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Una década con Francisco

En octubre de 2012, en Buenos Aires, estreché la mano al cardenal Jorge Mario Bergoglio durante un mensaje que ofreció a periodistas y editores. Aquella intervención suya fue lacónica, pero, en retrospectiva, profética. Dijo que a la Iglesia católica le hacía falta «aire fresco» para librarla del «cansancio de los buenos» y que serían los espacios abiertos de diálogo, así como un audaz acercamiento caritativo con la realidad, las mejores vías para revitalizar el mensaje cristiano en el mundo contemporáneo. Menos de seis meses después el mundo conoció al papa Francisco en la figura de Bergoglio: un jesuita, latinoamericano, argentino, hijo de inmigrantes, periférico y, sobre todo, un pastor auténticamente formado y curtido bajo el espíritu del Concilio Vaticano II.

Sus primeros mensajes fueron simples y directos, pero fueron sus gestos los que comenzaron a inundar los medios de comunicación y a sorprender al mundo. Eligió el nombre del santo de Asís para recordar que la Iglesia tiene una responsabilidad primordial con los últimos, los descartados y los excluidos. También porque la sencillez de vida expresa amor por la creación y porque una auténtica reforma eclesial proviene de la humildad.

El nombre, que comenzó siendo inspiración, se acrisoló en estilo y en programa, pues si algo ha marcado el pontificado de Francisco ha sido la sobriedad y una humildad laboriosa —casi labriega— que, al igual que los campesinos de Millet, sólo toma pausa para dejarse inundar por el Misterio; para que en el trabajo y el silencio, incluso en el dolor, se escuche la voz de Dios.

Francisco ha sido el papa periférico «casi del fin del mundo» que, contra no pocas formalidades, ha procurado que el Evangelio hable antes que algunos símbolos clericales, herencias de tradiciones mundanas palatinas o de una época cuando el catolicismo convergía y competía con el poder político y económico.

En estos años Francisco ha puesto en marcha cambios sobre la estampa del pontífice al redefinir como ‘opcionales’ aquellas cosas que se creían ‘obligatorias’; decidió no vivir en los Palacios Apostólicos porque considera que «esa soledad no la hubiera tolerado»; renunció además a la residencia veraniega de Castelgandolfo para abrirla al público y, con ese gesto, parece que también abandonó el descanso: «Tengo demasiadas cosas que hacer, problemas por resolver», le dijo al entonces director de los Museos Vaticanos.

Foto: © mariano_2812, Cathopic
Foto: © mariano_2812, Cathopic

Con su estancia en Casa Santa Marta, Francisco aceptó perder mucha privacidad pero, a su decir, ha ganado «holgura espiritual». Aunque llegó al Vaticano «con edad avanzada» —como confesó a los cardenales justo después de haber sido electo pontífice— y no sin diferentes dolencias, su fortaleza física y espiritual le han permitido emprender la reforma del Vaticano, la producción de un abundante magisterio pontificio universal de esencia latinoamericana y la fatigosa empresa de haber cumplido 39 viajes internacionales en 53 países distintos (al cierre de este artículo, el papa habría visitado la República Democrática del Congo y Sudán del Sur, en África, en su cuadragésimo viaje fuera de Italia).

No se puede explicar a Francisco reduciéndolo a sus gestos o a las anécdotas, se requiere hacer reflexión profunda sobre su política pastoral y su abundante propuesta de magisterio contemporáneo. Es importante hacer un repaso sobre esta década con Francisco y cómo su pontificado ha sido auténtico aire fresco para la revitalización del mensaje cristiano en nuestra época.

