Por Fernando Vidal
La estafa financiera del 2007 que comenzó por la quiebra de Lehman Brothers hundió la economía mundial y ensanchó las desigualdades —especialmente en cada una de las sociedades de la OCDE—. El modelo de globalización implementado por el neoliberalismo desde la década de 1980 creó nuevas potencias económicas, pero también agudizó las desigualdades, multiplicó los paraísos fiscales y escondió una criptoeconomía fuera del gobierno mundial.
Además, con la crisis de 2007 un tercio de la sociedad civil quebró y desapareció, dejando a las comunidades políticas mucho más dependientes de la partitocracia y la manipulación de las nuevas redes sociales ―que son productos propiedad de corporaciones del neoliberalismo más extremo que se ha conocido en la historia―. La mercantilización de la cultura, el sectarismo de los medios de comunicación, la estandarización neoliberal de las universidades y las obsesiones con la autorrepresentación identitaria han conducido a que también nuestra cultura pierda capacidad y profundidad para responder a la polarización económica de la desigualdad y la corrosión de la civilización.
Esos macroprocesos, unidos a la gran desvinculación social, la soledad y un relativismo que ha acabado causando una crisis cultural nihilista y un deterioro gravísimo de la salud mental, han formado una tormenta perfecta basada en una extensión mundial de la angustia de abandono. El abandono es el mayor mal político de nuestro tiempo.
Sin duda, nuestro mundo ha experimentado mejoras cualitativas en muchos aspectos y se puede afirmar que las graves acusaciones contra el estado en que se encuentran los estados de bienestar son mayoritariamente falsas. Si revisamos los antiguos Objetivos de Desarrollo Sostenible, los Objetivos del Milenio o la Agenda 2030, comprobaremos que la valoración tiene tantos claros como oscuros. Pero es verdad también que la infraestructura sociocultural de nuestras sociedades tiene un gran agujero que afecta gravemente a los fundamentos de nuestra civilización. Y hemos visto espeluznados como la propia Agenda 2030 ha sido convertida en un fetiche demonizado por el integrismo.
Es verdad que hay un abandono que es experimentado dramáticamente por una gran cantidad de gente en dimensiones como la cultura, la ética laboral, la comunicación pública, la política, las relaciones de proximidad, la familia, el vecindario, lo que antes se llamaba pueblo, etc. Ese abandono alimenta la sensación de privación, el sentimiento de agravio, el victimismo y la nostalgia de un tiempo de mundos-nación. Ya se pudo comprobar durante el proceso del Brexit. Junto con las enormes y bastas mentiras sobre la Unión Europea ―que quedaron impunes y cuyo mayor mentiroso, Nigel Farrage, es ahora el nuevo salvador promovido por Musk―, lo que sí era cierto era el sentimiento de abandono. Pero quienes más votaron a favor del Brexit fueron los sectores que se han visto más perjudicados por la salida de la Unión Europea.
Podría pensarse que se trata de un problema de pedagogía política y capacidad para trasladar una narrativa a quienes más perjudicados se han visto por el neoliberalismo, la disolución del tejido comunitario y el vacío cultural. Eso estaba en la intención de los proyectos Next Generation de la Unión Europea. Pero el problema es mayor: hay un vaciamiento espiritual de la civilización que siempre y en todas las ocasiones ha causado crisis sistémicas.
El nuevo paradigma autocrático que une al eje Trump-Putin-Jinping, la emergencia de políticos globales como Musk y la marea viva de ultraderechas en gran parte de la OCDE, quiere venderse como una respuesta a esa crisis global de abandono personal, social, económico, político y cultural. Y en su estrategia está también la de provocar la sensación de abandono religioso, especialmente en la comunidad católica, a pesar de que se está dando un cierto dinamismo: la profundización conciliar, el reforzamiento mundial de la sinodalidad, la apertura inclusiva e integradora de la pastoral y la recreación de comunidades populares en las parroquias.
