Fátima Silva
Académica del Centro Universitario Ignaciano del ITESO
El Centro Universitario Ignaciano (CUI) del ITESO promueve entre los estudiantes que han pasado por diversos procesos formativos en materia de espiritualidad las llamadas «experiencias de inserción», las cuales pretenden poner en contacto a las y los estudiantes con realidades distintas a las de sus contextos cotidianos, con la finalidad de sensibilizarles y propiciar experiencias de encuentro profundo con el otro, desde una mirada a la que hemos llamado «solidaridad consciente».
Para preparar el corazón, a finales de 2024 un grupo de profesores y profesoras del CUI optamos por vivir una experiencia de inserción en la Sierra Tarahumara, en una comunidad atendida por la misión jesuita de Cerocahui, donde el 20 de junio de 2022 fueron asesinados dos sacerdotes jesuitas, Joaquín y El Gallo, y Pedro, guía de turistas.
Este texto pretende ser una remembranza que nos oriente al volver a la cotidianidad, una memoria para no extraviarnos en el hacer. Recordamos para acomodar, escribimos para no olvidar.
La experiencia comenzó en Chihuahua, donde nos aguardaba Raúl, amigo de la comunidad, quien nos llevaría hasta la misión. Las largas horas de carretera nos permitieron adentrarnos de a poco no sólo a la sierra, sino al silencio, a la historia y al contexto de esa tierra. Escuchamos el testimonio de Raúl y su dolor por la pérdida de sus amigos sacerdotes y la de Pedro, quien había sido su maestro. Supimos del duelo de la comunidad y la dificultad por hablar de su dolor, de su enojo contenido y rebasado por el miedo. Nuestros corazones se oprimieron y comenzaron a dolerse. Joy, la nieta de cuatro años de Raúl, también acompañaba el viaje. Lo hizo con alegría, pero sobre todo con inocencia, enseñándonos que la vida son contrastes, y que, en medio de la incertidumbre, la violencia y el miedo, también está lo más puro de la vida, incluyendo la posibilidad de jugar y gozarse en ella.
Tras seis horas de camino llegamos a Cerocahui, donde la comunidad jesuita nos abrazó y a la que, sin darnos cuenta, también abrazamos. El dolor está latente, como también lo está su fuerza y convicción por no abandonar a las comunidades. No es que el miedo no recorra sus cuerpos, que sus ojos no se inunden o que sus voces no se quiebren; es que el amor les rebasa, les desborda. Esa primera noche de compartir fue inspiradora. Oramos juntos.
La mañana siguiente emprendimos el viaje hacia San José del Pinal, una comunidad a tres horas de ahí. Nuevamente el camino, ahora de terracería y sin comunicación, disponía de a poco al silencio y al interior. Un accidente en el traslado fue la primera muestra de que en las comunidades las personas son amigas y no abandonan, así como a ellas no les han dejado a pesar de la distancia, los riesgos y amenaza a la vida.
La experiencia en la comunidad fue muy intensa. Los sentidos se agudizaron y el espíritu se hizo presente. El silencio era tan disfrutable como abrumador. Nos hacía preguntas, nos invitaba a mirarnos.
En la comunidad tuvimos la oportunidad de convivir especialmente con niños y niñas que acuden al centro comunitario y donde, luego de orar colectivamente, se disponen a aprender de las «Benirames» («las que enseñan» o «las que me ayudan a aprender»), algunas tradiciones como sus danzas, juegos y lengua, en un esfuerzo por fortalecer su identidad.
Habitar la comunidad durante cinco días nos permitió ser testigos de la pobreza, del hambre, del abandono, de los juicios, del crimen organizado y del abuso a las niñas, de la dificultad por acceder a recursos básicos como el agua o la luz y de lo que eso implica en la vida de las personas, como María, quien debía recorrer una hora hasta el ojo de agua para proveer a su familia del líquido vital, o quien, sin burro, debía acarrear leña para calentar a su mamá de noventa años.
Surge la rabia, la indignación y la impotencia. En la convivencia surge siempre la tentación de rescatar. ¿Qué hacer?, ¿cómo ayudar? El ego aparece con su intento de dar soluciones, como si la realidad dependiera de quienes apenas asomamos la mirada por un instante. Venimos a aprender, a compartir y a acompañar. Nos lo teníamos que repetir constantemente.
