Queridos compañeros:
Al acercarnos a la luz al final del Adviento, estamos llamados a una seria reflexión: un tiempo para reconocer, no solo la gracia y las bendiciones recibidas en este año que termina, sino también nuestras sombras y desafíos, no solo como individuos, sino como familia humana global. En mis reflexiones, no puedo dejar de pensar en las sombras de los conflictos que han costado las vidas de cientos de miles de personas. Desde Ucrania a Myanmar y Haití, desde Gaza y Cisjordania a Sudán y la República Democrática del Congo, desde las Américas a Siria y Afganistán, hemos contemplado familias desgarradas y desplazadas, niños a quienes se impide crecer en paz y poblaciones enteras tan heridas que no sanarán por generaciones.
Para demasiadas personas, el estruendo de las armas de fuego ya es parte del ritmo de su vida diaria. Les resulta normal perder amigos y seres queridos a causa de la violencia. El odio que alimenta estos conflictos es la única lengua que se habla: se grita sin comprender. Nos hemos dedicado más a demostrar que tenemos razón que a intentar construir un mundo mejor. A causa de esto, el espectro de la guerra y la muerte se cierne incluso sobre nuestros tiempos más sagrados.
Sin embargo, hay luces en la oscuridad. Estamos rodeados de personas que están del lado de los pobres y los indefensos. Personas que nos recuerdan que todo ser humano es un hermano o una hermana que merece respeto, esperanza y futuro. Se nos invita a ser gente de buena voluntad que elige la compasión antes que el odio, la empatía antes que la indiferencia, la confianza por encima del cinismo que envenena todo lo que toca. Estas personas de Iglesia, trabajadores humanitarios, profesores, líderes comunitarios y otras personas que se oponen a la injusticia demuestran que diálogo no significa debilidad, que la reconciliación no es ingenua y que el perdón es el único camino para impedir que el odio decida sobre nuestro futuro. En ellos escuchamos la llamada a responder al sufrimiento que nos rodea.
A finales de noviembre viajé a Tierra Santa. El mundo contemplaba con horror las imágenes de Gaza, los atentados del 7 de octubre y sus secuelas, la ira ardiente que se convirtió en devastación. En otra época mejor, creo que nosotros – el mundo – habríamos gritado a una sola voz para detener la matanza, parar la venganza, hacer todo lo posible para proteger a quienes estaban en peligro, aliviar a los que sufrían o socorrer a los necesitados. Pero en nuestro mundo actual todo parece polarizado y politizado. La empatía se considera complicidad. La reconciliación se mira como traición. El deseo de comprensión se considera como una señal del mal, y esto alimenta a odio.
Mi peregrinaje a Jerusalén y Belén no fue una respuesta a esos titulares, sino un deseo de escuchar las voces de los que sufren. Me conmovieron los relatos personales de musulmanes y cristianos palestinos que describieron cómo se vive en la tierra de sus antepasados, aunque se los trate de invasores. Algunos hablaron sobre cómo los puntos de control se utilizan como una forma de venganza contra los palestinos en Belén y en Cisjordania. Otros describieron cómo sus tierras y olivos, sagrados para el pueblo, han sido sistemáticamente despojados y entregados a extraños. Otros más expresaron su negativa a ser expulsados de sus hogares, a abandonar la tierra por la que se sienten personalmente responsables, una tierra que simboliza sus raíces, una tierra que, si la dejan, nunca volverán a ver. Mientras escuchaba, oí historias de los que ya no están: una madre, un padre, un hermano, primos, amigos, todos desaparecidos sin ninguna esperanza de justicia. La «normal vida anormal».
Esa normalidad del sufrimiento se extiende indiscriminadamente. El padre Francesco Ielpo, Custodio de Tierra Santa, compartió conmigo la historia de un israelí que perdió a su esposa en los ataques del 7 de octubre. Asesinada ante sus ojos, los últimos momentos de su ser querido lo atormentan y hasta el día de hoy no puede volver a entrar en su hogar. Estas historias, que se encuentran por todas partes, traen consigo una sensación de violencia inevitable y desesperanza. Un cristiano palestino, tratando de explicar su sentimiento de impotencia, me dijo:
Estos testimonios fueron repetidos una y otra vez por muchos que viven en Jerusalén y Belén. No son incidentes aislados ni tragedias raras, sino momentos comunes de sufrimiento que han cubierto la tierra, infectando a todos los que tocan y propagándose como un veneno.
Es extremadamente difícil escuchar tantos testimonios de sufrimiento sin quedar paralizado por la desesperación o radicalizado por la ira, pero nuestra fe nos mueve a responder de manera diferente. No con desesperación o rabia, sino con una apertura al perdón y la sanación. Esta es la misión principal que nos ha sido encomendada por la Iglesia: llevar reconciliación a la gente. Unir divisiones como lo hizo Cristo. Pero, ¿cómo llega esa apertura a la Tierra Santa?

Foto: Cathopic
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