«Al principio de todo, cuando no había nada, cuando todo era injusticia, caos y muerte, Dios pidió a una mujer que lo pariera y a un hombre que lo adoptara, para que le dieran pueblo… pueblo que le diera a Dios humanidad y mundo».
Últimamente, con el ansia de modernidad y con el pretexto de un ecumenismo mal entendido, queremos llegar a una definición o idea universal de Dios que integre el mayor número de los rasgos fundamentales comunes a todos los dioses y aceptables para todas las creencias religiosas o morales y aun científica.
Para Jesús, sin embargo, Dios no comparte muchas características de otros dioses, no es el Dios del Cielo: poderoso, eterno e inmutable; uno radicalmente trascendente, espíritu puro, dueño de todo y alcanzable por la sabiduría, las prácticas o la adoración de las religiones —ni siquiera de la suya—. Porque el Dios de Jesús no está en las alturas, está pegado a la tierra: a la humillación del pueblo, dice María en el Magnificat. Un Dios encarnado es, en el fondo, una blasfemia para las grandes religiones —y para algunos teólogos cristianos, modernos o postmodernos—, para quienes creer en una encarnación de Dios es ingenuidad.
Además, el Dios de la comunidad de Jesús resulta inaceptable para una modernidad cuyo pecado original es la destrucción sistemática de la comunión humana, de las comunidades y de sus mundos… En esos mundos, mera conglutinación de individuos-mónadas, solitarios y egoístas, Dios ya no tiene lugar.
Sin embargo, como en tiempos de Jesús, hay pueblos y mundos que todavía confían y aguardan la intervención de Dios en sus vidas. Desde, con y para ellos podemos anunciar la Buena Nueva, la experiencia de Dios que nos trae Jesús, y profetizar hoy que su Espíritu está viniendo a cambiar la faz de la tierra.
La novedad de Dios se llama Jesús (Dios salva) Emmanuel (Dios con nosotros)
Jesús es novedad y escándalo porque hace presente a un Dios que asume como propia la situación, el caminar, la vida y la esperanza de su Pueblo. Un Dios que es salvación con nosotros, en y por un pueblo pequeño y pobre. Desde su experiencia de pueblo, Jesús descubre, nos revela y comparte un Dios nuevo, que quiere pertenecer a un Pueblo Nuevo, Pueblo de todos los pueblos convocados desde los pequeños, pobres y humillados; un Dios que quiere ser papá de todos, sin distinción de personas, para que no haya exclusión alguna.
Un Dios difícilmente aceptable para la mayoría de las religiones, incluidos los cristianismos y aún la del mismo Jesús, porque no pertenece a ninguna; porque va más allá de ellas, porque precisamente saca a Dios de ese ámbito y lo ubica en la vida/comunión cotidiana de todos los pueblos. Las cosas se complican cuando san Juan nos advierte que: «A Dios nadie lo ha visto jamás; sólo el Hijo» (Jn 1, 18) y que, «sólo si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y nosotros en Él» (1 Jn 4, 12).
Jesús nos comparte, no una definición o un mensaje, sino la realidad misma de Dios, en su propia humanidad y comunitariedad. Podemos decir que, en la vida, la persona y la comunidad de ese hombre vemos la vida, la realidad y la trinidad de Dios.
Dios es como ese Jesús, hombre del pueblo
Gracias a una catequesis dogmática, solemos pensar que Jesús ya nace hecho hombre/hijo de Dios. Como todos nosotros, Jesús es traído al mundo acogido en un pueblo y, así, hecho hombre. Es configurado y reconfigurado, humanizado por esa su comunidad humana. María lo asume y lo gesta por amor a su pueblo; José le da pueblo; Juan y los discípulos le comparten su búsqueda de justicia y libertad.
Belén, la primera comunidad de Jesús, su aldea y sus coaldeanos, hacen posible la encarnación de Dios; no por su grandeza y poder, sino por ser el más pequeño de los pueblos de Judá (Miq 5 y 2 Mt 2, 6), Pueblo de los humillados, rechazados, excluidos, que casi es nada, gesta y hace nacer a Dios cuando se reúne en torno al recién nacido. De alguna manera, podemos decir que, en Jesús, el pueblo da humanidad, comunidad y mundo a Dios y lo hace suyo. Hombre de su pueblo, Y, por ello, Jesús pondrá la vida de su pueblo antes que a Dios y nos revela que Dios hace lo mismo.
