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«La alegría es misionera y la misión es llevarla a otros»

¿Dónde estoy caminando? ¿Con quiénes estoy? Fueron algunas de las preguntas que me hice en mis primeros días de la experiencia Magis Internacional el verano pasado. No sabía realmente con exactitud la respuesta, fue como si las 11 horas de vuelo México–Portugal no me hubieran advertido de nada; al llegar sólo apreciaba a personas de todas partes del mundo, congregadas por un lazo invisible que, más allá de la distancia, el idioma o la situación política, se sentían unidas y entrelazadas por eso que me gusta llamarle «Dios».

No recuerdo en qué momento dejé de lado las preguntas y me vi hablando con personas diversas, venidas de distintos lugares del mundo; un sentimiento de asombro se apoderaba de mí cada vez que conversaba con una cara desconocida. En la noche, cuando se apreciaban las banderas de tantos países, y con todo el mundo gritando de alegría, mi corazón se sentía maravillado de la felicidad que unía a tanta gente. Recuerdo que esa noche nos aprendimos el icónico himno de Magis «Creating a hoped–filled future» (Creando un futuro lleno de esperanza), que fue una canción que nos acompañó durante toda esa semana. Pienso y creo que Dios se apoderó de mí con un sentimiento de amor puro; todo prejuicio, toda preocupación, toda duda se despejaba y los sentimientos se fueron aclarando.

Después fue más sencillo, o más difícil, porque implicó separarse del grupo de personas de mi propio país para ir con otras de regiones desconocidas; parece difícil —y en cierto modo lo es—, pero mi experiencia en Madrid fue encantadora. Hicimos una actividad para compartir nuestros gustos, nuestras preocupaciones y nuestras esperanzas; fue en ese momento cuando mis preocupaciones se fueron y sentí una mano en el hombro que me acompañó y no me dejó solo. Cuando volví a la realidad vi esa mano en forma de personas a mi alrededor, unidos a mí por una fuerza que va más allá de lo físico y lo tangible.

Descubrir a Dios en las personas desconocidas pasa por hacerse bromas, risas y compartir la alegría. En esa semana los facilitadores del encuentro nos hicieron mirar más allá de nosotros mismos, nos hicieron ver la realidad y las carencias que pueden llegar a tener otras personas, haciéndonos reflexionar en cómo, con un pequeño esfuerzo, se manifesta vida hacia todos; cómo nuestras manos son capaces de cambiarlo todo; cómo nuestros sentimientos nos unen a los demás.

Al regresar a Lisboa, donde arrancó el encuentro Magis, fue como llegar a un lugar completamente diferente, porque la primera vez —días antes— nuestra alegría era individual. Pero, al volver, se apreciaba una alegría comunitaria; todo el mundo compartía sus experiencias de los lugares a los que fueron, de las cosas que vieron y de las cosas que sintieron. Y entonces la felicidad ya no solamente abarcaba la unión, abarcaba nuestro sentir y nuestra emoción. En ese momento Dios hizo presencia en mí, y me daba alegría el simple hecho de ver a otros siendo felices.

Poco después tocó la despedida, había que asistir a la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), pero no fue un «adiós», sino un «¡hasta pronto!»; nos dieron la bendición y con ello la esperanza de hacer «un mejor futuro para todos».

La aventura en la Jornada Mundial de la Juventud

La esperada JMJ empezó. De nuevo, no entendía la cantidad de personas que éramos —millones—, pero fue una forma de gentileza el ver cómo todos estábamos impacientes por conocernos. Me di cuenta de eso la noche antes de empezar la Jornada; estaba caminando cuando una chica de Países Bajos se me acercó. En la plática me hacía ver que el hilo que nos unía iba más allá de las personas de la experiencia Magis, que éste se extendía incluso más allá de mis creencias, con una cantidad de personas de las que no tenía la capacidad de imaginar.

Después de un par de días de empezada la JMJ y de visitar varios lugares preparados para los peregrinos, llegó el anhelado día en que el papa Francisco daría una plática para todos.

