Acción y negación: un texto sobre esperanza y docencia

Educar en la esperanza —o educar a través de ella— resulta una máxima seductora para todos los que participamos de la educación, pues el propósito de esperanzar a quienes acompañamos en el aula se muestra no sólo pertinente, sino propiamente esperanzador.

He escrito este texto, en primera instancia, con la intención de dar un paso atrás y pensar esta máxima a través del papel que cumple la esperanza en la vida humana, despojándola del aura ideal con la que la hemos rodeado. Por otra parte, es también una invitación a cuestionar nuestra práctica docente desde esa concepción específica y revalorizar nuestro quehacer como educadores —y por ende como acompañantes de juventudes— hacia una acción que contribuya al mundo que, desde el interior de la educación, somos capaces de vislumbrar.

I.

Si el mundo fuera de otra forma —ordenado, estable, justo, irreprochable— no habría siquiera cabida para la esperanza. Ésta no es virtud que florezca en terreno resuelto y seguro. Donde no hay algo contra lo que ir, algo que mejorar, algo amenazado que cuidar, no hay lugar desde el cual esperanzarse. Sólo a través del desgarro de la urdimbre de hechos y significaciones que llamamos «mundo» puede abrirse un espacio para mirar aquello que queremos alcanzar.

La esperanza viene del diálogo entre los lugares profundos donde sentimos que el mundo está roto y de la confianza en la agencia de cualquier poder propio, colectivo, natural o divino con el cual contar. Son los mundos rotos y reparables la tierra fértil que mueve al espíritu hacia cualquier suerte de proyección deseable. No hay nada que proyectar donde las edificaciones sociales, simbólicas y materiales nos bastan y estabilizan.

Si se me preguntase sobre qué tanto reconozco signos de esperanza en mis estudiantes, diría que lo hago a diario; que identifico una esperanza compartida sobre sus posibilidades personales y sobre sus inquietudes hacia el mundo que les rodea. Diría, sin duda, «que son personas esperanzadas» con sus claras excepciones, naturalmente— y, no obstante, me sería imposible admitir en su situación algún tipo de meta cumplida.

La esperanza sola no basta, al menos no en un sentido de transformación hacia aquello que se proyecta deseable; al menos no para la formación de sujetos capaces de hacer tal transformación. De hecho, contrario a lo que podría esperarse, suele resultar en un placebo cuya consecuencia no es más que la tranquilidad y la inacción. El problema de la esperanza es que, en su condición de movimiento interno —de pasión elemental humana—, se apaga al pasar algún tiempo —como todos los movimientos pasionales— y, aunque no se pierde, se estabiliza y degrada.

Quien hasta aquí haya leído, no piense que este texto es una exhortación a la desesperanza o una romantización del desánimo prolongado y profundo, pues ¿qué mundo más terrible que aquél donde el peso de la vida aplasta toda posibilidad de ánimo y acción intencionada, donde estamos sólo para cumplir y nos privamos de desear y crear? ¿Qué mundo más terrible que aquél que se nos presenta irreparable?

II.

Entre desesperanza y esperanza, será siempre prudente elegir la segunda, sin olvidar tomarla con la justa medida: con el lugar que le corresponde en la vida práctica. No es la esperanza el resultado de un mundo resuelto, en todo caso sólo lo es de uno menos afligido. No obstante, como ya antes mencioné, la esperanza sola no basta. Habrá que unirse con alguna otra moción del espíritu para materializarse a través de la acción. La compasión, la empatía, la ternura, la solidaridad o, bien, el dolor, la incomodidad y el hastío, son algunas de las tantas mociones que pueden liberar a la esperanza de su cualidad pasiva.

Ninguna persona es capaz, ni lo será nunca, de plantearse la totalidad del mundo en sus relaciones e imbricaciones: somos miopes frente a su complejidad desmedida. Ante tal miopía, el tejido que constituye, lo que hemos llamado mundo, puede parecer todo lo que no es. En lo lejano, demasiado uniforme: los desgarros inexistentes y la trama indescifrable. Un poco más cerca, las rupturas aparecen y la lógica del entramado se despliega, pero las proyecciones deseables a través de la urdimbre nos son vetadas en su falta de nitidez. A la lejanía, la esperanza no aparece porque la ignorancia de lo constitutivo del tejido no la hace necesaria; en lo cercano, la esperanza no puede llegar, pues lo abrumador de las rupturas las presentan como irreparables. La educación opera —o, mejor dicho, puede operar— como el cristal que posibilita la nitidez necesaria para aclarar el entramado mundanal que, a nuestra mirada miope, le resulta indescriptible. Si algo ayuda educar es precisamente porque da perspectiva, porque permite alejar, acercar, enfocar, abrir y cerrar la mirada.

III.

El contrario de la acción esperanzada y transformadora no es la desesperanza, como podría pensarse, sino el desconocimiento. Esperanza y desesperanza devienen inútiles ante lo que se ignora. Del desconocimiento a la acción esperanzada y transformadora hay un tránsito de negaciones del mundo. Los humanos recorremos ese trayecto muchas veces —en ocasiones como idas y venidas, en otras como vueltas en círculos—.