Sin embargo, cualquiera puede comprobar que la Internacional Autocrática no busca dar solución a los problemas, sino que los agravará. Los agrava porque polariza y divide todavía más a la población, poniendo a la gente en posición de guerra cultural que busca aniquilar al otro. Agrava los problemas porque divide más al mundo, denigra la fraternidad universal, demoniza a los pobres y los migrantes, suprime el multilateralismo y crea un mundo de depredadores. Agrava los problemas porque el fundamentalismo es siempre lo más superficial y sigue demostrando que no es el uso de la razón, sino del bulo y la manipulación. Agrava la situación porque deshace la sociedad civil, pudre la malla de medios periodísticos y empobrece hasta la miseria el discernimiento público. Y sobre todo agrava la situación porque todo este imperio autocrático es radicalmente hipercapitalista, sin límite, mucho más salvaje económicamente que el neoliberalismo y cualquier política económica moderna. Aunque estos poderes pretenden consolar el abandono —argumentando que va a haber menos Estado y que van a estar más cerca de los perdedores de la globalización neoliberal—, lo cierto es que lo que hacen es construir Estados monstruosos que sistemáticamente benefician de forma clientelar a una selección de megamillonarios.
El integrismo de Trump, Putin, Le Pen, Orbán, Melloni, los Bolsonaros, Milei y el resto de figuras que van emergiendo para cambiar Occidente se basa, en todos casos, en una combinación de supremacismo, nacionalismo, moralismo monoconfesional y fundamentalismo religioso al servicio del poder. No vienen a reconstruir la moral tradicional porque la mayoría de sus líderes son sujetos con graves inmoralidades en sus vidas personales y profundamente corruptos o criminales respecto a la vida pública. No es una remoralización, sino un vaciamiento de la ética. Y sin sujetos morales, como ya enseñaron Platón y Aristóteles, el Estado se corrompe y se convierte en un Leviatán.
Asimismo, China y su órbita antiguamente comunista se han convertido también a un modelo hipercapitalista en el que la oligarquía se ha hecho poseedora de una parte clave del tejido de corporaciones. Para mantener la dictadura sobre la gente, generan grandes olas de represión que tienen por objetivo aplacar los deseos de la gente de vivir más libres y los anhelos que todo corazón humano tiene de espiritualidad. China es integrista de un comunismo ya vacío, que solo sirve como fundamentalismo cultural para sostener un tipo de sociabilidad privada de movimientos de libertad.
Pero volvamos atrás. Ya sabíamos hace décadas que la neoliberalización se había impuesto a base de integrismo en la doctrina y el pensamiento económicos. El FMI, el Banco Mundial, Davos y muchos foros e instituciones económicas y financieras asumieron un integrismo radical que ha causado un gran perjuicio a la humanidad, que ha tenido que ser corregido y ha sido objeto de público arrepentimiento por parte de muchas de estas instituciones. Lejos de extender una gobernanza social en la economía mundial, el hipercapitalismo ha escondido en el criptomundo y los paraísos fiscales una parte esencial de la economía financiera, y ha radicalizado el integrismo.
El mismo integrismo nacionalista, supremacista y religiosamente fundamentalista hace apología del más extremo hipercapitalismo que destruye el tejido comunitario y mercantiliza la cultura, y provoca un anarcolibertarismo que destruye la esfera periodística y el discernimiento público, tal y como se ha mencionado ya. Una esfera comunicacional basada en redes mediáticas como la X de Musk es el ejemplo más salvaje de hipercapitalismo. La ética integrista, aunque venda Patria, Familia y Dios, en realidad da cuenta del más brutal espíritu del hipercapitalismo y no hará sino ahondar el abandono social hasta el nihilismo y la guerra. Como un patético remedo de la célebre obra de Max Weber, estamos ante la ética integrista y el espíritu del hipercapitalista, pero sin ética ni espiritualidad.
La versión original de este texto se publicó en el blog de Cristianismo y Justicia quien otorga derechos de reproducción.
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