En recuerdo del decano Orson
Cuando Walter Brueggemann en su libro La imaginación profética declara que, la voz del profeta no puede ser posible sin la imaginación, estaría llamando nuestra atención a todo tipo de expresiones y lenguajes que, como las artes, darían lugar a una alternativa y buena nueva desde la vida de la sensibilidad y la creatividad.
Así, inspirado en la sociología de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, Brueggeman afirmaría que la tarea del ministerio profético consiste en propiciar, alimentar y evocar una conciencia y una percepción de la realidad alternativas a las del entorno cultural dominante. Es decir, la perspectiva profética no puede descifrarse fuera de un sistema de opresión, tal como el de la conciencia imperial, pues ser profeta significa tener una imaginación, un pensamiento y un lenguaje alternativo en medio de un sistema social tenaz y avasallador que busca domesticar o, mejor aún, suprimir esa imaginación. Y es que, como afirma Hanna Arendt, el poder totalitario sabe que la clave para mantener a un pueblo en la esclavitud y total sumisión, es limitando o erradicando su imaginación. Si es posible el maridaje entre imaginación y profecía, es porque juntas son una vía para la reflexión ética y política que critica al sistema en el poder, principalmente cuando se trata de uno violento y preocupado exclusivamente por la autosatisfacción.
La voz profética como conciencia alternativa sirve, por una parte, para criticar y desmantelar la conciencia dominante, rechazándola y deslegitimándola. Por otra parte, sirve para dinamizar a personas y comunidades con la promesa de un tiempo y una situación diversos al estado violento de cosas, a través de constituirse como comunidad de fe.
Sin duda, uno de los ejemplos más paradigmáticos de esto sería el de Moisés e Israel, cuya ruptura con la realeza imperial implicó, primeramente, una crisis con la religión del triunfalismo estático, al desenmascarar a sus dioses y hacerlos ver como impotentes, lo que desmitificó a su vez la legitimidad del mundo social del Faraón que precisamente apelaba a ellos como «instancias sancionadoras» que, en realidad, ni existían. Así, en lugar de los dioses de Egipto, productos de una conciencia imperial, Moisés desvela a Yahvé, el único soberano que actúa con libertad soberana sin estar «cautivo» a ninguna percepción social.
En segundo lugar, Moisés rompió con la política de opresión y explotación de la conciencia imperial, al desmantelarla oponiéndole una política de justicia y compasión. Así, como concluye Brueggemann, la realidad que brota del Éxodo no es tan solo la de una nueva religión o visión de la libertad, sino la del nacimiento de una nueva comunidad social en la historia, que tiene que inventar leyes, pautas de gobierno y de orden; normas acerca del bien y del mal y criterios sancionadores de responsabilidad.
Moisés instauró un nuevo orden en el mundo, en el que la religión de la libertad de Dios sólo es posible junto con una política de la justicia humana. Por eso, su gran obra no se limita a liberar a un pequeño grupo de esclavos ayudándoles a huir del imperio, sino en atacar a la conciencia del imperio, con el fin de acabar tanto con los usos sociales como con las pretensiones míticas de dicho imperio. Sólo rompiendo con la conciencia del imperio que lo hace posible, es viable la aparición de una comunidad alternativa que se distancie tanto de una teología de la esclavitud de Dios, como de una sociología de la esclavitud de las personas; donde la política de opresión quedaría superada por la práctica de la justicia y la compasión:
Y los hijos de Israel, que gemían bajo la servidumbre, clamaron; y su clamor, que brotaba del fondo de su esclavitud, subió hasta Dios. Y oyó Dios sus gemidos y se acordó de su alianza… Y miró Dios a los hijos de Israel y vio su situación (Ex 2, 23-25).
Así, mientras que la conciencia monárquica está empecinada en hacer realidad la saciedad la conciencia profética alternativa se muestra fiel al pathos, tanto de la gente, como del espíritu de la Alianza.
El lenguaje del profeta: canto y poema
Si la imaginación profética consiste en abrirse paso a través de la desesperación y la frustración para mirar un futuro alternativo —dar lugar a la esperanza en medio y a pesar de un panorama, en apariencia, sin fin ni solución—, es, primeramente, porque la profecía es evocación de una realidad otra que se configura, antes que nada, en el propio lenguaje.