Hundida en la miopía que genera el desconocimiento, la esperanza es incapaz de transformar el mundo, pues oculta las condiciones que posibilitan las estructuras que intenta transformar, obteniendo, contraria a su pretensión, la perpetuidad del sistema. Esa esperanza miope es una fuerza nociva de la vida social, nos ofrece promesas inalcanzables y falsas. En un ejemplo concreto, los discursos meritocráticos sobre el éxito —estén en boca de quienes lo hayan logrado, o bien, de quienes aún lo buscan— operan en esta dimensión de esperanza miope al depositar toda su fe en el poder de agencia individual y silenciar las cualidades opresivas y estructurales —los desgarros de la urdimbre, volviendo a la analogía usada anteriormente— de un sistema que se alimenta de la desigualdad y se canibaliza para mantenerse en pie. En la otra cara de la moneda, el discurso desesperanzado sobre el relato estructural irremediable en el que los sujetos son únicamente el resultado de factores externos que perpetúan su estado de vida, emana del mismo desconocimiento al ocultar la agencia de los individuos —«oprimidos u opresores»— para elegir y actuar cuestionando lo habitual o para tomar en sus manos la acción política común y desafiar toda estructura.

Foto: © Amor Santo, Cathopic

Éste es sólo un ejemplo de cómo el desconocimiento actúa como un mal aliado de toda esperanza —o desesperanza—, pero es transportable a cualquier otro terreno donde surjan discursos —optimistas y pesimistas— que se alimenten de lo que ignoran para representar una problemática en la cual sus condiciones, o al menos muchas de ellas, quedan completamente ocultas.

El primer movimiento hacia la acción transformadora se da precisamente en el reconocimiento de eso que se ignora: develar lo oculto del mundo en cuanto a su ruptura o reparabilidad es el paso que posibilita su negación y, por ende, su tránsito. La conciencia de cada ruptura y grieta conlleva una irremediable duda sobre el suelo que caminamos, el mundo que se nos presentaba como estable se transforma en un camino tambaleante que suele llevarnos a la desesperanza. Pero no hay aquí nada de qué lamentarse, pues es la desesperanza desde la cual podemos negar lo irreparable y afirmar lo posible, es decir, hacer el tránsito hacia la esperanza. Y es ésta, que transita del desconocimiento al reconocimiento, desde la única donde se posibilita el tránsito hacia una negación más amplia: la de la acción transformadora e intencionada que niega aquel mundo roto al intentar repararlo.

IV.

Cuando comencé a dar clases en bachillerato —han pasado ya seis años— sentía una responsabilidad imperante de mostrarle a mis estudiantes las rupturas del mundo que habitamos, aquéllas que mi experiencia en él me permitían ver. Me inundaba ese imperativo desde el supuesto de que, mostrándoles tales rupturas, aquellos desgarros en la urdimbre, podría generar los movimientos internos que les permitirían convertirse en seres humanos más conscientes y comprometidos. En primera instancia, noté que, ante la ignorancia de las situaciones que íbamos abordando, conocer aquellos desgarros por donde el mundo adolecía los interpelaba de manera profunda. A medida que transcurrió el año, una vez desvanecida la novedad de la ruptura, dejó de ser efectivo. El mundo se presentaba tan abrumador y la solución tan lejana o inexistente que el curso terminó por ser un medio para la aflicción. Reflexionando sobre mi sensación al final del año, noté que al curso le hacía falta algo: la reparabilidad de ese mundo desgarrado.

Más de seis años después, me parece necesario discurrir entre la ruptura y el reparo, pero sugiero que ello se haga con prudencia. Debemos medir a nuestros interlocutores —dialogar, empatizar y preguntar— con el atrevimiento para interpelar y la prudencia para cuidar a las personas que, en el ambiente privado que representa la clase, se atrevena desenmascarar miedos y compartir aflicciones. Debemos reconocer también el papel que queremos desempeñar como educadores con cada grupo que acompañamos durante las clases. Cuestionar la unilateralidad del conocimiento —evitando caer en la tentación de ofrecerles las cosas como si nosotros lo supiéramos todo y ellos no tuvieran nada que aportar— es imprescindible si queremos dejar florecer su autonomía. Reparar también es imaginar, no hay posibilidad de construir otros mundos ni cómo reparar los existentes, si antes no nos detuvimosa proyectarlos, a trazarlos en nuestra imaginación, y no hay posibilidad de imaginar si lo único que tenemos que hacer es ejecutar lo que se nos dice.

Hoy veo la ineludible necesidad de cuestionarnos qué hacemos con la esperanza que depositamos en la educación. No es que de nuestro hacer no se cosechen frutos, eso sería una afirmación demasiado osada, pero cómo esperar que las personas que formamos tomen acción cuando las tenemos por décadas en el preámbulo de ésta, en el preparativo para la práctica, como si no fueran personas capaces de injerencia en sus vidas y como si enfrentarse al mundo más allá del aula no fuera también un medio para educar.

La acción transformadora, movida por la compasión, la solidaridad, el dolor, el hastío o cualquier otra moción que acompañe la esperanza resulta muy difícil de ejecutar —cuando no imposible— si nos limitamos a la estructura arquitectónica y jerárquica del aula. ¿Cómo sabemos que tantos años de educación no tienen como consecuencia el adormecimiento del espíritu? ¿De qué sirve conmoverse y compadecerse por los otros si día tras día volveremos a la misma aula a repetir el mismo discurso? ¿Estamos realmente transformando al mundo o seráque lo perpetuamos mientras ignoramos las condiciones estructurales desde las cuales, como educadores, tomamos acción?

2 respuestas

  1. Mientras haya educadores atentos a las realidades y comprometidos con la idea de que educar es transformar y hacer más justo nuestro entorno, la esperanza será un motor importante. Excelente texto.

  2. Me pasa siempre. Al inicio el ciclo es una morbosa lumbrera de asombros y entusiasmos, y al final una sombra más proyectada en la caverna. Buen texto, Óscar.

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