En julio pasado se clausuró el Año Ignaciano, un año en el que se conmemoró la conversión de Ignacio de Loyola. El aporte de la editorial Buena Prensa para esta conmemoración fue la publicación de varios folletos con el objeto de dar a conocer la vida y obra del fundador de la Compañía.
Uno de los textos de esta colección: Ignacio de Loyola, renacido en la universidad (2021) de Pedro Antonio Reyes Linares, S.J. nos muestra una faceta muy importante de todas las que Íñigo desarrolló en el largo camino en su encuentro con Dios: la de ser educado y posteriormente convertirse en educador. Este camino inicia con la serie de las vicisitudes a las que se enfrenta, cuando, movido por el Espíritu busca comunicar su experiencia interior y «legitimar sus actividades como acompañante, espiritual de todas las personas» y concluye cuando el santo posee ya un gran bagaje de sabiduría e intenta imprimir su huella en la incipiente Compañía de Jesús.
Para entender dicho proceso, Ignacio de Loyola puede servirnos como una hoja de ruta, perfectamente trazada por Reyes, e ir descubriendo la manera en que Íñigo aprende, pero también cómo busca que otros aprendan. El autor del texto, quien, por cierto, es también profesor universitario, nos muestra este proceso de enseñanza/aprendizaje como una suerte de eje en el que podemos descubrir cómo se articularán todos los contenidos del folleto.
El texto de este jesuita comienza con una pregunta importante: ¿por qué va Íñigo a la universidad? Después de un largo viaje como peregrino vestido de harapos, parecería que la primera intención del santo es quedarse en Jerusalén
y morir entre los moros. Sin embargo, encuentra muchos escollos, entre ellos, nos dice nuestro autor «la prohibición del guardián de Jerusalén a quedarse en aquellas tierras», además, claro está, la complejidad de la gran misión espiritual que Ignacio descubre en su interior, esto es, «vivir y poner todos los medios para ayudar
a las ánimas».
Es este un gran anhelo, el motor central de la vida de Íñigo, el que lo hace transitar por sendas, a veces verdaderamente insospechadas, si pensamos que su formación ha sido estrictamente militar y no desde los libros. Primero
lo vemos como un hombre en sus treintas estudiando latín con un grupo de niños, después en las universidades de Alcalá y Salamanca y finalmente en París. Todo para solidificar su formación como transformador de almas.
Las etapas que el santo recorre pueden verse desde tres perspectivas, según las vamos descubriendo en el texto de Reyes, la primera desde las mociones espirituales que surgen conforme Ignacio va escuchando los deseos de Dios para él y conforme va dando forma y asentando su misión. La formación entre las aulas, la segunda —algo que Iñigo seguramente realizó a través de debates, lecturas y comentarios sobre sermones y autores importantes—, le ayuda a cimentar su visión teológica y hermenéutica y ampliar su horizonte intelectual. Por último, están todos los elementos que el santo va tomando de sus varios aprendizajes para ir construyendo su propio modelo educativo (Ratio studiorum) uno que «conjuga la virtud con las letras» y basado en «el buen orden en los estudios, dispuestos de forma sistemática y progresiva». Dicho modelo se aplicaría después a las Constituciones de la orden
y también a la manera en que los jesuitas buscarían formar a otras personas. Así, encontramos que su deseo de «salvar almas» no se contenta solamente con una reflexión especulativa, sino que parte, como ya lo señalé anteriormente, desde el proceso de enseñanza/aprendizaje ignaciano, que busca acercar la esfera espiritual con las realidades terrenales.
Cada una de estas perspectivas pueden irse encontrando en los capítulos que nos ofrece Reyes, quien tiene la virtud de presentarlas no como vías separadas sino como caminos que se encuentran y corren paralelos. Ignacio es un hombre que después de sus experiencias místicas, en las que va aprendiendo de Dios como «un niño de su maestro de la escuela» se siente movido a meterse en los libros y a aumentar sus conocimientos, para después amalgamarlos, reformularlos y aplicarlos a lo concreto del mundo. Este es el ser humano que nos presenta el autor, alguien que no divorcia la vida universitaria de la espiritual, la mística de la disciplina, los estudios del llamado de Dios. Rescatamos como un acierto de Reyes el análisis completo y profundo de todas las partes del andamiaje intelectual que conforma a Ignacio, sus modos de aprender, de enseñar, pero sobre todo de proceder.
Recomendamos este texto, que más que presentarnos un tedioso o complicado recuento de los eventos históricos de la vida de Ignacio, nos invita a reflexionar sobre este hombre que renace a través del estudio y del conocimiento para conseguir el sueño que Dios tenía para él. Las almas también se pueden salvar desde la academia.