En la raíz de toda doctrina religiosa está el encuentro con el misterio divino. Este encuentro produce una experiencia radical que globaliza las diversas dimensiones de la existencia, el afecto, la razón, la voluntad, el deseo y el corazón. La primera reacción, expresión de gozo, es la alabanza, el canto y la proclamación. Viene luego el trabajo de apropiación y de traducción de la experiencia-encuentro, hecho por la razón devota. Es cuando surgen las doctrinas y los credos.
Leonardo Boff, La Trinidad, la sociedad y la liberación
Conmemoramos en estos meses el primer sínodo general (concilio ecuménico) de los obispos cristianos, realizada hace 17 siglos, en el año de 325, en la asiática ciudad de Nicea. Convocada por el emperador Constantino I después del final de las sucesivas −y especialmente durante el siglo III e inicios del siglo IV intensas− persecuciones en gran parte del Imperio Romano, se inauguró entonces una incipiente estructura sinodal que sirvió ante todo para generar importantes consensos sobre aspectos centrales de la doctrina cristiana. Al igual que en las siguientes seis asambleas de este tipo (Constantinopla I, en 381; Éfeso, en 431; Calcedonia, en 451; Constantinopla II, en 553; Constantinopla III, en 680-681 y Nicea II, en 787), las enseñanzas de Nicea I son reconocidas por las grandes iglesias católica, ortodoxa, luterana y anglicana, constituyendo así un tronco doctrinal y espiritual común más allá de todas las divisiones posteriores.
Los contextos del concilio
Pueden distinguirse dos dinámicas diferentes que confluyeron en este evento, que es contado usualmente como el primero de la serie de veintiún concilios ecuménicos (en el sentido de generales o universales), de los cuales el más reciente es el Segundo Concilio Vaticano (1962-1965).
Una dinámica constitutiva fueron las múltiples y a veces muy agitadas discusiones teológicas y espirituales sobre aspectos centrales de la fe y de la interpretación de las Escrituras (recordando la determinación fundamentalmente concluida a fines del siglo II del canon del Nuevo Testamento, la emergencia de diferentes escuelas de exégesis, la persistencia de orientaciones apocalípticas y gnósticas y los retos que significaban para la teología las filosofías antiguas y las religiones paganas). Particularmente complejas resultaron diferentes concepciones de la Trinidad y de la naturaleza de Jesús de Nazaret crucificado y resucitado e identificado con el eterno Verbo Divino-Hijo de Dios. A esto se agregaron intentos de todo tipo para normar y estandarizar aspectos prácticos de la organización de la institución eclesiástica y de su administrativa de los sacramentos. Ambas temáticas eran debatidas en sínodos locales y regionales que alcanzaron a veces aceptación más amplia, pero el sínodo de Nicea fue el primero que pidió y con el tiempo obtuvo un reconocimiento por parte de las iglesias locales de todo el Imperio Romano e incluso más allá de las fronteras de éste.
La segunda dinámica constitutiva fue el abandono de la exclusividad y obligatoriedad de la antigua religión de Estado en el Imperio Romano (usualmente llamado “Cambio constantiniano” e identificado con un edicto imperial del año 313), el permiso para la realización de otros cultos y, después del largo período de persecuciones de los cristianos, el inicio de una posición cada vez más privilegiada del cristianismo, favorecido particularmente por el emperador Constantino I (nacido entre 272 y 288), quien se hizo bautizar poco antes de morir en 337. Después de combatir varios rivales y vencer al último de ellos en el año 324, se volvió un objetivo importante para Constantino la resolución de disputas y conflictos al interior de la comunidad religiosa cada vez más importante y que había generado una estructura jerárquica organizada de modo más o menos paralelo a las grandes ciudades y provincias del Imperio. Por ello, el emperador, quien trasladó la sede del poder de Italia a Bizancio, ciudad que refundó en 330 como nueva capital del Imperio con el nombre de Constantinopla (también llamada la “Nueva Roma” y hoy día conocida como Estambul) convocó a los obispos cristianos a una asamblea general en la entonces próspera ciudad de Nicea (hoy Íznik, al Este de Estambul, en la parte asiática de Turquía), lugar también de un palacio imperial de verano en el cual se realizaron las reuniones.
