Iglesia sinodal: escuchar para aceptar y amar

Las primeras palabras que menciona el papa en el llamado «Nota de acompañamiento del Santo Padre Francisco» son: «En los diversos momentos del camino del Sínodo que inicié en octubre de 2021 hemos estado a la escucha de lo que el Espíritu Santo dice a las Iglesias en este tiempo». «Escuchar» ha sido una palabra clave en todo este proceso de tres años que ha durado la asamblea sinodal. Pero escuchar al Espíritu Santo implica dos escuchas previas que han de ser valoradas para poder realmente escuchar con los «oídos apropiados»: la escucha de mí mismo y la escucha de los otros.

Primer sujeto de escucha: yo mismo. La necesaria aceptación

Como seres humanos dialogamos cotidianamente con los demás. Lo hacemos en la familia, el trabajo, la vecindad y en las conversaciones que realizamos en la ciudad o en el campo. En este intercambio vamos con lo que somos: gustos, conocimientos, experiencias, intereses, búsquedas, deseos, etcétera. De todo ello, hay algo que desempeña un papel muy importante: mi aceptación personal. Si ella es suficientemente buena, el intercambio será espontáneo, fresco, alegre, empático, fluido. Si nuestra aceptación tiene «abolladuras», nuestros diálogos pueden tener ciertas complicaciones: actitud defensiva (porque me siento agredido); agresividad (porque el otro, consciente o inconscientemente, es una amenaza para mí); reservas (no me siento seguro porque el otro, a mi parecer, «es mejor que yo»); desacuerdos (porque el otro no piensa como yo) o conflictos directos, que pueden terminar en ruptura del diálogo e incluso de la relación. El diálogo no fluye y es probable que se interrumpa, y somos expertos para continuar nuestro camino por otro lado con pretextos que sacamos «de la chistera».

Se dice en el diálogo interreligioso que, para poder dialogar con otras tradiciones, se requiere haberse apropiado personalmente —y de manera adecuada y profunda— de la propia tradición religiosa, conocer sus riquezas, aportes e historia. Pero es igualmente necesario —y esto es fundamental— que cualquier creyente que va a dialogar con otro (a menudo, muy diferente) sea consciente de los límites y el pecado de las concreciones históricas de su propia tradición, así como de preguntas que permanecen abiertas y de las búsquedas que realiza su tradición para adaptarse a los nuevos tiempos en los que corre.

Por ello, cualquier creyente que va a entrar en un proceso de escucha y de diálogo con otro requiere tener su aceptación personal medianamente acomodada para que pueda de verdad escucharlo y no sentirse amenazado —con frecuencia, de manera inconsciente— por lo que el otro nos va a comunicar. Lo que los otros dicen —y nos dicen— genera un «eco» en nuestro interior, inevitable, que pone en marcha nuestra memoria, nuestra inteligencia y conocimientos, nuestros afectos (¡incluso nuestro cuerpo!). Sin una debida integración personal (obvio: no tiene que ser perfecta, y nunca lo es), la escucha y el diálogo son por lo menos entorpecidos por nuestras carencias en la aceptación personal y pueden contaminar o complicar el diálogo que se establece en las asambleas eclesiales o en el intercambio interreligioso.

Segundo sujeto de escucha: la asamblea eclesial. La constante diversidad

Cuando nos asomamos a la manera en que se fue constituyendo la Iglesia primitiva podemos constatar que no teníamos en el principio «una» Iglesia, sino muchas. Diríamos, en otras palabras, que «en el principio existía la diversidad». Aunque ciertamente el núcleo del cual partieron estas Iglesias diferentes fuera el grupo de los doce apóstoles (y no sólo ellos, sino también los discípulos que acompañaron a Jesús y que constituían un grupo más amplio que los Doce), la expansión de la Iglesia en el mundo grecorromano antiguo fue «centrífuga» (expresión que viene de la física y que implica una dinámica de un elemento que «se fuga» del centro hacia afuera), muy al contrario de la imagen judía de que la salvación se daría en Jerusalén, simulando una dinámica «centrípeta» (expresión que surge también de la física, y que representa un movimiento de un elemento hacia el centro de otra realidad, como la tierra atrae a los objetos hacia el centro de sí misma por la fuerza de gravedad). Este movimiento centrífugo de la difusión de la Buena Nueva está plasmado en el evangelio de Mateo, de manera diáfana, en boca de Jesús («Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos se hagan mis discípulos», Mt 28, 19). Aunque este mandato esté expresado de esta manera cristalina hacia los años 80–90 (años en los que se sitúa la escritura del evangelio mateano), las comunidades ya estaban en esa inercia expansiva después del apedreamiento de Esteban (Hech 7, 57–60). Sin tener todavía los evangelios en la mano, y sólo instruidos por la tradición verbal del testimonio de los Apóstoles y la fuente Logia (dichos de Jesús que muy probablemente sirvieron de base para la elaboración de los evangelios sinópticos), los miembros de las futuras comunidades se dispersaron desde muy temprano en el mundo antiguo y anunciaron a Jesucristo. La concreción histórica de estas comunidades fue muy distinta. Ciertamente, conservaban cosas en común (la fe en Jesucristo, un bautismo, dichos y relatos de la vida de Jesús, la importancia del mandamiento del amor). Pero la manera en que se constituyeron las comunidades fue muy diversa, según sus realidades personales y su contexto histórico. No es gratuito que, en estos primeros tiempos, encontramos muy diversas maneras de entender a la Iglesia (cuerpo de Cristo, nuevo pueblo de Dios, arca de Noé, Mysterium lunae —misterio de la luna, que sólo refleja el sol—, templo del Espíritu, casta meretrix —santa y prostituta, para referirse a una comunidad santa y pecadora—, pequeña grey que está llamada a constituir un ser distinto [del mundo], barca de Pedro, etcétera).