Éramos tantas personas que me cuesta describir las filas enormes para llegar a la rotonda por la que iba a pasar el papa, por suerte logré estar en la primera fila. Poco tiempo después pasó Francisco, y todos nos encontrábamos gritando, cantando, llorando.

Allí comenzó lo verdaderamente importante: su plática, que fue una charla esperanzadora, en la que nos encomendó a todos «crear un mundo mejor juntos» y decirnos que la Iglesia es un lugar para todos sin importar raza, sexo o género. «¡Todos, todos todos!», dijo Francisco, y fue algo que impactó a muchos, incluyéndome.

Se notaba cómo Francisco realmente confiaba en nosotros para plantar la semilla que cambiaría el mundo, cómo nos invitaba a renovar nuestra perspectiva hacia los demás. Fue hermoso, todos nos pusimos en silencio para escuchar sus palabras, era como si él moviera el hilo que nos unía y nos enredaba los unos con los otros, haciendo de cada uno una cuerda que representaba la fe. Sus palabras daban una sensación de alivio y gentileza, de ésas que te acompañan y te devuelven a la tierra.

Después fueron días «normales», días en los que podías asistir a las actividades, pláticas, misas y otras cosas que se ofrecían por toda la ciudad; tú debías elegir a cuáles querías ir. Honestamente, esto fue, quizá, lo mejor, darnos la libertad de escoger; no estabas atado a ningún itinerario, tú mismo lo hacías. Los testimonios de los demás ayudaban a elegir. Las actividades y las misas fueron de lo mejor, muchas de las pláticas se centraban en cómo estar con la Iglesia y Dios en el mundo actual, eso le daba un aire de juventud al ambiente. Se podía sentir el cambio que está teniendo la Iglesia de Francisco y en las misas se nos decía repetidamente que éramos «el futuro» y que debíamos ser mejor de lo que fue el mundo antes. Esa invitación me hacía sentir un aire de amor, era reconocer la confianza que se nos tenía sin importar de dónde ni quiénes éramos; a todos nos unía lo mismo.

El último día la gente de la experiencia Magis nos invitó a ir, todos juntos, a la plaza y partir hacia el lugar donde sería la misa del papa. Cuando me reencontré con ellos su alegría era distinta, más profunda, iba de adentro hacia afuera; más intensa porque volvía del interior aún más fuerte de lo que era al inicio. Cantamos juntos el himno de Magis y partimos al encuentro con Francisco; fue una caminata de unos 12 kilómetros en la que avanzamos principalmente por el borde de la playa. Al caminar, veíamos a la gente de Lisboa saludándonos e incluso muchos, al vernos sudados por el calor, comenzaron a arrojarnos agua para refrescarnos y seguir nuestro camino. Al llegar, pasamos varias horas sin hacer mucho, simplemente era esperar a que llegaran los demás, pero, caída la noche, la misa comenzó y la sensación fue hermosa y profunda.

En esa misa me llegó una frase que me hizo reflexionar todo lo que había vivido en esas tres semanas: «la alegría es misionera y la misión es llevarla a otros», y me dejó con la tarea de llevar y hacer sentir la alegría de Dios; una alegría que me permitió compartirme con los demás y saber recibir la alegría del otro.

Entendí que la felicidad ahora era una cadena creada con nuestros sentimientos y que nos hacía apoyarnos los unos con todos. Una cadena que, aun en la distancia, quiero seguir compartiendo con los demás.

¿Dónde estoy caminando? ¿Con quiénes estoy? Las preguntas volvieron a mi mente. La respuesta parecía ya obvia: estoy caminando en el mundo que Dios hizo para mí y para todos; un mundo donde Él desea una alegría verdadera para todos, hecha por nosotros mismos y que, acompañado de los discípulos de Jesucristo, hacen realidad ese sueño.

Ahora sé que Dios se hace presente en la alegría y la armonía, como una nota musical que sola no puede hacer mucho, pero que al juntarse con otras logra crear una hermosa sinfonía, una sinfonía a la que me gusta llamar «futuro».


Foto de portada: Vytautas Markūnas SDB-Cathopic

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