La inserción no pretendía que de ella se desprendiera un programa de intervención, sino ser un espacio de encuentro, donde el espíritu se mostrara. Pero ¿dónde está Dios en medio de todo esto?
Estaba en Olga y Chepina, quienes con su paciencia y delicadeza muestran y enseñan con amor y orgullo sus tradiciones. En cada tortilla hecha a mano en una casa de puertas abiertas.
Está en Azul, quien, junto con Víctor, sueña con algún día ser gobernadora de su comunidad para servir, orar y danzar, siguiendo los pasos de su madre y mostrando camino para Kari, su hermanita, quien sabiéndose niña rompe la pena y la distancia física que su cultura acostumbra y se deja acoger. Ella es cariño y caudal de ternura. Al abrazarla, nos abrazó.
Dios también está en Eusebia. Todos deberían de conocer alguna vez en su vida a una Eusebia. Mujer valiente, salida de todos los cautiverios. La que visita y se presenta, la que guía, la que permanece, la que abraza sin temor y sonríe sin razón. La que sólo es, para ella, para nosotros, y ya. Ella es libertad.
Está en Francisco, niño de ocho años, quien en silencio se hacía presente en nuestra puerta para contemplar y acompañar desde su lugar. Nos miraba y se dejaba mirar. Permanecía en la ventana, mostrando su alma, intentando descubrir la nuestra.
Está en el padre Esteban Cornejo, S.J., y en Aldo Hernández, S.J, en su presencia cariñosa, que abraza, que nutre, que permanece, que se reinventa, que se duele, que no abandona en ninguna circunstancia a las comunidades y a su gente, a sus amigos y hasta compadres, aunque la vida se les vaya en ello. Dios está en esa rebeldía llena de amor.
Dios estaba en la lectura del evangelio que hacíamos como equipo todas las mañanas. En la invitación que nos hacía y en la meditación de su palabra a lo largo del día. Estuvo al cocinar y al compartir la comida y nuestros sentires; al visitar familias o quedarnos a pintar el centro comunitario; al jugar con los niños y las niñas; al recorrer los cerros, mirar los atardeceres o contemplar el cielo estrellado en medio del frío. En la oración colectiva que hacíamos por las noches, cuando compartíamos el resonar del corazón, lo que le había apelado y después reconfortado. En el gozo y el llanto compartidos por ver la vida en su complejidad. Entonces, Dios estuvo también en el equipo. En Fernando, Maco, Saile, Jorge y Abraham. Estuvo en mí, Fátima. Fuimos nuestro lugar seguro, nos acompañamos y sostuvimos desde la escucha, el cuidado y la comprensión de nuestros sentimientos, complejos, retadores y por demás profundos, y de aquellos pensamientos que nos interpelaron una y otra vez. En ocasiones nos vivimos rebasados, sin saber cómo o dónde acomodar eso que se mostraba, pues, como dice Galeano: «y nada tenía de malo, y nada tenía de raro, que se me hubiera roto el corazón de tanto usarlo». Es el riesgo de abrazar la experiencia, de dejarse afectar, de vivir con pasión, con el corazón, aunque duela.
Así pues, la experiencia de inserción fue una experiencia espiritual, que nos permitió saborear la vida internamente, pero también dolernos en ella. Nos presentó rostros y nombres que son muestra de vida, fuerza, ternura y esperanza por encima de la desolación.
Cerocahui nos hizo sentir el cielo cerquita de la tierra, o quizá esa tierra nos hizo tocar el cielo. Esta experiencia fue una bendición, amor puro.
4 respuestas
Que relato tan hermoso lleno de amor y sensibilidad que nos hace viajar y sentir la necesidad de apoyo a comunidades muy vulnerables. Fatima un Ángel cerca del cielo, eso fueron tu y todos los que vivieron esta experiencia.
Que bonito leer esto, me resonó mucho la «muestra de vida, fuerza, ternura y esperanza por encima de la desolación» que otorga el encuentro y la compartición.
Formidable manera de sensibilizar con exquisita técnica de composición literaria.
Felicidades
Este relato me transporta a un encuentro con la vida y con el espíritu, o la conciencia de uno mismo frente a la naturaleza que nos reta cada día para subsistir, no solo en lo material sino en lo etéreo en los valores espirituales que se tan intensamente en La Tarahumara. Gracias Fátima, sus compañeros, los hermanos jesuitas, pero sobretodo a ese pueblo resilente que habita y ha hecho suyo por siglos.