De la reforma de las actitudes a la revolución de la ternura

Francisco ha sido el primer pontífice de la historia con el deber de gobernar la Iglesia católica después de la renuncia y la larga supervivencia de su predecesor. No hay que olvidar, sin embargo, que esta inédita decisión sucedió luego de profundas crisis tras los muros vaticanos que evidenciaban una grave descomposición en las instancias de apoyo a la Santa Sede. Los casos de filtración de archivos confidenciales, las acusaciones de corrupción y las evidencias documentales sobre los conflictos de poder e influencia en los primeros círculos de la figura pontificia revelaron que a la institución eclesiástica le urgía una reforma profunda. Una reforma que Benedicto XVI no podría conducir pues, en sus propias palabras, ya no contaba con «fuerzas para ejercer el ministerio petrino».

«En estos años Francisco ha puesto en marcha cambios sobre la estampa del pontífice al redefinir como ‘opcionales’ aquellas cosas que se creían ‘obligatorias’».

Por lo tanto, entre los primeros pensamientos de su sucesor en aquel marzo de 2013 estaba el de trabajar por la reforma de las instituciones eclesiásticas, especialmente de la Curia Romana.

En su primer mensaje de Navidad, Francisco advirtió a sus colaboradores y a todos los organismos administrativos eclesiásticos que «cuando la actitud [de la Iglesia] no es de servicio […] crece la estructura como una pesada aduana burocrática, controladora e inquisidora».

En septiembre de 2013 el papa ofreció para la publicación Civiltá Cattolica pautas de su gobierno y política pastoral: «Las reformas organizativas y estructurales son secundarias […] la primera reforma debe ser la de las actitudes». Es decir, la reforma del gobierno de la Iglesia, para Francisco, debía comenzar con el cambio de actitud, pero también requería cierto método y propósito; además destacó la importancia de los mecanismos colegiales y de consulta ya existentes, pero consideró que aún hacía falta «darles una forma menos rígida».

«La reforma del gobierno de la Iglesia, para Francisco, debía comenzar con el cambio de actitud, pero también requería cierto método y propósito».

Francisco siempre ha estado consciente de las críticas contra la institución católica por su «rigidez», no por la solidez doctrinal o disciplinaria, sino por la dureza en las funciones, los servicios y las actitudes frente a quienes buscan en ella caridad y compasión. Ya antes había reconocido que esa dureza hacía que algunos cristianos mostraran una «cara de pepinillos en vinagre en lugar de personas alegres que tienen una vida bella». Para el papa, el cristiano debe ser primordialmente una persona alegre pues «la alegría no puede quedarse quieta: debe caminar. La alegría es una virtud peregrina. Es un don que camina». Es decir, que la actitud está unida a la práctica, al método y a la obra.

Por ello, la apuesta de Francisco en esta materia ha sido la sinodalidad, emprender alegremente un camino compartido y común: «El mundo en el que vivimos, y que estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones, exige de la Iglesia el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión […], el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio», dijo durante el 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos. Reconoció que sinodalidad «es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no es tan fácil ponerlo en práctica».

En ese mismo discurso Francisco insistía en que la sinodalidad implica escucha, pero también la necesidad de «abajarse» para ponerse al servicio de los hermanos a lo largo del camino; un camino que, además de alegría, requiere permanente discernimiento. «Y discernir significa humildad y obediencia. Humildad respecto a los propios proyectos. Obediencia respecto al Evangelio», dijo a obispos recién consagrados en septiembre de 2017. Así, una profunda reforma de actitudes y un auténtico sentido de sinodalidad indefectiblemente conducen a esa frescura y audacia anheladas, a la revolución de la ternura.

«La ternura es el amor que se hace cercano y concreto. Es usar los ojos para ver al otro, usar los oídos para escucharlo, para sentir el grito de los pequeños, de los pobres, del que teme el futuro, escuchar también el grito silencioso de nuestra casa común, la tierra contaminada y enferma. Significa usar las manos y el corazón para acariciar al otro, para cuidarlo. Es el lenguaje de los más pequeños, del que tiene necesidad del otro. No es debilidad sino fortaleza», explicó en una charla TED en abril de 2017.

