Pentecostés: escuchar las maravillas de Dios

La sorpresa de quienes escuchan a los discípulos hablar ese día de Pentecostés nos revela lo que significa el don del Espíritu: «Cada quien les oye hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua». Esto rebasa con mucho el simple hecho de hablar en una lengua distinta a la propia; como quiera que sea, eso podría lograrse con más o menos esfuerzo. Pero donde verdaderamente se hace ver el Espíritu es en esa capacidad de captar, en esas palabras, en esos gestos, en esas acciones que realizan estos hombres y mujeres del pueblo, las maravillas que Dios va haciendo entre nosotros.

Y es que el Espíritu no sólo se derrama sobre los discípulos reunidos aquella mañana en Jerusalén, sino que, a través de ellas y ellos, realiza también el milagro de que haya otros, hombres y mujeres, capaces de recibir sus palabras como buena noticia, como invitación a hacer de éste un mundo nuevo, a descubrir que Dios actúa entre nosotros y que, cuando lo hace, nuestra vida se transforma y alcanza a ver los caminos de plenitud que antes no veía y animarse a recorrerlos.

El milagro del Espíritu no acaba entonces en aquel pequeño grupo de Jerusalén. Esa capacidad de recibir la buena noticia de Dios y de anunciarla, con la misma fuerza con que se ha recibido, se va repitiendo una y otra vez, en cada época, en cada cultura y en diversidad de lenguas, costumbres y modos de conocer y encontrarse con Dios.

Y no se trata sólo de palabras. El milagro del Espíritu se verifica cuando, ante las lágrimas, el consuelo no se ve como un gesto impotente sino como el anuncio de la comunión que puede transformar nuestras relaciones en medio de tanta dificultad y violencia. Se hace sentir cuando se encuentran las palabras o los gestos necesarios para animar un corazón lastimado y sin esperanza. Se descubre detrás del

compromiso con las vidas de los otros, de la comunidad, para buscar juntos un futuro más sano, más de paz y de justicia. Se levanta cuando la voz de los hombres y mujeres no sólo recuerdan sus propios agravios, sino que reclaman la justicia que es debida a sus hermanas y hermanos.

Por eso el Espíritu no se nota sino cuando guía, cuando hace levantarse y caminar, cuando hace buscar la comunión que ilumina nuestras noches y da esperanza en las tinieblas. Es el Espíritu quien levanta nuestro corazón de libres, rescatándonos de toda esclavitud, para recordarnos que sólo Jesús es Señor y convertir esa declaración en obras, en palabras y gestos de hombres y mujeres que, como libres, pueden entregar su vida para hacer valer en este mundo el amor que quieren dar a su pueblo, a su comunidad, a su gente, a sus hermanas y hermanos, incluso a sus enemigos: el amor que es capaz de decir que, de verdad, nadie puede arrebatarnos la dignidad que el Padre quiso darnos con Jesús, al derramar en nosotros su Espíritu.

Es ese Espíritu el que viene a recordarnos, día y noche, que hemos sido hechos para cumplir la promesa de Jesús de convertir nuestras humanas relaciones en morada de Dios, en convivencia de Dios con nosotros, en espacio para que se dé a notar la vida que nos trae su Espíritu. Por eso Jesús lo llama «Espíritu de la Verdad»; no sólo de la verdad pasada, de lo que ya hemos vivido y conocido, sino sobre todo de la verdad por venir, de la que podemos construir con Él, si creemos que el amor hace posible lo imposible, como lo hizo ya en el mismo Jesús de Nazaret por la acción de este mismo Espíritu. El Espíritu es promesa de que en nosotros se verificará lo mismo que en Jesús se ha realizado, porque estamos unidos a su vida, y Él quiere seguir siendo para nosotros entrega y vida nueva.

En cada palabra con Espíritu, en cada gesto y obra sostenida en su amor, es Cristo quien va haciéndose en nosotros verdad y plenitud para este mundo, oportunidad de vida en serio en nuestra tierra, capacidad de comunión que está por darse y ya asomándose entre las tinieblas: capacidad que, en lo más profundo de nosotros y

tomándonos por entero, se hace obra, intento, búsqueda y palabra. Es así como, verdaderamente, el Espíritu sigue renovando nuestra tierra. Hoy, Pentecostés es una llamada a nuestro corazón para ver si cree que, de verdad, es posible cantar y anunciar, en todas las lenguas y para todos los pueblos, para todos los hombres y mujeres, especialmente los más desamparados, las maravillas que Dios hace y puede hacer cuando pone su morada entre nosotros, en nuestra comunión, en nuestra tierra.


Imagen de portada: Jonathan Oregón-Cathopic

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