Fábula con Dios al fondo: A dos barajas (II)

En la siguiente fábula el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola: ocupar el papel de alguno de los personajes para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, hay que considerar que, por ser aplicación de la imaginación, son fábulas incompletas que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como quien contempla en el silencio se percibe envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

Jesús era diferente…

Entró en mi hogar. Yo le ofrecí un gran banquete. Poco antes, mientras yo trabajaba en mi negocio de impuestos, Él me había dicho, había ordenado: «Sígueme».

¿Seguirlo? ¿A dónde? ¿Por qué? Por eso lo invité. Había que conocerlo. ¿Quién era aquel aldeano pobre que, según murmuraban algunos, hacia curaciones extraordinarias, predicaba al aire libre y se hacía acompañar de discípulos?

Recuerdo que, cuando estábamos a la mesa, había allí un gran número de publicanos, como yo. Me sentía a gusto, entre amigos. Ya saben ustedes que ser cobrador de impuestos no es un oficio muy popular que digamos. Muchos te ven con recelo, con envidia o con resentimiento; evitan estar contigo o con los de tu clase, te rehuyen, porque representas la fuerza del negocio o el poder del sector público. La verdad, a mí me extrañó que Jesús aceptara quedarse con nosotros.

Todo marchaba bien. Jesús conversaba y reía con todos nosotros, compartía los platillos de mi casa. Hasta que un grupito de fariseos y sus escribas les echaron en cara, a algunos de ustedes, por qué comían y bebían con publicanos y pecadores. En ese instante Jesús intervino en seco, sin lugar a treguas, y dijo que eran los enfermos quienes necesitaban al médico. Después añadió algo que me sacudió la vida: «No he venido a llamar a conversión a los justos, sino a los pecadores».

Entonces comencé a entender. Jesús no negaba que nosotros fuérmos pecadores. Lo que rechazaba era la discriminación y la altanería, la ceguera de quienes se creían sanos y buenos, de los que temían mancharse si compartían nuestra mesa. Jesús cerraba todas las puertas de escape: sólo Dios es bueno, y únicamente Él es el médico. No había, pues, castas de buenos y malos, sino una sola humanidad reunida en el mismo comedor.

 A nosotros, es cierto, nos defendía de la arrogancia espiritual de los fariseos y de sus secuaces; pero a todos nos llamaba a la conversión. Su invitación al cambio incluía también a quienes nos agredían. Jesús iniciaba su rescate como se salva a las víctimas de un naufragio: haciendo que arrojáramos por la borda el sobrepeso de todos los egoísmos.

Jesús habló con una claridad tajante

Nadie remienda un vestido viejo con un parche nuevo, o guarda el vino nuevo en odres añejos; porque el vestido se rasgaría y se echaría a perder, porque el vino terminaría derramándose inútilmente. Sólo un hombre renovado podría acoger el Reino.

Convertirse era girar en el corazón, cambiar de alma, dirigirla en otra dirección. No se trataba de hacer mejor tales o cuales cosas, de parchar un poco, de hacer el bien sin arriesgar nada. Jesús estaba pidiendo una gran apuesta irrenunciable: o se opta por el Reino de Dios o contra Él; o se juega a favor de Dios y del hermano o se juega a salirme con la mía; o se es sal de la tierra o se es freno a la acción del amor.

Porque «no se puede servir a dos señores», no hay posturas medias, no hay opciones evasivas, no se puede encender una vela a Dios y otra a las riquezas, no se puede conformar uno con amar un poco. Hay que apostarlo todo. Luego de apostado, se mantendrá mejor o peor esa apuesta; pero con la conciencia de que no se vale hacer trampa, engañar o engañarse, porque no se vale jugar a dos barajas.

Al terminar de hablar Jesús, casi todos los que estaban ahí se escandalizaron. Era la misma vieja tentación de siempre: aceptamos a Dios a condición de que se mantenga lejos. Estamos incluso dispuestos a amarle; pero siempre que no intervenga demasiado en nuestra vida, siempre que nos permita jugar al mismo tiempo al juego de Dios y al de nuestras ambiciones, siempre que no afecte nuestra comodidad y nos invite a salir de nuestra seguridad y de nuestro queridísimo yo, siempre —también— que respete eso que llamamos nuestra libertad y que con frecuencia no es otra cosa que nuestro propio endiosiamiento.

Lo rechazaban. Yo presentí que posiblemente el gran drama de la vida de Jesús sería el rechazo de todos. Lo rechazarían los violentos, porque lo considerarían tibio e ineficaz; lo rechazarían los sacerdotes, porque presentaba a un Dios que no se contenta con el apego a la letra de la ley; lo rechazarían los ricos, porque estarían convencidos de que el desapego a las riquezas debería demostrarse, a lo más, conformándose con lo que ya tienen o regalando lo que ya no usan, lo que ya no sirve, o lo que ya les sobra.

Llegué a pensar que toda la vida de Jesús lo encaminaba a la muerte, porque pedía demasiado: buscaba que lo diéramos todo por Dios y por el hermano sin contemplaciones. Le costaría carísimo curar a los enfermos sin aplicar anestesia, enseñar a amar, rescatar a los que somos pecadores…

Jesús, entonces, me miró como animándome, como si estuviera eligiéndome otra vez. Él jugaba limpio. Él rechazó de los fariseos y de los comensales adinerados me anunciaba lo que podría ser mi vida con Él. Pero yo sentí que Él había venido a multiplicarnos la vida: a darnos la libertad de los hijos de Dios y un corazón fraternal.

Y es que Jesús era pobre, porque se había despojado de todo para vivir para todos, mostrando con su vida que el único fruto con jugo es el de amar hasta el extremo. Y si competía era para ocupar el último lugar: había venido a servir y a entregarse sin medida por amor. ¿Qué corazón enamorado no entendería esto?

Por eso, quien se decidiera a seguir a Jesús, en cualquier camino de la vida, tendría que vivir con las manos vacías: sin preguntarse qué era lo que en justicia debía dar, sino cuánto era lo que el amor le permitía retener ante los que estaban desnudos, hambrientos, solos, afligidos, necesitados de lo que uno podía ofrecer. Y es que al pobre no hay que rescatarlo porque sea santo, o justo, o intachable, sino porque es pobre. Su miseria ya es un grito que reclama la presencia del amor. Porque al pobre se le ama quitándole la injusticia de sus carencias; porque al rico se le ama salvándole de su afán de coleccionar o retener riquezas.

Y ese amor se había sentado a mi mesa… Los fariseos me habían llamado pecador. Con toda razón. Pero el único que podía haberme juzgado así con toda verdad, había platicado y reído conmigo, había compartido mi pan, que era su pan de ese día, y me había llamado «amigo mío». ¿Cómo no seguirlo? ¿Cómo no acompañarlo restaurándole al trabajo su verdadero sentido?: el de colaborar, ladrillo a ladrillo, en la construcción de la gran catedral del amor.

El llamado de Jesús era, pues, una invitación al gozo: en la tierra habrá felicidad cuando se ame con las manos libres, con el corazón abierto. Por eso Jesús es la Buena Noticia, por eso también por todas sus palabras, y en toda su vida, corre un vino de entusiasmo, una alegría contagiosa como la que muchos, ojalá y me equivoque, no conocerán jamás.


Imagen de portada: Depositphotos

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