El amor sin límites de Dios es el único capaz de sanarnos las heridas del desamor que se hallan en la base de nuestra identidad enferma, egocéntrica.
En un anterior artículo sobre el pecado se planteó que la única manera de salir de su círculo vicioso es encontrarse con un “inocente” que, a través de su amor incondicional, sane las heridas de las experiencias de desamor y nos libere de la tiranía del ego. Jesús es el Inocente por antonomasia. Éste fue el más grande descubrimiento de san Ignacio, y, por eso, el centro de su pedagogía espiritual implica el «conocimiento interno» del Señor Jesús. Esto se traduce en gastarnos tiempo «conviviendo» con Jesús para dejarnos modelar por él y por su sensibilidad.
El Inocente ve la realidad desde la bondad que habita en él y desde esa bondad apela a la bondad que existe en todas, en todos y en todo. Ya decíamos que Cristo es «el Inocente» por antonomasia.Habría que empezar por aclarar lo que la palabra significa.Sus raíces latinas son: in- (prefijo de negación) y el verbo nocere (hacer daño, matar). Es decir, inocente significa “incapaz de causar daño”.La inocencia es la antítesis de la malicia. Con todo, no siempre el inocente es una presencia cómoda o gratificante, especialmente para quienes han adoptado una visión maliciosa de la vida y han puesto en ella su seguridad. La mera presencia del inocente les incomoda y les molesta.
Inocente no quiere decir ingenuo. Una persona ingenua no sabe distinguir correctamente entre el bien y el mal, y muchas veces los confunde. El inocente, por el contrario, siempre percibe el mal, pero no se deja atrapar por él. Lo combate con lo único que puede vencerlo: el bien. No transige con los métodos del mal, se ha despojado de toda forma de poder, de imposición violenta (cf. las tentaciones del Señor en el desierto). El compromiso del inocente consiste en que este principio de bondad se manifieste en cada persona.
En la experiencia cristiana de conversión (de sanación), Jesús (el Inocente) se dirige a lo más santo (y por tanto real) que hay en el corazón de cada persona. Le permite «descubrirse» en él, ya que cada persona ha sido creada a su imagen.
Así podemos contrastar lo que nos es factible llegar a ser (nuestra santidad posible), al tiempo que podemos también compararlo con la identidad deformada que ha construido nuestra egolatría. Pero hacemos esa dolorosa constatación desde la esperanza confiada de quien se vive salvado.
El Inocente nos sana a través de su compasión y su misericordia. La palabra compasión describe la capacidad de poder sentir con otra persona, de ponernos «en su lugar», de captar su situación y la manera más conveniente para hacer que mejore. Los relatos evangélicos nos subrayan la empatía que Jesús tenía con las demás personas, especialmente las más vulnerables y desvalidas.
Una vez percibido a través de la compasión el estado en que se encuentra el prójimo, se concreta la misericordia como el camino para remediar su situación. Etimológicamente, misericordia viene de los términos latinos miser, miserable, desdichado; cor, cordis, corazón; y el sufijo -ia, que significa condición de. En suma, misericordia es la cualidad de tener un corazón dispuesto a acoger a quien sufre.
Para quienes compartimos la experiencia cristiana de Dios, la muestra más grande de misericordia es la encarnación de la Palabra eterna para redimir a la humanidad. Por esta razón, la meditación sobre la encarnación es una de las más importantes en el texto de los Ejercicios espirituales. Dios no solamente ha querido “com-padecerse” de su creatura, sino que también le muestra misericordia actuando. Asume la naturaleza humana en toda su fragilidad para atravesar “como hombre” (viviendo de manera plenamente humana) el dolor y el padecimiento que son consecuencia del pecado, del egoísmo del que somos víctimas y del que somos perpetradores.
La experiencia cristiana del encuentro con Jesús como el Dios que se encarna por amor nos permite percibirlo condolido de los sufrimientos que acarrea el pecado, de manera que los asume sobre sí para liberarnos de ellos; es decir, para redimirlos. El amor sin límites de Dios (que en dinamismo humano implica llegar a entregar la vida para que los amados tengan vida) es el único capaz de sanarnos las heridas del desamor que se hallan en la base de nuestra identidad enferma, egocéntrica.