Dios es como ese Jesús hombre para el pueblo
Jesús concibe como su proyecto, su encargo/misión, el convocar una comunidad/Pueblo de pueblos, que integre a todos, comenzando por aquellos a quienes se niega la pertenencia y la participación, la misma humanidad: despojados y descartados —pastores, viudas y prostituidas, paganos, enemigos y hasta explotadores—. Llama a esos «no humanos» que se acogen a su Buena Noticia de una nueva comunidad, para que el sentido de su vida sea constituir un pueblo que se comparta y comparta el mundo en el Amor, sin límites, exclusiones o distinción de personas.
Jesús crea, convoca un Pueblo de la nada: una nada política, una nada monetaria, una nada religiosa… una nada de poder; un Pueblo creador de pueblos también de la nada, como Dios. Para que se manifieste la locura y el escándalo del no poder del amor.
Él se entregó por nosotros para redimirnos de todo pecado y purificarnos, a fin de convertirnos en pueblo suyo, fervorosamente entregado a practicar el bien. Al manifestarse la bondad de Dios, nuestro salvador, y su amor a los hombres, él nos salvó, no porque nosotros hubiéramos hecho algo digno de merecerlo, sino por su misericordia (Cfr. Ti 2, 11-14 y 3, 4-7).
Jesús recreando la comunidad/pueblo es presencia, encarnación y comunicación de la realidad misma de Dios. Como él, Dios se constituye irrevocablemente en Dios con y para ese su Pueblo nuevo. Ese Pueblo es el amor de Jesús. Por ser de y para el Pueblo, Jesús es constituido Hijo amado, poseedor y comunicador del Espíritu/amor/Dios que congrega la comunidad.
El relato del bautismo de Jesús entre los pecadores (Lc 3, 22 y Jn 1, 32) nos presenta a Jesús recibiendo/asumiendo la paternidad de Dios y al Espíritu Santo en medio del pueblo sometido al pecado. Este texto se suele interpretar como el inicio de la vida pública de Jesús, o como carta de presentación/consagración; como un hecho puntual, maravilloso, una teofanía experimentada por Jesús, para su provecho espiritual personal. En realidad, es, más bien, la recopilación simbólica de esas experiencias de pueblo, de sí mismo y de Dios que llevaron a Jesús, a lo largo de su existencia, a un cambio radical de su proyecto y sentido de vida, de su misma persona, para vivir una experiencia y relación filial con Dios como Papá, que también compartirá con su gente.
La recepción del Espíritu de Dios y el nombre/poder de Hijo amado constituyen a Jesús como presencia concreta humana/mundana de Dios. Dios asume como suya esa humanidad, no sólo su cuerpo y alma, sino su acción, su forma de comprender la realidad, su misericordia ante ella… la totalidad de su historia y su vida, su relación con el pueblo.
Jesús recibe el Espíritu de Dios como don del Pueblo
No se trata de una mera experiencia espiritual e íntima de Dios. Se trata de «otro» Espíritu, de un Espíritu que baja sobre Jesús y crea una nueva comprensión de lo que es ser Pueblo de Dios, que lo consagra como Hijo y como portador de Dios. Que lo transforma radicalmente; un Espíritu de solidaridad/comunidad que lo hace ser Dios con nosotros, en, desde y para su pueblo. Jesús recibe un Espíritu que es Dios en la comunidad, no en el Cielo; el Espíritu del pueblo de los pobres de Yahvé, de libertad, de Tierra prometida… Espíritu/amor que convoca y congrega, más allá de todas las diferencias, que rebasa constantemente los límites de las religiones y las etnias/nacionalidades.
Es la reformulación radical de la relación, experiencia e imagen del Dios del pueblo; revelación de dónde y cómo se realiza el encuentro con Dios y de qué Dios se encuentra; porque no es el mismo Dios el que encontramos en la Ley y el Templo —en las religiones y sus doctrinas o prácticas, incluso en nuestra oración individual—, que el que encontramos cuando nos acercamos, sentimos profundamente y atendemos amorosamente las situaciones de dolor, de discriminación, de injusticia o muerte, y acogemos la esperanza y confianza de los pobres de Yahvé.
Por eso, Jesús tiene un Espíritu que le viene de compartirse con su pueblo, de haber visto, escuchado, vivido su situación y su confianza. Muy concretamente, es el pueblo pequeño, lleno del Espíritu Santo, el que se lo va dando a Jesús: María con su sí; Isabel con su bendición profética; los pastores, los reyes paganos, Simeón y Ana, y luego Juan el Bautista, los discípulos y mujeres que lo acompañaron, y todos aquellos que confiaron en él y que, como la mujer sirofenicia (Mc 7, 6), lo llevaron a experimentar la universalidad del amor del Padre.