El desarrollo del concilio y sus principales decisiones doctrinales
Del concilio, que se llevó al cabo durante varias semanas en mayo y/o junio del año 325, no existen actas ni listas validadas de participantes, de modo que muchos de sus aspectos siguen siendo discutidos por los especialistas. Parece que participaron alrededor de 200 obispos (o sea, aproximadamente la mitad de los obispos residentes del Imperio Romano, más algunos pocos de lugares fuera del mismo) y un número no determinado de presbíteros y diáconos, invitados todos por el emperador quien también costeó sus viajes y estancias; es posible que hayan asistido también, como en sínodos regionales de la época, monjes y laicos. Casi todos los obispos provenían de la parte oriental-griega del Imperio, menos de media docena de la parte occidental-latina. El obispo de Roma mandó dos presbíteros como sus representantes, y es posible que el obispo de Córdoba, quien, al parecer, tuvo un papel relevante como consejero del emperador y como presidente de sesiones, haya participado también de alguna manera en esa función representativa.
Después de varios sínodos regionales celebrados durante los siglos III y IV en renombradas sedes obispales (Alejandría, Antioquía, Cartago, Roma) y otras ciudades importantes (Arles, Elvira), el de Nicea fue el primero con dimensión explícitamente “ecuménica”, o sea, general o universal. Abordó varias cuestiones tratadas en tales reuniones regionales, y se nota también los esfuerzos de dar cuenta de las verdades de la fe frente a concepciones religiosas no-cristianas de la época y corrientes filosóficas entonces en boga. Aunque al parecer solamente los obispos tenían derecho a voto, el emperador participaba activamente en las deliberaciones y convirtió después los resultados de las mismas en documentos legales para todo el Imperio.
Los debates del Nicea nos llevan directamente al centro de la fe cristiana, la doctrina trinitaria y la naturaleza del Hijo de Dios. A principios del siglo IV tuvieron mucha aceptación las tesis elaboradas por el presbítero alejandrino Arius, quien basado en planteamientos teológicos formulados durante los dos siglos anteriores y con el afán de exaltar la unicidad de Dios frente a las ideas paganas acerca de la existencia de muchos dioses, definió al Logos, la segunda persona de la Trinidad, como semejante al Padre, pero no igual, y, en consecuencia, como una criatura del Padre. Esta interpretación, que se presentó en una disputa teológica organizada por el obispo de Alejandría en el año 318, mostró inducir e incentivar todavía mucho tiempo después, diversas malconcepciones teológicas, pues según ellas Jesús era una especie de ser intermedio (e intermediario) entre lo divino y lo humano, lo que negaba tanto su real divinidad como su real humanidad, o las tres personas divinas eran entendidas solamente como tres “apariencias” de un único ser divino.
Después de largas disputas, la abrumadora mayoría de los obispos aprobó un Credo o compendio de verdades de la fe básicas, que retomó formulaciones previas de otras partes y las amplió y precisó, y condenó las concepciones arrianas como erróneas. Por lo que, aunque nuevamente algo ampliado y precisado varias décadas después por el Primer Concilio de Constantinopla, casi todos los cristianos confesamos desde hace diecisiete siglos que el Hijo es “de la misma naturaleza del Padre”, que es “engendrado, no creado” y es “Dios verdadero de Dios verdadero”.
Aparte de esto, el Concilio aprobó también veinte ordenamientos específicos referentes a aspectos tan diversos como la fecha universal del Domingo de Pascua, la organización eclesiástica (ordenación de obispos, prescripción de sínodos regionales, preeminencia de las iglesias de Roma, Antioquia y Alejandría), bautismo (su validez permanente), el trato que había que dar a quienes habían flaqueado durante las persecuciones y algunas modalidades de la penitencia pública.