De ese modo puede sintetizarse el gobierno pontificio de Francisco: un anhelo de cambio que comienza con la propia actitud, un camino común que se comparte con los demás con alegría y un discernimiento permanente en el que la humildad, la solidaridad y la ternura son los motores de una auténtica revolución en la Iglesia.

La tarea, vista en perspectiva, no ha sido nada sencilla; al gobierno de Francisco también lo han tratado de dinamitar con filtraciones, acusaciones, cuestionamientos y singulares extrañamientos. Y si Bergoglio ha criticado algo ha sido a las habladurías y murmuraciones: «Los chismes pueden matar, porque matan la fama de las personas», ha dicho reiteradamente.

La reforma de la Curia Romana finalmente llegó el 20 de marzo de 2022 con la constitución apostólica Praedicate evangelium. Nueve años más tarde el documento sintetiza algunos cambios administrativos; pero, en el fondo, dota a la Iglesia universal de una carta de navegación que no la distraiga con mundanidades.

Una pastoral periférica llena de alegría y caridad

Francisco ha edificado un amplio y sencillo magisterio; apegado a la doctrina, audaz; inspirado por la centralidad de la vida cristiana pero intensamente limítrofe. Más que sus tres encíclicas y un puñado de cartas y exhortaciones apostólicas, existe una riqueza de magisterio cotidiano de Francisco con abundantes reflexiones homiléticas en Casa Santa Marta y las catequesis semanales. También en momentos singulares como el histórico Statio orbis de marzo de 2020, el momento extraordinario de oración en tiempos de pandemia.

De sus tres encíclicas, la primera aún no muestra el pleno sentido narrativo personal de Bergoglio, pero sí su intervención. Él mismo confesó que Lumen fidei es un texto «a cuatro manos», pues forma parte de la tetralogía teologal iniciada por Benedicto XVI: Deus caritas est; Spe salvi y Caritas in veritate. En la ruta ideada por Ratzinger, la expresión del amor de Dios se actualiza en la esperanza de la salvación, la caridad en la verdad y la luz de la fe.

En Lumen fidei podemos encontrar un primer atisbo de lo que Francisco emprendería como mirada y anhelo pastoral: «Sentir la gran alegría de creer, reavivar la percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos desvela».

Su estilo audaz, no obstante, salió a la luz en noviembre de 2013 en forma de su primera exhortación apostólica Evangelii gaudium. El documento ofrece un análisis sobre la tristeza del mundo actual —esclavizado de individualismo, consumismo y placeres superficiales— y convoca a los cristianos a redescubrir la alegría que el mensaje cristiano propone.

Apuesta por una renovación de la cristiandad contemporánea, capaz de transformarlo todo mediante una opción misionera radical que no sienta «la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor […], Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás». Una cristiandad llamada a liberarse de simbología y normativas desgastadas en el tiempo, urgida a atender prioritariamente a los pobres bajo una convicción «teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica»; pero, sobre todo, a ser una cristiandad que se atreva a “ser una Iglesia en salida […] para llegar a las periferias humanas”.

«La apuesta de Francisco en esta materia ha sido la sinodalidad, emprender alegremente un camino compartido y común».

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En la exhortación Francisco acrisoló una de sus frases más distintivas: «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos».

En 2015 Francisco volvió a sacudir al mundo con su segunda encíclica, Laudato si’. Se trata de un documento que critica con severidad el sistema económico contemporáneo y propone —más que un programa o una política— toda una esfera relacional de cómo muchas de las crisis humanas, sociales, ecológicas y políticas están conectadas por una falta de conciencia y respeto hacia la Creación, la Casa Común de toda la humanidad.

