En el horizonte de la dynamis (fuerza) neotestamentaria, el ágape se muestra como una realidad portadora de energía, que comunica fuerza e imprime movimiento. El amor verdadero no es sólo interior, privado, sino exterior y visible. Es el camino de la solidaridad con el hombre, un estilo de vivir que va llevando a madurar, a progresar en el seguimiento de Jesús. Es una realidad transformadora del sujeto y de su entorno. Su origen está en Dios, pues Dios mismo es amor. Se manifiesta a nosotros visiblemente, históricamente, en el Hijo Jesucristo, enviado por el Padre a este mundo. Él es la señal máxima del amor de Dios por nosotros (Jn 3,16), una manifestación magnífica, inesperada, extraordinaria: «En esto se manifestó el amor de Dios por nosotros, en que Dios envió a su Hijo único al mundo para que tuviéramos vida por medio de él» (4,9).
Una manifestación, sin embargo, oculta en la pobreza de la carne, de tal manera que ni siquiera es reconocido por el mundo ni recibido por su propio pueblo («vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron»: Jn 1,11). Una misión marcada con el signo de la contradicción, el rechazo, el abandono y el sacrificio cruento. El amor está presente en nosotros como un don, que nos mueve a su práctica y a su difusión en la caridad fraterna. Viene a nosotros, en un movimiento ‘descendente’, y se difunde desde nosotros a los hermanos, en un movimiento ‘horizontal’. Podemos amar, porque «Él nos amó primero» (4,19).
El amor de Dios se va perfeccionando en nosotros, con la práctica de la caridad fraterna. Este amor asegura nuestro corazón en la confianza, expulsa el temor de nuestra vida. Pero no podemos pretender amar a Dios si no amamos a nuestro hermano.
Relación con otros temas de la misma Carta:
- La luz: «El que ama a su hermano permanece en la luz» (2,10).
- La vida: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama está instalado en la muerte» (3,14).
- La justicia: «El que no practica la justicia no es de Dios, lo mismo que aquel que no ama a su hermano» (3,10).
- La comunión: «Si nos amamos unos a otros, Dios mora en nosotros» (4,12).
- La fe: «Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros» (3,23).
- El conocimiento: es un tema repetidamente mencionado en la Carta, que se explica dentro del grande tema sobre la Nueva Alianza, como trasfondo de la misma Carta. Un ejemplo: «Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (4, 7–8).
El tema de la Nueva Alianza impregna todo el texto de la primera carta de Juan, a pesar de que el término «alianza» no se mencione. La existencia cristiana es vista como una comunión de vida, entre los hermanos y con Dios. Se puede leer todo el mensaje de esa epístola desde la perspectiva del tema del «conocimiento de Dios» como tema de alianza, que se refiere no a un conocimiento filosófico, sino experiencial. A lo largo de su historia, el israelita fue conociendo a Dios, no como una esencia abstracta, sino como un ser vivo, potente, actuante en su favor y protección.
El amor joánico, una realidad histórica
- En su manifestación
Juan enfatiza su interés por lo histórico, tanto en la manifestación del amor de Dios como en la respuesta del creyente. La atmósfera en que se vive la relación con Jesucristo, en los Evangelios, es siempre el mundo de lo humano. San Juan señala la entrada del Hijo de Dios a este mundo nuestro, complicado y doloroso: «La Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros» (1,14). Quiso llevar una vida como la nuestra, compartir nuestra suerte, hacerse uno de nosotros: «probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hebr 4,15). Después de 30 años en la pobreza, el trabajo sencillo y el anonimato, comienza su vida pública. Pasará por el hambre, la sed, el miedo, la soledad, la agonía, para terminar con la muerte de un criminal, con el sentimiento de abandono, no sólo de sus amigos, sino —lo que es más trágico— de su mismo Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Este aspecto de anonadamiento de Jesús en su pasión y muerte ha sido siempre «escándalo» y «locura» para todos aquellos que son del «mundo» de todos los tiempos, incluyendo el nuestro.
Tan humana y sencilla es su vida y apariencia, que causa asombro en el momento en que comienza la actuación propia de un maestro: «¿De dónde le viene esto? ¿Y qué sabiduría es ésta que le ha sido dado? ¿No es éste el carpintero? Y se escandalizaban a causa de él» (Mc 6, 2–3).