Ser Hijo de Dios no es tener poderes divinos, es hacer, encarnar el amor del Padre
Jesús no es el Hijo amado presencia/Encarnación individual de Dios, por tener una doble naturaleza. Es Hijo porque hace lo que el Padre hace, porque escucha y responde al clamor del pueblo, comparte su situación y camina a su lado para acompañar su esperanza de vida, de libertad, de inclusión y de participación en los bienes de este mundo; Jesús es constituido Hijo amado en cuanto hombre de y para su comunidad/pueblo, porque lo ama como el Padre, porque le confiere su mismo Espíritu/amor que lo congrega y lleva a compartir todo Jesús no es Hijo único por sí y para sí mismo. Las primeras comunidades descubrieron que nos compartió esa filiación, nos reveló y nos regaló un Dios papá y lo hizo nuestro.
Nuestro Dios/nuestro Pueblo
Un Dios nuevo que nos regala
pueblos, pueblos que nos
regalan Dios
Dios es Padre de Jesús confiándole lo que más ama: su Pueblo. Como Dios, Jesús nos hereda y regala lo que más ama, su comunidad. Un acto salvífico último y fundamental, gesto de amor, de comunión. Y, en esa misma comunidad, que Jesús nos hereda en la última cena, nos regala a Dios. Así nos constituye en pueblo cocreador y cosalvador, Pueblo de todos los pueblos, comunidad que funda un mundo compartido y compartible, que anuncia e inicia el advenimiento permanente del Reino de Dios. Es lo que heredaron, como Espíritu Santo, Pedro y los discípulos en Pentecostés, Pablo y tantos cuidadores de pueblos y tierras, cristianos, explícitos o no, a lo largo de la historia.
El Pueblo presencia/acción salvífica, mundana de Dios
Jesús hace de la comunidad/pueblo la encarnación del Espíritu/amor de Dios Padre y, como tal, creadora y salvadora. El amor/Espíritu/Dios es el que hace que haya pueblo en Dios y que haya Dios en el pueblo.
Más allá del cuidado y acompañamiento, Dios se hace salvación en y por su Pueblo. La comunidad como portadora/donadora del Espíritu es palabra de Dios, Buena Nueva, profecía/promesa, lugar de confianza y esperanza; encargada de cultivar y compartir, de crear y gozar mundos nuevos, humanos «humanizadores». Esa comunidad en el Espíritu es constituida, como Jesús, en portadora de la Salvación/Creación/amor/poder de Dios, de su misma realidad, una comunidad/presencia de ese Dios que es papá confiándonos a su Pueblo. Y si la salvación de Dios es regalarnos su Pueblo, la nuestra es acogernos a ese Pueblo, compartirnos y correr el riesgo de ponernos en manos de los demás, como Jesús y Dios, que comparten nuestra debilidad y sufrimiento, se ponen en manos de esa pequeña comunidad humana creyente.
El Pueblo de Jesús, delicia
y recreación de Dios
Jesús encuentra y hace presente entre los pequeños al Dios «cuyo gozo y gloria es estar entre los hombres, jugando con la Creación» (Pr 8, 22-31). El Pueblo es delicia/gloria de Jesús y su Dios. El culto y la Ley ya no son el acceso a Dios, las alabanzas y sacrificios no son de su gusto… Su gozo y su gloria consisten en que sus Pueblos sean realmente Pueblos: que vivan, que se cuiden y compartan unos a otros, cuidando y disfrutando por igual los bienes de este mundo.
Ese Pueblo es la fiesta que recrea a Dios Padre; y Dios Espíritu es la fiesta que recrea al Pueblo. Por eso Jesús promete e inicia un banquete/Reino de Dios en donde los frutos de la tierra rebasan las necesidades del pueblo, porque son compartidos. Jesús crea otro mundo y revela otro Dios, compartiendo su pan y su vino. Dios no tiene nada mejor que ofrecernos que el compartirnos.
Amor de Dios
El Pueblo es lo que Dios ama, y es el amor con que Dios ama; es el destinatario de la paternidad de Dios, pero también, como Jesús, es portador y donador del Espíritu/amor de Dios. Siguiendo a san Juan podríamos decir, un Pueblo Nuevo que Dios/amor constituye en él mismo.
