Enfronterados, testimonios de fe y justicia. Capítulo IV: Esperanza

3. A.M. Suena la alarma

Esperanza abre los ojos por dictado del deber. Agradece el nuevo día, ora, al tiempo de darse cuenta que su jornada de fatigas ha iniciado. —Voy a montar las arepas y el almuerzo de una vez —dice, mientras contempla el sueño de sus tres hijos: Pedro, Santiago y Juan, dejando clara la raíz cristiana que orienta sus días.

Monta el café, apenas abre una rendija de la ventana que da a la calle. Observa el barrio, constelado por el rosario de bombillos encendidos en las casas de quienes tienen por fe la lucha que el trabajo duro impone, obligando madrugar, o más bien dormir poco. Todo es silencio, aroma de café recién colado y aceptación; una palabra que por momentos pesa sobre los hombros y desdibuja la mirada.

—Me voy vistiendo mientras preparo los uniformes de los muchachos, sirvo el desayuno, armo las viandas del almuerzo y preparo los morrales para bajar a la escuela e irme a trabajar —sostiene Esperanza en las acciones matutinas que van recreando el universo de cargas que significa ser madre soltera, vivir en un espacio significativamente reducido dentro de un sector popular capitalino y sortear el día limpiando baños de centros comerciales para mantener a sus hijos.

6. A.M. Desayunan

Ordenan la casa, toman los bolsos, cierran la ventana, todo queda en su santo lugar, como el ritual que da la certeza de pertenecer, de ser ahí y sentirse vivo. Oran, Esperanza los encomienda a sus ángeles y salen, calle abajo, cada uno al particular destino que bajo el sol los aguarda con nuevos desafíos. —Bendición, mamá —dicen a coro los tres hermanos de 8, 10 y 12 años, al tiempo de ser abrazados por su madre, como el único gesto predecible en medio de una realidad que no respeta las certezas.

Al bajar la calle van sonriendo, la pobreza no les roba la alegría de vivir. Sonríen, saludan, en la posibilidad de tentar al destino por medio del buen ánimo, aunque la suela de los zapatos ya esté gastada y no por eso sean resentidos con el mundo ni resignados ante las carencias. Van con esperanza, la madre y el sentimiento bien adentro, como un rito contra la adversidad y una estatura ética que los eleva por encima de las circunstancias.

Llegan al colegio, Esperanza los despide y entran. Ella sigue a la fila del bus que la llevará al primer trabajo del día. Esperando, le llama la atención un hombre que va de cara en cara pidiendo algo que comer, en evidente situación de calle. Ella se acerca y le da una arepa, la religiosa arepa que se lleva cada mañana por si el hambre sale a su paso en forma de prójimo.

Aborda el bus, logra sentarse. Va silenciosa, atenta al entorno, no por alguna situación de alerta, sino abierta al milagro que el día ofrece en la mirada del otro. —Disculpe, ¿me permite pasar para sentarme? —le pide una joven; ella abre paso y se sienta. El bus avanza paciente en sus desperfectos y calles colmadas de olvido. De pronto, la joven sentada al lado de Esperanza le pregunta.

—Perdone, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Claro, dígame.
—Me da algo de pena, pero necesito hablar con alguien.
—Tranquila, te escucho.
—Gracias.

Y un largo silencio se interpuso entre sus corazones para dar pie a la voz del alma.

—¿Puede una perdonar una infidelidad?

Esperanza la observa a los ojos, viendo pasar la película de su propia experiencia, una y otra vez.

—Sí, una puede perdonar. Aunque siga callando, soportando, una perdona. Pero perdonar es don y decisión. Un don que sólo nos puede dar Dios, por fe, para tomar una decisión firme: perdonar aunque duela y seguir adelante.

—Entonces, ¿eso quiere decir que una perdona y vuelve así nomás con el marido?
—Depende de lo que haya en tu corazón. Decides volver o no según tu necesidad. Pero yo siento que perdonamos para no llenar de rencor al corazón.
—No puedo, siento un rencor descomunal por ese hombre.
—Bueno, puede que ese rencor sea el límite para no volver con él y perdonarte a ti.
—¡Última parada! —dice el chofer y Esperanza se despide de su compañera con una fraternal caricia en sus manos.

9. A.M. Limpieza del tercer baño

La amabilidad no es una obsesión para Esperanza, sino un modo de vivir. No hay en ella la impostación de la cortesía, sobre todo al trabajar en un ramo en el que la intimidad es una ceremonia de cuidadosos detalles. En un baño puede suceder de todo: conversaciones sobre política, entradas de emergencia ante una necesidad que no espera por nadie, rituales ante un espejo colmado de rostros, hasta la vergüenza de un hombre que durante su faena en el baño dejó caer el anillo de compromiso que ofrecía a su novia.

—¡Nooo!

Gritó el hombre, estremeciendo las miradas de los presentes en el baño, no así las voluntades. La única que corrió a su auxilio fue Esperanza.

—¿Sucede algo señor?
—¡Me quiero morir!
—¿Puedo ayudarlo en algo?

El hombre sale con vergüenza y le expone a Esperanza lo sucedido.

—Esto me apena muchísimo, señora. Pero se me cayó al water el anillo de compromiso que daría hoy a mi novia.
—Vaya manera de comprometerse —dice Esperanza en clave de humor, aunque en el aire sólo se respira la angustia de un hombre que ve su relación ida por el mismo derrotero que su anillo.
—No se qué hacer, en una hora debo estar en casa de mi novia para la celebración de nuestro compromiso. Además, ese anillo es costosísimo.
—Vaya, qué hermoso. Todavía la gente se compromete.
—La familia de mi novia es tradicional: anillo, boda y fiesta, o nada. Si por mi fuera ya viviéramos juntos, porque bueno, ya nos hemos portado mal bastante. Pero hay que guardar las apariencias y debo cumplir mi deber llevando ese anillo hoy. ¿Puede ayudarme?
—Claro, con mucho gusto.
—¡Gracias!

Durante varios minutos el hombre se debatió entre la ansiedad y el miedo. Pero la tranquilidad se impuso y fue contando cómo conoció a su novia, las desventuras que han vivido, los planes futuros, sus celos y necesidad de control. Esperanza lo escuchaba paciente, entregada a su misión. Y en un punto, luego de un largo desahogo del señor, Esperanza accionó la palanca del water, causando una sensación infartante en el amigo.

 —Tranquilo. Aquí tiene su anillo. Ya lo desinfecté, puede usarlo con confianza.

Ambos rieron, él la abrazó con ternura, celebrando el salir airoso de semejante experiencia.

—Gracias, de verdad. Muchísimas gracias. De no haber sido por usted, en este momento estaría muerto.
—Gracias a Dios todo salió bien.
—Dígame, ¿cuánto le debo?
—Nada.
—No, dígame cuánto le debo, por favor.
—No me debe nada, amigo.
—Gracias.
—Sólo permítame compartirle una frase.
—Las que quiera, soy todo oídos.
—Saque su relación del lugar donde saqué su anillo. Y hágalo desde el amor.

El hombre se quedó en silencio, observando tiernamente a Esperanza. Tomó sus manos y las besó, al tiempo de irse. Llegado el mediodía y habiendo terminado sus labores, Esperanza recogió sus instrumentos de trabajo para ir a almorzar. Su sorpresa, al revisar la cesta de propinas, fue encontrar el anillo con una nota: es suyo, es lo justo por haberme sacado del fondo de mis miserias. Atónita, Esperanza lo tomó, lo guardó y oró en silencio agradecido, sin imaginar siquiera que hoy vino Dios en forma de novio y volvió su vida una impensada riqueza.

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