Fue la pregunta que el sicario, que acababa de asesinar a Pedro, Javier y Joaquín, le hizo a Jesús Reyes, el tercer sacerdote jesuita que servía en la Iglesia de San Francisco Javier, en Cerocahui, municipio de Urique en la Sierra Tarahumara. Cierto que antes le había preguntado si Dios podría perdonarle y Jesús le había respondido que sí. Pero parecía que, en ese momento, cuando de pronto le asaltaba la lucidez para reconocer hasta dónde lo había arrastrado la violencia y las ansias de que todo respondiera a su capricho, no era suficiente el perdón de Dios, que sonaba lejano, sino necesitaba el cercano, concreto y personal que Jesús, el jesuita herido en el corazón por el asesinato de sus compañeros y hermanos, podía darle.
Me imagino el rostro de Jesús cargando con la confusión de rabia, dolor, miedo, compasión, también por aquel que tenía delante y le hacía esa pregunta. Creo que, como todos los que quisimos seguir a Jesús, el de Nazaret, sabía la respuesta, sí, claro que había que dar ese perdón, claro que había que darlo, porque el perdón es nuestro derecho de querer un mundo distinto, donde no rija esta violencia, donde no sea ésta la regla, y es un derecho que no nos da ninguna ley, ningún gobierno, sino solo Dios. Le dijo que sí, cargándolo todo, le dijo que sí.
No encuentro un homenaje mejor —o un seguimiento debería yo decir—, a las vidas entregadas de Javier y Joaquín que ese «sí» de Jesús. Es un sí que nos da la verdadera dimensión del perdón que queremos dar y que recibimos de parte de Dios en Jesús: es el perdón que crea un vínculo personal entre la persona que lo pide y quien lo da, pero que afecta al mundo entero. Es el compromiso, vivido entre dos, de que no queremos esta violencia, aunque hayamos sido parte activa en ella y la hayamos ejercido con nuestras propias manos, con nuestros pensamientos, con nuestras palabras, con el rencor y los enredos que se fueron dando en nuestro corazón. Es la afirmación de que podemos hacer otro mundo, otra forma de vivir, donde juntos, asesino y víctima, podamos buscar lo que no hemos conocido hasta ahora, una forma común de honrar a quienes quedaron asesinados, cuidando de la vida de quienes ellos se esforzaron en cuidar.
El sí de Jesús, el sí de su perdón, es una señal en medio de este mundo de violencias y lógicas de guerra. En la confusión del sicario delante de sus víctimas, ante el altar de Dios, está el testimonio de lo que verdaderamente ha sucedido con tantos niños y niñas, hombres y mujeres, de este país. En algún momento, también con nosotros. Se convencieron en algún momento, tal vez sin mucha conciencia, de que la violencia solo se podría contener con más violencia; que solo la violencia podía levantar un muro protector para que no me alcanzaran las balas del vecino y colocarme en un lugar mejor para hacerle llegar las mías, porque su vida y su presencia eran un peligro. Dicen que el sicario llegó drogado, pero no es la droga la que explica su asesinato, sino esta otra droga que lo convenció de que su fuerza le daba derecho de sacar siempre adelante su deseo, eliminando a quien fuera que se le pusiera delante. Esa droga que atrapó su corazón, que atrapa nuestros corazones cuando fraguamos venganzas o deseos de eliminar a los que estorban o simplemente no entendemos, y que atrapa los corazones de los gobiernos cuando solo piensan en aumentar armas y fuerza militar ante la tragedia. El sí del perdón de Jesús, del compañero jesuita en Cerocahui, y del de Nazaret, libera porque hace evidente esa trampa y su engaño mortal.
Ante los ojos de Jesús, que lo miraba lleno de confusión y dolor, el sicario vislumbró la posibilidad de ese perdón inaudito. Contempló por un instante la gracia absoluta de Dios que hay en el perdón, donde nada se merece y se ofrece gratuitamente simplemente porque lo necesitamos tanto. A su luz es que pudo salir del engaño y ver lo que acababa de hacer. No había querido llegar hasta allá. Miraba ahora incrédulo los cuerpos a los que había disparado, a lo mejor pensando, yo no quería matar a éste y a éste, yo solo quería… y tal vez se interrumpía en ese momento, porque sabía que no podía justificar el asesinato de Pedro, quien trabajaba como guía de turistas en la Sierra. Las ganas de matar al primero, y a la lista de anteriores que había matado, eran lo que le habían llevado a matar a quienes no quería matar. De pronto se le hizo evidente en su carne la espiral de violencia, de la que hablaban Helder Cámara y otros, pero él la vivía en su carne, no como víctima, sino como victimario. Su petición de perdón se hizo cargando también ese dolor.