Impactos teológicos y eclesiásticos
Si bien las palabras del Credo eran claras y fueron traducidas a varias lenguas antiguas, se difundieron solo lentamente durante las décadas siguientes. Al mismo tiempo, se abrieron diversas vetas interpretativas que, como suele suceder en estas situaciones, se opusieron primero de modo agudo, por lo que, a pesar de que posteriormente se pudo ver que algunas de ellas eran más bien complementarias, varias fueron declaradas heréticas y sus proponentes condenados. En este sentido, Nicea se convirtió en el inicio de intensas disputas doctrinales y reflexiones espirituales, generando la necesidad de nuevas aclaraciones conceptuales. De hecho, los mencionados concilios posteriores seguían explicitando lo afirmado en Nicea. Especialmente, el Concilio de Constantinopla I precisó en 381 el carácter del Espíritu Santo como persona de la Trinidad y enriqueció el desde entonces llamado Credo Niceno-Constantinopolitano, que sigue formando hasta hoy día parte de la liturgia dominical. A su vez, y basados en dicho Credo, varios de los concilios siguientes de la iglesia antigua se ocuparon de precisar a partir de la co-eternidad y la consubstancialidad del Hijo de Dios, la doctrina sobre la articulación de las naturalezas divina y humana en Jesús y, en consecuencia, también sobre la naturaleza y el papel de María.
Un segundo resultado, que hay que mencionar en consonancia con las dos dinámicas constitutivas de Nicea arriba señaladas, es el inicio de una nueva etapa de relaciones entre la Iglesia y el poder político, que implica el fin de la persecución y del martirio frecuente. Además, en Nicea, los asuntos doctrinales y organizativos de la Iglesia dejan de ser “internos” y se vuelven parte del emergente “régimen de la cristiandad”. La estructura eclesiástica se adecúa cada vez más a las estructuras imperiales, que a su vez se definen, al menos en parte, por sus vínculos con la primera y con las culturas hegemónicas correspondientes, como se puede ver incluso en la clasificación habitual de los concilios: los primeros siete identificados con el Imperio Romano y la preeminencia de las iglesias orientales, los siguientes diez marcados por la Edad Media y la preeminencia de las iglesias euro-occidentales posteriores al cisma oriental, y luego, los tres concilios modernos posteriores a la Reforma Luterana y el surgimiento del estado nacional (Tridentino, Vaticano I y II).
Para saber más:
Una detallada reseña de antecedentes, desarrollo e impactos posteriores del Concilio de Nicea es el capítulo de Lorenzo Perrone, “De Nicea (325) a Calcedonia (451): los cuatro primeros concilios ecuménicos. Instituciones, doctrinas, procesos de recepción” (en: Giuseppe Alberigo, ed., Historia de los concilios ecuménicos, pp.19-103. Ed. Sígueme, Salamanca, 1999).
Una sencilla introducción inicial la proporciona el capítulo I (“Concilios ecuménicos de la iglesia antigua”) de Norman P. Tanner, Los concilios de la Iglesia: breve historia (pp. 27-57; Ed. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2003).
Elementos históricos y sistemáticos contienen los capítulos 3 (“Esfuerzos de comprensión de la verdad trinitaria”, pp. 58-85) y 4 (“La comprensión dogmática de la Santísima Trinidad”, pp. 86-124) del conocido estudio de Leonardo Boff, La Trinidad, la sociedad y la liberación (Ediciones Paulinas, Buenos Aires, 1986).
Para la comprensión de la problemática teológica pueden ser iluminadoras dos breves entradas de obras sistemáticas: la voz “Trinidad” de la teóloga española Trinidad León (en: Juan José Tamayo, ed., Nuevo Diccionario de Teología, pp. 929-938. Ed. Trotta, Madrid, 2005), y el capítulo “Trinidad” del teólogo brasileño ya mencionado (en: Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, eds., Mysterium Liberationis: conceptos fundamentales de la teología de la liberación, vol. 1, pp. 513-530. UCA Editores, San Salvador, 1993).
También resulta instructivo el reciente documento de la Comisión Teológica Internacional, Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador: 1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea 325-2025 (<https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_doc_20250403_1700-nicea_sp.html>).
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