El Pueblo es el amor de Dios, lo que Dios ama (como padre, como esposo), y donde se da, actúa ese Espíritu del Dios papá que no tiene más poder, ni más querer, ni más intervenciones que la vida/comunión de su pueblo. Dios que, como Jesús, ama y cuida a su pueblo hasta entregarle su vida.
Jesús hace que Dios sea de nosotros/pueblos, nos comparte a su Dios papá como nuestro.
El proyecto de un Dios nuevo
Humanizarse/encarnarse en Jesús,
en sus comunidades y mundos
Ser todo Él en todo lo creado
Podemos decir, parafraseando el prólogo de Juan, que, en el principio, al inicio de todo, estaban Jesús y su Pueblo… estaban en Dios como proyecto de Dios para sí mismo. Podemos añadir, también, que el Dios de Jesús no sólo se goza, sino que se recrea en la Creación. Se hace, como decían los antiguos teólogos, Deus ad extra Dios, poniéndose a sí mismo fuera de Dios.
En María y con José, símbolos del Pueblo, Dios se recrea a sí mismo como humanidad y comunidad, y así hace del Pueblo presencia, carne de Dios/Espíritu/amor. Desde Jesús, Dios sólo es Dios encarnado en sus/nuestros pueblos y mundos, salvándolos. Jesús mismo es Buena Nueva, presencia, acción/amor, realidad de un Dios que es Dios haciendo una alianza incondicional e inquebrantable con su Pueblo, porque se ha hecho pueblo y mundo en Jesús. No sólo es Dios con un pueblo, sino Dios que se hace pueblo por, con y en su Pueblo. Comunicando su Espíritu, Dios se pone a sí mismo en el pueblo; lo hace suyo en una alianza definitiva y se hace pueblo con él, tanto que no se puede echar para atrás. Como Jesús, Dios no reniega de ese pueblo, no lo cambia por otro, a pesar de sus traiciones… es sí y ya no puede ser no, como apunta Pablo.
Podemos decir que el Pueblo Nuevo, su Creación y su recreación es, desde el inicio hasta el final de los tiempos, el proyecto de Dios para sí mismo.
La novedad del Dios de Jesús
es ser comunidad
La novedad fundamental, confianza y esperanza del cristiano, es que en Jesús y su comunidad Dios se ha recreado, hecho pueblo y tierra, humanidad y mundo, y que lo ha hecho poniéndose en comunión/comunidad con nosotros en/por/como Amor, constituyéndonos así en el Pueblo de Dios, que Él acoge y al que Él se acoge. Dios es para siempre Emmanuel: Dios con nosotros, su Pueblo.
El Dios de Jesús consiste en compartirse con nosotros y ser el amor en que nos compartimos. Dios ya sólo puede ser Dios siendo de/en la comunidad/comunión. El Dios de Jesús es comunidad no primariamente por ser Trinidad; Dios es Trinidad porque lo suyo es ponerse en comunión y solo lo conocemos verdaderamente cuando reconocemos lo primario, lo que los teólogos llamaron la Trinidad económica: hecho Padre nuestro y dándonos su misma vida, hecho Hijo/hermano/Dios con nosotros, hecho Espíritu de amor en quien se constituyen las comunidades humanas, acogidas en la comunidad de las criaturas y acogiéndolas en su comunión. Sólo en el Hijo y en la comunidad sabemos que Dios es Trinidad porque se comparte en/con Jesús, en/con su Pueblo, en/con su mundo. Dios es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en y para su Pueblo. Todo Dios cabe y se encarna en la comunidad.
El Pueblo/mundo como Reino de Dios
Es en Jesús y su Pueblo, en lo que consiste, concretamente y ya desde este mundo, el Reino de Dios/amor, del Dios pueblo, Dios hijo/hermano, Dios mundo bueno y compartido. En Jesús y su pueblo, en la comunidad/comunión del Espíritu, comienza la plenitud escatológica que consiste, según Pablo, en que Dios sea todo en todo (1 Cor 28 cfr. 15-34). El Reino consiste en que Dios se está y nos está poniendo en común en comunidad/comunión con la humanidad y con toda la creación. Dios todo en todo. A manera de conclusión, presento una cita de mi libro Y dijo Jesús: hagamos un pueblo: «Entonces habrá comunidad/salvación y tierra/agua/cielo… para los no Pueblo, los no hermanos, los “no humanos”… para todos los hijos de Dios».