“ Ante los ojos de Jesús, que lo miraba lleno de confusión y dolor, el sicario vislumbró la posibilidad de ese perdón inaudito. Contempló por un instante la gracia absoluta de Dios que hay en el perdón, donde nada se merece y se ofrece gratuitamente simplemente porque lo necesitamos tanto”.
El perdón también se dirige a convertir el dolor del victimario. No anula su crimen, y el dolor y vergüenza que acompaña a éste y que no se pueden borrar, pero quiere convertir ese dolor en resistencia a la violencia, en oposición a su propio deseo de dominio, en imaginación militante en contra de todo proyecto de eliminación de los obstáculos para inventarse un futuro de diálogo, de acuerdo, de colaboración y de dar límites y espacio para que podamos vivir nuestros disensos. Es ese el proyecto que acompaña al perdón. Pero, como todo proyecto que se ofrece a nuestra libertad, como es todo proyecto del Padre, todo proyecto de Dios, tiene una «débil fuerza mesiánica», como decía Walter Benjamin, la fuerza de la justicia, de saber que solamente esto y no menos, es lo que merece la humanidad y su Creador, pero existe la debilidad de estar constantemente amenazada por una mayor violencia y un mayor miedo que vuelvan a sumergir a la persona en su espiral.
Dicen que Jesús le suplicó, después de asegurarle el perdón, que no se llevara los cuerpos. Cuentan que, en ese momento, cuando tal vez el sicario dudaba, no en su cabeza sino en su corazón, entre el miedo de su propia cadena de mando y la justicia de la petición de Jesús, llegaron otras personas armadas. No sabemos cómo, decidió llevarse los cuerpos e irse con los armados. ¿Qué pasó ahí? No en lo exterior, sino en el corazón de ese sicario, no lo sabremos. ¿Hubo amenazas, gritos, alusiones a lo que querrían los jefes? No lo sabemos. No sé si Jesús, testigo silencioso de todo esto, lo recordará. Pero tampoco él puede saber lo que pasó en el corazón de aquel hombre que tomó los cuerpos de quienes había asesinado y se los llevó. Se notaba que también era una práctica acostumbrada, pues eso explica que Jesús le haya pedido que no se los llevara. Lo cierto es que la salida de ese hombre del templo, cargado con los cadáveres de los tres, lo volvió a sumergir en la oscuridad de la violencia.
¿Dónde estará ahora y qué pasará por su corazón? Tal vez haya mirado desde lejos los acontecimientos que siguieron en los días posteriores. Tal vez supo que encontraron los cuerpos, ahí donde él los dejó, y que se los llevaron para sepultarlos y celebrarles varias misas. Tal vez vio a sus hermanos y hermanas de la comunidad reunidos y llorando la muerte de sus padres, confesando sentirse en orfandad. Quizá recordó el tiempo en que creció junto a estos sacerdotes, porque dicen que también se había criado desde niño en la Sierra, en Cerocahui o en alguna comunidad de ahí cerca. Es posible que se haya acordado de muchas otras veces en que los conoció y cruzó palabras con ellos, recibió de ellos la comunión y, también, escuchó de su boca la absolución. Tal vez también lloró o sintió el vacío que dejaba en la Sierra y que también traía en el corazón, como aquella noche en que se preguntaba si Dios y también Jesús tendrían perdón para él. Tal vez espera todavía esa palabra, ese «sí», que pueda abrirle otra forma de vida, otra oportunidad. Lo seguimos esperando.
Esta espera no anula las otras, por el contrario, las promueve. Anima la espera de una mesa de diálogo donde podamos de verdad echar a trabajar las ideas y la imaginación para romper con esta violencia, que todos los días amenaza con sumergirnos en la impotencia. Impulsa la búsqueda del desarme de todas las partes, no solo de las armas que se tienen en las manos, sino también de la lógica que las anima desde el corazón, la de pensar que toda violencia solo se contiene con más violencia y que nuestros negocios tienen que ser protegidos a toda costa, pasando por la vida de quien sea que se atraviese en el propósito. Nos mueve a seguir promoviendo el respeto a la vida de todas las personas y de las comunidades con sus culturas y recursos para impulsar una vida de acuerdo y sin violencia. Abre el corazón a la esperanza de que, si un sicario delante de sus asesinados creyó que era posible el perdón y lo pidió con sus propios labios, podamos de verdad reconocer que en esa petición está la semilla de una vida nueva, la que de verdad queremos vivir y procurarnos todas y todos.