La profecía es una puesta en escena de otro lenguaje, otro modo de hablar y anunciar los mismos hechos, pero ahora en clave de esperanza. Se trata de una inversión del sentido de las cosas a base de dar lugar a una nueva retórica; otra forma de mirar y percibir la realidad.
Por esto, el lenguaje del profeta es el canto y el poema. Isaías canta y hace que el pueblo cante y, como dice Walter Brueggemann, “el imperio sabe que un pueblo capaz de atreverse a cantar es un pueblo que no ha aceptado la definición monárquica de la realidad”.
EI profeta hace que toda la esperanza que supone el hecho de cantar vuelva a ser nuevamente posible.
«¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del mensajero que anuncia la paz,
que trae la buena nueva,
que anuncia la salvación,
que dice a Sión: “Ya reina tu Dios”!» (Is 52, 7).
La expresión de otra realidad posible a través del canto, es la manera de celebrar la realidad reconciliada, por esto, como lo observa Abraham Heschel, solo un pueblo en alianza es capaz de cantar.
«¡Regocíjate, estéril que no das a luz;
rompe a cantar y a dar gritos de júbilo,
tú que no conoces los dolores del parto!
Porque son más numerosos los hijos de
la abandonada que los hijos de la casada,
dice Yahvé» (Is 54, 1).
Cantar es discernir la realidad en otro tono. En vez de continuar con el disimulo y las tácticas evasivas (características de la conciencia monárquica), el profeta expresa abierta y francamente los miedos, la angustia y terrores vividos en medio de la realidad de muerte, límite y miedo frente a la conciencia imperial. Hablando de modo metafórico, pero no por ello menos concreto, el profeta da lugar a la alternativa, a la creatividad y a la imaginación a base de símbolos que anuncian y evocan el fracaso de nuestra supuesta autosuficiencia y de los diversos órdenes jerárquicos que se afianzan a expensas de otros, comiendo de su mesa, especialmente de la de los más hambrientos.
El símbolo del profeta anuncia el final de la antigua conciencia. Por ello, mientras que el lenguaje del imperio (de los dioses de Egipto y del mundo social del Faraón) es la expresión de una realidad controlada, estática, opresiva e insensible, el lenguaje profético es la manifestación de la libertad y la novedad, de la sensibilidad y la imaginación; del vínculo que abraza visceralmente, con las propias entrañas, como dirá Brueggemann, los sentimientos o la situación del otro, especialmente de su sufrimiento y su muerte.
No se trata aquí de medir qué tan realista, práctica o viable es esta visión de las cosas, sino cómo aún resulta imaginable en la mente y el corazón de ciertos hombres y mujeres, el valor y la capacidad de idear un modo de pensar alternativo; de esperar una noticia otra, buena. Con la imaginación se invierte el antiguo orden donde sólo era posible reproducir el sistema de servidumbre, culpabilidad, juicio, oscuridad y hostilidad. El profeta capacita y sienta las condiciones para cambiar todo esto a través del lenguaje del símbolo que, como vehículo de la sinceridad redentora, se abre camino con la creatividad y la imaginación en medio de la insensibilidad y la negación.
Así, el canto del profeta es poema. Cargado de fuerte lenguaje simbólico y metafórico, responde profunda y expresivamente a la experiencia que se vive, especialmente de muerte y angustia, permitiendo a ésta ser lugar también de redención. Precisamente por esto, como observan Robert J. Lifton y Eric Olson, la conciencia monárquica suele destruir los símbolos o generar un vado simbólico entre la realidad que se vive, de muerte, sufrimiento y opresión y la que se expresa, propiciando un «entumecimiento psíquico» y un «vacío simbólico». Los reyes del Antiguo Testamento invalidan o reducen cualquier símbolo que revele lo que queda fuera de su poder, haciendo del símbolo y de cualquier producto de la imaginación, algo inapropiado, superficial, inexpresivo y seco, con tal de no permitir expresar abiertamente la gravedad de las cosas. Mientras que en la conciencia monárquica se carece de símbolos capaces de referirse a la experiencia de plenitud, en la imaginación profética se abre camino en medio de la insensibilidad y el autoengaño, a fin de que Dios sea reconocido como Señor.
Las artes como nuevos profetismos
A partir de la segunda mitad del siglo XX, muchos artistas y pensadores vincularían la búsqueda de experiencias y lenguajes alternativos, con una transformación de la sensibilidad en sus obras. A través del uso de monocromías, figuras geométricas básicas como el cono, la pirámide, la torre o el prisma, y el abandono del marco en la pintura o del pedestal en la escultura, buscarían la reducción e incluso la eliminación, aparente, de componentes visuales y materiales, así como de concepciones tradicionales en el arte.