Considerada como una encíclica ecológica, Laudato si’ va mucho más allá del ecologismo pragmático: desnuda las injusticias operadas por las estructuras de poder en los procesos de producción y de consumo; alerta sobre abusos inmorales como la privatización e hiperexplotación de recursos naturales; evidencia que la depredación ambiental provoca cambios climáticos y el recrudecimiento de fenómenos migratorios; acusa a las potencias globales de megalomanía e insaciable interés pecuniario; fustiga a modelos socioeconómicos que desprecian la vida de los «improductivos» como los ancianos, los discapacitados o los no nacidos; recomienda poner límites a los grandes potentados mundiales, y suplica que, frente al desastre ambiental, se escuche a las poblaciones originarias porque para ellos «la tierra no es un bien económico, sino don de Dios […] un espacio sagrado».

Finalmente, Fratelli tutti es una carta que busca la paz entre los pueblos del mundo y recupera reflexiones surgidas en sus viajes apostólicos y los encuentros con líderes políticos y religiosos. Es también una encíclica entregada entre las sombras de una pandemia global jamás antes vista: «Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos», pronunció en el Statio orbis durante 2020.

Fratelli tutti no puede comprenderse sin concretos esfuerzos de paz y reconciliación. Han sido históricos, por ejemplo, el abrazo al patriarca Kirill de la Iglesia católica ortodoxa rusa, en Cuba, o la reunión con el líder chiita ayatolá Ali Al Sistani en Iraq. Pero también las audiencias con líderes sociales y políticos, entre las que destaca simbólicamente el encuentro con líderes de Sudán del Sur en abril de 2019, cuando urgió a los gobernantes a trabajar por la paz en su pueblo, arrodillándose y besando los pies de los políticos africanos.

Fratelli tutti alerta que los conflictos entre grupos humanos se deben casi siempre a alienaciones provocadas por las ideologías porque esclavizan al ser humano con egoísmos y abusos contra el prójimo en la supuesta defensa de un orden político. Propone la revaloración de la buena política porque sólo a través de ella se logran las transformaciones sociales necesarias; también lamenta que muchas veces la política esté sometida a mandatos de la economía, del mercado o del eficientismo tecnocrático, de ideas que pervierten la solidaridad humana, de colonialismo ideológico y, sobre todo, de incertidumbre y temor.

Francisco apela por la fraternidad universal, por la dignidad humana, por sus derechos plenos y por una integración social sin ambages, aboga por los migrantes, los descartados, los pobres y excluidos; afirma que la sana política conoce el valor del «amor al prójimo y al bien común» y sabe anteponer el amor en las virtudes para enfrentar los desafíos compartidos.

Mirada, escucha, encuentro y misericordia

«El centro del Evangelio es la misericordia». En estos diez años Francisco ha insistido en la misericordia. La ha mantenido en su lema pontificio y ha promovido su reflexión en todo momento. En 2015 convocó al Jubileo Extraordinario de la Misericordia y al final de éste explicó: «La misericordia es esta acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida».

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La llama «acción» porque está compuesta de verbos que le dan sentido y Francisco ha reiterado en diferentes momentos cuáles son: «Mirada, escucha y encuentro». Una mirada de ternura que vea más las necesidades que los defectos; una escucha «confiada y honesta» que implique incluso «un sacrificio de sí mismo» y un encuentro que se haga cultura, pero aún más, hasta «tocar las heridas de nuestra gente».

Ya antes, en Amoris laetitia, también había exhortado a cristianos y pastores a no «encasillar en rígidos esquemas a personas y familias heridas por el pecado» y «que se eviten los juicios que no tengan en cuenta la complejidad de la vida». También en Evangelii gaudium indica que la comunidad evangelizadora «entra con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo».

Con gestos y palabras Francisco ha confirmado que la principal y más urgente tarea de la Iglesia es ser un «hospital de campaña»; que el ideal de los pastores es tener «olor a oveja» mientras acuden sin temor a las «periferias existenciales». Francisco tiene claridad de que la misión central de la Iglesia es curar heridas, ofrecer consuelo, encontrarse con los pecadores «para que se descubra la cercanía y ternura del Padre que perdona», pues «la Iglesia no condena para siempre» porque «nadie, por más herido que se encuentre por el mal, es condenado en esta tierra a estar separado para siempre de Dios».

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