerquemos a la detención que vivió Ignacio en Loyola primero y en Manresa después?

Loyola, primera detención 

La herida en plena batalla es un episodio arquetípico: en la lucha de nuestra existencia, personal y colectiva, no somos capaces de ponernos en cuestión ni preguntarnos si tiene sentido la causa por la que combatimos hasta que somos detenidos. Enarbolamos las armas contra nuestros enemigos, los fantasmas imaginarios que pueblan nuestra mente y nuestras emociones, ambicionando victorias, triunfos, trofeos y territorios que compensen nuestro vacío. No podemos detenernos por nosotros mismos porque la polvareda de nuestra agitación nos embriaga tanto como nos contamina y nos confunde. No somos capaces de pararnos ni de autocuestionarnos. Tampoco Íñigo fue capaz de hacerlo hasta aquel momento, lo cual fue el inicio de empezar a ser Ignacio. 

La bombarda de cañón fue la mediación divina para su detención. Así mismo ha sucedido en nuestras propias vidas. Cada uno de nosotros ha recibido esta bombarda, por lo menos una vez en su vida, o las veces que han sido necesarias para redireccionarnos, para recordarnos que andábamos distraídos. Esa bombarda ha sido contundente y esa herida ha sido proporcionalmente profunda a nuestra distracción, resistencia o desorientación. 

¿Qué hubiera detenido a Íñigo López, benjamín de los Loyola, dispuesto a emular a sus hermanos mayores, para poder ser reconocido, si un proyectil no hubiera segado su pierna? De pequeño no había recibido la mirada de su madre, porque murió cuando él nació; y su padre parece que tampoco le concedió su mirada, porque verle a él era conectar con la pérdida de su esposa. Todo apunta a que su personalidad quedó configurada por esta ausencia de reconocimiento tanto materno como paterno, lo cual buscó compensar con «grande y vano deseo de ganar honra» (Autobiografía, 1). Lo que configuró la primera parte de su vida provenía de una herida no consciente que otra herida vendría a rescatar. Pero no era fácil acoger ese mensaje, no era sencillo aceptar el replanteamiento que suponía cambiar todos los valores de ese ambicioso joven que buscaba su lugar en el mundo reclamando la mirada de los demás, ausente de la suya propia. 

¿No es algo similar a lo que nos ha sucedido en nuestras propias biografías y que también está sucediendo ahora en nuestra biografía colectiva con la pandemia? ¿Qué adversidad poderosa ha sido capaz de detenernos para ponernos en cuestión, semejante al golpe que recibió aquel soldado aproximadamente a sus treinta años, tiempo suficiente para haber recorrido territorios erráticos y tiempo también suficiente para poder rectificarlos y emprender el camino en la correcta dirección? ¿No es este nuestro tiempo? ¿No es acaso esta nuestra oportunidad? 

Pero este cambio no es inmediato. No es fácil aceptar ciertas pérdidas, aquellas que nos ponen en cuestión y que acaban provocando un giro radical en nuestras vidas. En los procesos de duelo ante una pérdida se distinguen cinco etapas, que son las mismas que podemos reconocer en Ignacio y en nosotros mismos en estos momentos de pandemia: la negación, la negociación, la rebelión, la depresión y la aceptación. Veremos que al final podemos añadir una sexta etapa: transformación.

Negación 

De entrada, la primera reacción suele ser negar lo que está sucediendo. Lo que irrumpe e interrumpe es demasiado repentino para poder reconocerlo. En Ignacio, esta reacción se puede identificar con la operación que se hizo hacer a carne viva para que colocaran bien los huesos que habían quedado superpuestos (Autobiografía, 4). No podía admitir el quedarse cojo y mutilado para siempre. Había apostado demasiado de sí mismo para rendirse tan rápidamente.

Negociación 

Entonces le sucede la estrategia de la elusión. En el caso de Ignacio, tras la operación comenzó a distraerse leyendo libros de caballería que le evadían de su realidad. Semejantemente a tantas situaciones nuestras en las que buscamos entretenernos e intentamos aplazarlas imaginándonos otras situaciones que no nos obliguen a cambiar. ¿No nos está sucediendo también ante la pandemia, que no la acabamos de aceptar porque no estamos dispuestos a recoger el mensaje que nos está enviando la madre Tierra sobre la insostenibilidad de nuestra civilización?