Lo anterior sería una forma clara de romper con los lenguajes, pensamientos y todo tipo de representación vinculada con una conciencia imperial y absolutista. Lo anterior los llevaría a converger con una «búsqueda cero» y con el impulso de la «tabula rasa» como descrédito y desconfianza ante todo tipo de representación (no sólo artística, sino política y de creencias) anterior; su imaginación y praxis como artistas serían una vía capaz de recrear al espíritu, a fin de reparar la conciencia tras la guerra.
Y es que, las expresiones artísticas en medio de épocas sitiadas de graves crisis (políticas, éticas y religiosas) acostumbran a experimentar en forma muy áspera la inadecuación de los lenguajes tradicionales para plantear interrogantes fundamentales y respuestas decisivas. Se puede decir que el intento de muchos de los artistas de esta generación, pretendió restablecer una comunicación directa con lo que les afectaba, a fin de nombrarlo de manera más potente a través del lenguaje simbólico. Al igual que la imaginación profética, ello sería la consecuencia natural del agotamiento de los lenguajes representacionales («crisis gramatical») y rompiendo con la conciencia del imperio que los hace posibles.
A través de la desfiguración del mundo de las formas en el arte para la reforma del mundo espiritual de su época, exponentes como Mathias Goeritz1 supondrán que en esta ruptura se despertaría un nuevo tipo de conciencia y espíritu que restauraría el valor de la vida, donde el arte, más que una escena de protagonismo, tendría un carácter de valor testimonial y transformador del espíritu humano por vía de la sensibilidad (¡el arte nos salvará!). Empezando otra vez y desde abajo, en un sentido sociológico espiritual, como dirá Goeritz, afirmaría en muchos de sus manifiestos (especialmente en «El arte oración contra el arte mierda» de 1960), cómo los nuevos lenguajes artísticos han de buscar rectificar todos los valores establecidos.
Creer sin preguntar en qué e intentar que toda obra humana se convierta en una oración: volver a creer en la pirámide, la catedral; en el ideal, en el amor místico y humano, único medio para volver a creer en la imagen de la nada y del todo, crucificando la vanidad y la ambición, a fin de abrir espacio a la ley interior de la fe, la forma y el color como expresión de adoración, donde lo monocromático expresará lo metafísico y la experiencia emocional, y la línea, con su modestia, creará el mundo de la fantasía espiritual, irracional, al servicio de la belleza y la entrega absolutas. Sin duda, lo anterior nos estaría acercando a un terreno muy semejante al descrito en torno a la imaginación profética, donde el cambio de conciencia y lenguaje, por vía de la metáfora, el símbolo y la sensibilidad, serán la clave para dar lugar a una realidad alternativa en un tiempo particular.
Quizá por esto, un pensador y, por qué no decirlo, promotor cultural, como Giovanni Batista Montini, mejor conocido como Paulo VI, dedicaría tanta atención a la relación arte/sacro; arte/iglesia; arte/religión; arte/teología, llevándolo a proclamar en mayo de 1964 un memorable discurso a los artistas, en el que manifestaría que, necesitaba de ellos pues sólo ellos eran «maestros» en el ministerio que hace accesible y comprensible, de hecho conmovedor, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de Dios. Su arte es aquel que capta los tesoros del espíritu y los reviste de palabra, de color, de forma, de accesibilidad. Puesto que el arte propicia, alimenta y evoca una conciencia y una percepción de la realidad alternativa a la del entorno cultural dominante, el arte es un tipo de profetismo que, hoy, daría a la Iglesia la posibilidad de comprender mejor al hombre y la mujer contemporáneos.
Para saber más:
Brueggemann, Walter, La imaginación profética. Santander: Sal Terrae, 1986.
Cuahonte, Leonor (ed.), El Eco de Mathias Goeritz. Pensamientos y dudas autocríticas. Ciudad de México: UNAM, 2007.
Heschel, Abraham Joshua, The Prophets. Nueva York: Harper and Row, 1962.
Lifton, Robert J. y Eric Olson. Living and Dying. Nueva York: Praeger, 1974.
1 Artista, escultor, historiador del arte y promotor cultural,
de origen alemán y asentado en México a partir de 1949.