Salvo mi corazón, todo está bien, cuenta la historia de Luis Córdoba, un sacerdote colombiano con un problema que lo pone al borde de la muerte: tiene muy grande el corazón y muy poca F.E. Esto no es un juicio moral, es una descripción fisiológica de la enfermedad que amenaza su vida y que lo lleva a mudar radicalmente su día a día, todo mientras espera la llegada de un transplante de corazón que le salve la vida. Su historia nos enseña a habitar la espera, a dejarnos transformar por ella y a vivir, mientras tanto, desde las pasiones que mueven nuestro corazón.
En el libro, la historia del Gordo —como le dicen de cariño— es narrada por Aurelio Sánchez, compañero de congregación con quien Luis ha compartido no sólo hogar sino sueños, deseos, pasiones y desencuentros. Viven su ministerio en una Medellín que era catalogada como la ciudad más violenta del mundo. Son parte de una Iglesia que está en plena primavera post Vaticano II. El Gordo vive su vocación sacerdotal no tanto desde el púlpito, sino desde las salas de cine y de ópera, desde ahí realiza el diálogo entre la fe y la cultura al que el Concilio impulsó; es generoso, comprometido, a veces un poco egoísta y con un pensamiento de avanzada.

Foto: Cathopic
Aurelio es un sacerdote profundamente humano, con luces y sombras y con una gran capacidad de amar. Ambos son unos curas buenos, bondadosos y entregados.
En la novela vemos cómo nuestro protagonista es empujado a vivir en una espera radical. Padece una «cardiopatía dilatada», es decir, un crecimiento anormal del corazón, que le impide bombear la sangre suficiente para que todo su cuerpo pueda funcionar —capacidad cuya medida es la F.E., Fracción de Eyección—. Que Luis tenga un corazón muy grande y poca F.E. no solamente afecta su salud, este estado liminal entre la vida y la muerte lo lleva a mirar su historia con una nuevos ojos y a soñar con un futuro distinto.
En el libro se narran las preguntas de fe que se despiertan no sólo en Luis, sino en todas las personas que lo rodean. Sin ser un libro religioso o catequético, deja muy claro cómo la espera cuestiona el presente, reaviva discusiones que no tienen una solución simple y deja al descubierto las intenciones del corazón. Como lectores, nos vemos inmersos en los diálogos espirituales sobre el compromiso social y la fe cristiana, los conflictos con la autoridad eclesiástica, el sentido de la vida, el papel de la fe en la sociedad actual o el estatus de verdad de la teología.
Más que conclusiones, en sus páginas encontramos provocaciones para ir a lo profundo, a buscar en nuestra propia experiencia palabras para dar razón de nuestra esperanza.
El corazón patológicamente grande del Gordo revela también crisis vocacionales en él y en quienes lo rodean. Si bien en el centro está su espera, en la que un nuevo corazón se antoja como una oportunidad de recomenzar, a su alrededor miramos otras personas que también desean amar más intensamente y aprovechar al máximo la vida. También nosotros, conforme avanza la lectura, vamos reconociendo también nuestros propios desesperos y los deseos que nos mueven en lo profundo a vivir. La fragilidad y la muerte que acecha a cada paso llevan a mirar la vida como un regalo, por lo que «el único pecado que se puede cometer es el de no recibir y honrar ese regalo», en palabras del propio Córdoba.
Ésta es una historia para religiosos, médicos, descreídos, cinéfilos, amantes de la vida, enfermos, sanados, y para todas aquellas personas que se toman la vida en serio. Su autor, Héctor Abad Faciolince, la escribió después de pasar por una espera similar. Si bien se inspira en personajes y hechos reales, su relato no busca ser una crónica periodística. A partir de la vida de un cura bueno nos sitúa en el lugar de la espera para que miremos la vida desde esa inminencia. En un mundo que parece también enfermo del corazón, la historia del Gordo quiere lanzar un poco de esperanza, aun cuando no parece haber tantos motivos para ello.
La espera de Córdoba nos impele como cristianos, no tanto por su vocación religiosa, sino por su espera esperanzada. Como seguidores y seguidoras de Jesús sabemos que la vida no se agota en el aquí y ahora. Vivimos esperando la plenitud del Reino que con Jesús nos fue aproximado. Preparamos nuestro corazón para recibirlo, nos abrimos a su dinamismo amoroso para manifestarlo y confiamos en que la muerte no tiene la última palabra. Los dolores y malestares de nuestro tiempo son una oportunidad para habitar la espera y para dejarnos transformar por ella. Salvo mi corazón, todo está bien nos lleva a esperar sin ingenuidad y con esperanza, sabiendo que el llevamos un tesoro en vasijas, o más bien, en corazones de barro.