Foto: © synod.va/Lagarica

En este contexto, se veía necesaria la existencia de una instancia mediadora y creadora de unidad. La Iglesia de Roma, y en particular el papa, surgió como ese medio humano —y, con el tiempo, institucional— que garantizaba la unidad en medio de la diversidad. ¿Fue la Iglesia «una» en algún momento de su historia? Digamos que «probó» la unidad, y uno de los signos históricos que simbolizan esta unidad fue el llamado Concilio de Jerusalén, donde las diferentes posturas eclesiales (representadas por Pedro, Santiago y Pablo) llegaron a una conciliación y aceptaron distintos modos de ser Iglesia en una unidad fundamental. No es éste el espacio para distinciones más finas, pero en este concilio se asumieron tres modos básicos de ser Iglesia (los judeocristianos de Jerusalén, los judeocristianos de la diáspora y los paganocristianos del mundo grecorromano), dentro de una raíz de fe fundante que compartían todas estas comunidades eclesiales.

La diversidad ha existido desde el inicio de la Iglesia y existirá siempre. Por ello es necesaria la mediación de agentes particulares dentro de éstas (papa, obispos, presbíteros) para respetar, armonizar, moderar y potenciar las diversidades, de modo que contribuyan a la unidad no sólo eclesial, sino de la humanidad entera. ¿Es una realidad esta unidad? No. Es como el Reino de Dios: no lo veremos totalmente en este mundo, pero podemos tener probadas de éste. Así sucede con la unidad.

Tercer sujeto de escucha: el Espíritu. Promesa de presencia permanente

Ya hemos de suponer que el Espíritu no es el último sujeto al que hay que escuchar. Las dos escuchas anteriores no se pueden realizar sin contar con la asistencia del Espíritu a lo largo de ambos procesos. En realidad, los dos procesos anteriores se dan simultáneamente: es difícil separar el mundo de las personas del mundo de las comunidades en las que están insertas.

«No podemos imaginar la participación de las personas llamadas al proceso sinodal sin que, de algún modo, hayan sido asistidas por el Espíritu».

No podemos imaginar la participación de las personas llamadas al proceso sinodal sin que, de algún modo, hayan sido asistidas por el Espíritu. En primer lugar, la aceptación personal plena se logra cuando experimentamos el amor desbordante de Dios en nuestra vida. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rm 8, 31). Si hemos experimentado ese amor incondicional, gratuito, y que Jesús murió por nosotros «cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5, 8), ¿necesitamos algo más para saber que somos seres dignos, simplemente por ser hijos/as de Dios? El amor generoso, incondicional, pleno de Dios hacia cada uno de nosotros es el que funda, en lo más hondo, el que nosotros nos podamos aceptar a nosotros mismos. Es cierto que la psicología ayuda cuando nos dice: «es necesario que te aceptes a ti mismo, que te ames a ti mismo» para poder aceptar y amar a otros. Pero no es suficiente: es el Otro, el que nos creó, el que nos funda, con su amor. Él es el que nos da la base esencial de nuestra existencia.

Ese amor fundante que nos ayuda a aceptarnos, y sirve de pivote para nuestra relación con los demás, también nos proporciona una mayor libertad para ser nosotros mismos (con virtudes y limitaciones), «dejar ser» a los demás, «dejar pensar» de manera distinta a la nuestra y «dejar errar» a los otros, que son tan limitados y contingentes como yo.

Es el Espíritu el que facilita las tareas anteriores. Como bien sabemos, ni la tarea de la aceptación personal ni el reto de la aceptación del otro (con todas las complejidades que entran en juego a la hora del diálogo) son asuntos terminados. Por ello es muy fácil que el diálogo tenga vaivenes, atorones, estancamientos. A esto hay que agregarle que la realidad, en sí misma, presenta los desafíos de la incertidumbre, de su dinamismo intrínseco, de su apertura esencial.

Como vemos, todo surge de la acción del Espíritu en cada persona, se extiende a mis relaciones y se concreta en el diálogo hacia objetivos comunes. El Espíritu está siempre ahí, inspirando, acompañando, amando. Es fuente de aceptación, de diálogo, de creatividad, de conciliación. Sin él, estamos perdidos. 

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