Rebelión 

Ante la impotencia de no poder cambiar la situación aparece la rabia. Ignacio no habla de ella, pero podemos imaginárnoslo revolcándose en su lecho de convalecencia en contra de todo lo que se había interpuesto en su camino, rabioso contra todo lo que le impedía alcanzar las ambiciones de gloria y de renombre que creía que necesitaba para construirse a sí mismo. No sabía todavía que faltaba la piedra angular que redefinía todo el edificio.

Depresión 

Antes o después se produjo en él la sensación de desvalimiento y de impotencia, de inutilidad y de fracaso. Ignacio tampoco habla de ello durante su convalecencia de Loyola, pero esta etapa aparecerá más tarde, en Manresa, en su segunda detención, también llamada su segunda conversión.

Aceptación 

Finalmente se produce la conformidad («dejar que tome forma»), paso necesario para poder cerrar el duelo y con él un ciclo de la vida. Solo a partir de la asunción de lo que ha sucedido uno puede seguir caminando. De otro modo, quedamos confinados en un determinado episodio de nuestra vida y no podemos seguir viviendo. En Ignacio esta aceptación se convirtió en conversión, metanoia, «cambio de mente y de corazón», lo cual supuso que pasara de identificarse como soldado a convertirse en peregrino. Así es como se llama a sí mismo setenta y siete veces en su Autobiografía.

¿Transformación? 

Todavía no. Ese cambio apenas había empezado. El peregrino que sale de Loyola todavía tiene mucho por recorrer por fuera y por dentro de sí mismo para realmente llegar a serlo. Lo supo al final de su vida, cuando dice de sí mismo que «esa alma todavía estaba ciega, aunque con grandes deseos de servirle en todo lo que conociese» (Autobiografía, 14). Aún le quedaba mucho por conocer. 

¿Somos capaces de reconocer el momento en el que nos encontramos tanto personal como colectivamente, insisto, para realmente convertirnos en peregrinos, cojos para siempre como Ignacio, llevar la marca del paso de la gracia a través de nuestra vulnerabilidad y andar como Jacob, que caminó herido desde entonces tras su combate con el ángel? (Gn 32, 23-33). En ese combate, Jacob —que luego será Israel— dejó de ser un adolescente huidizo para convertirse en un ser humano capaz de afrontar los conflictos que tenía ante él. También Ignacio dejó de ser un joven ambicioso y errático en busca de su propia gloria para salir en pos de su Señor y de su Reino. 

En el lecho convaleciente en el que todavía estamos, ¿somos capaces de distinguir nuestras fantasías de omnipotencia (personales y colectivas) de la verdadera llamada para la que hemos nacido, y que conjuntamente hemos de escuchar? ¿Seremos capaces de distinguir las satisfacciones que nos intoxican de las llamadas que nos desinstalan y nos ponen en camino?

Ignatius is wounded at the Battle of Pamplona | 20th May 1521 | Image © 2011 Jesuit Institutve

Manresa, segunda detención 

Cuando Ignacio emprendió su marcha hacia Jerusalén, Manresa no estaba en sus planes. El rodeo por Montserrat hizo que no pudiera llegar a tiempo a Roma el domingo de Pascua de aquel año (6 de abril de 1522), único día al año que se daban los permisos para poder peregrinar a Tierra Santa. Dado que disponía de un año de espera, decidió quedarse en esa población cercana a Montserrat que disponía de albergue para peregrinos y de cuevas para ermitaños. Ahí vivió su segundo «confinamiento», en tanto que no caminó hacia fuera sino hacia dentro de sí mismo, tal como llevamos más de un año haciéndolo todos. ¿Hacia dónde caminó? Hacia las sombras de sí mismo, hacia todo ese material desechado y acumulado durante treinta años, hacia esas zonas ocultas dentro de sí que no podía controlar ni nombrar porque no están sujetas ni a la mente ni a la voluntad, todo eso de nosotros que hoy llamamos subconsciente. Ahí descendió con más profundidad a sus propios infiernos. En Loyola empezó a despejar el terreno de su espacio interior pero no entró en él. Todavía no era el tiempo. Todo tiene su momento y los procesos del alma (pysché, es decir, del psiquismo) no se pueden acelerar ni violentar. Manresa fue el tiempo y el lugar. 