Tal vez la formulación más completa y sucinta de este proceso de sanación y reconciliación la encontramos en san Pablo, al final de su Segunda Carta a los Corintios: «La Gracia de nuestro Señor Jesucristo, el Amor de Dios [el Padre] y la Comunión del Espíritu Santo, estén con todos ustedes» (2 Co. 13, 13). Esto es: aceptar la vida de Cristo y su entregaen la cruz como donación gratuita de Dios para liberarnos de las heridas del desamor, es el camino para encontrarse con el Padre como fuente infinita de amor. Sólo quien ha experimentado ese amor sin límites e incondicional sabe y reconoce cómo se vive la comunión de amor a la que Dios nos invita en el Espíritu Santo.
Nos recuerda las frases centrales del cuarto cántico del siervo sufriente de Yahvé, en Isaías 53: «¡Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!»; «Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y por sus heridas hemos sido sanados».
Una auténtica conversión produce lo que en espiritualidad se llama compunción. El término viene del prefijo de intensidad cum- y el sustantivo punctio, punzada o herida. El amor inesperado, absoluto e incondicional de Jesús por cada persona, cuando es percibido, «punza» hiriendo nuestro corazón de piedra, devolviéndonos el corazón de carne, la capacidad de sentir con el hermano, la hermana. Sólo la compunción desenmascara y sana efectivamente el mal en mi vida.
La experiencia de la compunción, como parte integral de la conversión, suele estar acompañada de lágrimas, por lo que en la espiritualidad cristiana se le ha llamado “el segundo bautismo”, lágrimas que limpian y sanan el alma. Recordemos lo importante que fue esta experiencia para Ignacio. De hecho, en los Ejercicios la pone como una de las manifestaciones de una auténtica consolación.
Este proceso de sanación, que nos libera del ego y nos capacita para ser personas, nos ayuda también a encontrar el corazón, término simbólico que describe la sensibilidad restituida del ser humano que ha descubierto su vocación a amar y a dar vida desde el amor. Es importante aprender a vivir desde ese «lugar» y a relacionarse desde el corazón con las demás personas. El corazón, más que un lugar, es un estado real y perceptible, un tipo de sensibilidad que podemos describir como estar “enamorado”, contemplando e interactuando con todas, todos y todo desde el amor que sentimos. El corazón es nuestra auténtica morada, el paraíso perdido.
Los místicos cristianos han dicho que los corazones están «interconectados», son vasos comunicantes. Desde mi corazón accedo al corazón de mis hermanas y hermanos. Siento con ellas, con ellos, puedo servirles correctamente. Estar en mi corazón implica estar en el corazón de Jesús, sentir desde lo que siente Jesús.
San Ignacio descubrió que un auténtico discernimiento sólo se puede realizar desde el corazón. Fuera del corazón no sé quién me está «aconsejando». Por eso vemos en su Diario espiritual la importancia que le daba a iniciar el día con una experiencia de compunción que lo dejara con el corazón realmente sensible. En esos casos decidía sin problema. Ante la ausencia de esa sensibilidad, prefería esperar. Y es que la compunción constante nos ayuda a ubicarnos en el corazón. Nos evoca expresiones de la poesía mística que le piden alSeñor: «No permitas que jamás sane de esta dulce herida».
Por lo tanto, queda claro que todo proceso de auténtica reconciliación implica encontrarse con un amor incondicional que tiene la capacidad de sanar las heridas de desamor en nuestras vidas. Habría que subrayar que esto no es un acto de magia o instantáneo. Implica un itinerario y tiempo. Por eso, la reconciliación en los Ejercicios espirituales se extiende a lo largo de toda la duración de la experiencia, yo diría que inclusive se extiende a lo largo de toda nuestra vida. Pero, conforme somos sanados de las consecuencias del desamor, nos descubrimos cada vez más sensibles a percibir la realidad de nuestros semejantes, de entenderles, a sentir empatía y solidaridad por ellas y ellos.
Imagen de portada: Henrique Piló-Cathopic
2 respuestas
Un libro que me ayude más respecto
Creo que un libro cercano a esta perspectiva es «El Retorno de Abel» de James Alison