Su verdadero yo se encontró atrapado entre dos falsos «yos»: el yo idealizado y el yo culpabilizado. En el primer caso, competía con las gestas de los santos que le precedían, aumentando sus ayunos y oraciones; en el segundo caso, se acusaba a sí mismo por la vida que había llevado y por la falta de honestidad de su confesión general en Montserrat. Los dos «yos» eran insaciables porque no eran reales sino imaginarios y le llevaron al borde del suicidio: «Le venían muchas veces tentaciones con gran ímpetu de echarse a un agujero grande que había en su cámara y que estaba junto al lugar donde hacía oración» (Aut 24). Esta fue su lucha y su agonía hasta que se rindió ante un perillo que pasó ante él, esto es, ante la inocencia de ser sin compararse ni culpabilizarse (23). Simplemente ser. Hay que distinguir claramente la rendición de la claudicación, porque claudicar hubiera supuesto dejar su vida de orante y de peregrino y regresar a Loyola, mientras que la rendición supuso el giro de hacer a dejarse hacer y permanecer. Y así fue aprendiendo a ser por Quien «le trataba de la misma manera que un maestro de escuela a un niño, enseñándole» (27). 

En este dejarse hacer empezó a ver todas las cosas nuevas y él mismo se vio nuevo desde la Otredad de Dios que le miraba para que también él aprendiera a mirarlo todo de otro modo: 

Estando allí sentado [ante el río Cardoner] se le abrieron los ojos del entendimiento, y no que viese alguna visión, sino que entendió y conoció muchas cosas, tanto espirituales como de la fe y de las letras, y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas (Autobiografía, 30). 

Se le mostró la diafanía de lo Real, la incandescencia de todas las cosas, percibiendo que Dios está en todo y que todo está en Dios, de manera que Dios y la Realidad son inseparables. De esa experiencia brotó en Ignacio el deseo de «ayudar a las ánimas», es decir, el deseo de hacer partícipes a los demás de la experiencia que él tuvo: encontrar a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Dios, clave de la mística ignaciana. La implosión hacia dentro se convirtió en una explosión hacia afuera, porque, en verdad, fuera y dentro son una misma cosa, ya que todo está llamado a consumirse y consumarse en el fuego de Dios. Esta transparentación de la realidad solo es posible si entregamos nuestro ser al ser de Dios. Tal es el final de los Ejercicios Espirituales: «Tomad, Señor, y recibid, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad […] Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta» (234). 

¿Estaremos también dispuestos nosotros a ver todas las cosas nuevas? ¿Dejaremos que a través de esa herida —la nuestra, la más íntima herida de nuestro ser, y también la colectiva en la que nos encontramos— se conviertan en brechas para que entre una Luz que nos deje ciegos de lo que ya sabemos para recibir una comprensión de Dios, del mundo y de nosotros mismos que todavía desconocemos? Para ello habremos de estar dispuestos a detenernos tantas veces como sea necesario, como le sucedió a Ignacio primero en Loyola y luego en Manresa, y atrevernos a descender a nuestros propios infiernos, a nuestras propias sombras, para recoger todos los residuos que hemos dejado en ellas. 

¿Dejaremos que la celebración de este quinto aniversario se quede en mera nostalgia o en un entrenamiento litúrgico, o será nuestra oportunidad —no solo personal sino también la colectiva— de que produzca en nosotros una metanoia, esa transformación de la mente y del corazón, que nos haga más capaces de responder a la voz de Dios en medio de un mundo en llamas? Si es así, esa herida se habrá hecho fecunda en nosotros y tendrá tenido sentido celebrar este quinto centenario, que tiene el riesgo de desmantelarnos como hizo con el benjamín de los Loyola. Dispongámonos a ser puestos en una nueva dirección, no la que elijamos nosotros sino la que se muestre cuando, escuchando, lleguemos a discernir la llamada de Dios en medio de tantas otras voces. Ayudémonos unos a otros a hacerlo y hagámoslo conjuntamente, porque por ello pertenecemos al mismo linaje. 

Si así lo hacemos, tendremos la oportunidad de celebrar tan solo un comienzo. 

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