De manera especial, este desvelarse de Dios en su Hijo está relacionado con su obra redentora: «Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). El evangelio de Juan recapitula toda la vida de Jesús en 13,1, en la noción de ágape: «Habiendo amado (agapesas) a los suyos que estaban en el mundo, Jesús los amó (egápesen) hasta el fin». Pero esta manifestación del Hijo de Dios no es en poder y majestad todavía (como será en su segunda venida), sino en la condición humana: en la fragilidad de la sarx (carne). Su existencia está fuertemente marcada por la pobreza. Jesús nace, vive y muere pobre. Se coloca entre aquellos a los que nada protege. Como fue pobre durante su vida, en su muerte aparece su pobreza más claramente dramática. Pablo escribe a la comunidad de Roma: «Pero en esto Dios prueba su amor por nosotros: Cristo murió por nosotros mientras que éramos todavía pecadores» (Rom 5,8).
El amor de Dios alcanza su culminación sobre la cruz, mensaje que según Pablo es «escándalo para los judíos, locura para los paganos» (1Cor 1,23). La carne es, en Jesús, el lugar de la revelación, el sacramento vivo de la presencia divina, el templo donde Dios reside (D. Mollat, S.J., Études Johanniques, 52). La inserción del Verbo de Dios en la suerte de la humanidad no puede ser más histórica: tiene una edad, pertenece a una época, a un pueblo concreto, su duración es breve. Para él, la vida es una jornada de trabajo que debe cumplir, y comparte nuestro destino común hasta la muerte, en toda su crudeza: la dificultad, la angustia, el arresto y el final doloroso y humillante. Una existencia no compatible con un mundo meramente ‘espiritual’.
La humanidad de Jesús es de una riqueza tal en su revelación que, gracias a ella, Dios se nos hace particularmente visible en su misericordia. Jesús no sólo habla, con explicaciones y parábolas, sobre el significado definitivo de la misericordia divina, sino, sobre todo, él mismo la encarna y personifica. «A Dios nadie lo ha visto nunca» (1Jn 4,12). Con todo, Jesús, con su estilo de vida y acciones, ha revelado cómo en este mundo corrupto está presente el amor actuante, que tiene en cuenta todo lo que es humano. La presencia del amor operante es, finalmente, lo que ayuda a ser creíble, en este mundo, la palabra antigua del Éxodo: «Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad» (Ex 34,6).
- En nuestra respuesta
Las expresiones sobre el amor en la primera epístola de Juan apuntan a una respuesta de parte nuestra. Nuestro amor al hermano debe ser, no de palabra, sino «con obras y de verdad» (3,18). No se trata de cualquier amor, el que debemos practicar, sino de un amor generoso y aun heroico. La respuesta del cristiano al amor de Dios, dirigida a favor del hermano en necesidad, se ve inspirada por la misma actitud de Dios al ver a su pueblo sufriendo en Egipto, la misma que experimentó el samaritano por el herido en el camino: la compasión.
La contemplación del mundo actual presenta un escenario tal que la respuesta del amor concreto y compasivo no puede esperar. El sufrimiento humano se presenta por todas partes, en proporciones gigantescas, y constituye un reto y una llamada a la fe que actúa por la caridad, y que debe convertirse en caridad efectiva. La presencia del mal en su rostro de guerra y de injusticia social múltiple es un reclamo a nuestra inconsciencia y un reto a la pobreza de nuestra generosidad.
La Tradición cristiana, como una herencia secular, nos ha enriquecido en enseñanzas sobre la práctica de la misericordia, en tratados, cartas, sermones. Lo complicado de la sociedad actual desafía nuestra creatividad, para buscar cómo enfrentar eficazmente esta situación dramática, profundamente pecaminosa, que está destruyendo la vida de tantos empobrecidos. El aspecto consumista de la sociedad que nos rodea es un enemigo poderoso que está erosionando nuestro propio estilo de vivir.
Para evitar el peligro de una visión exclusivista de lo social, que pudiera desembocar en el odio, y que, más que salvar, destruiría al pobre mismo, es necesario que este combate se lleve a cabo desde el espíritu del Evangelio. A pesar de lo valioso de su oferta, la acción del cristiano no será siempre bienvenida. El asesinato de no pocos sacerdotes, en los últimos años, es una prueba de esta resistencia y odio del mundo. Para acercarse al sufrimiento humano hace falta un corazón de pobre, tener inventiva y creatividad, para situarse inteligentemente en la complejidad del mundo actual. Ineludiblemente, el servicio al pobre tiene que ver con la lucha por la justicia, que irá siempre asociada a la persecución. El ejemplo de Jesús y de tantos seguidores suyos así nos lo enseñan.
Dios nos manifestó su amor en nuestra historia. Nosotros, por tanto, debemos responder amando «con obras y de verdad», también en lo concreto de nuestra historia, al hermano necesitado. Y nuestra respuesta deberá comprender lo personal y lo social, para ser auténtica.
Foto de portada: Angiemenes-Cathopic.
3 respuestas
Gracias. Excelente análisis.
Qué el Señor le siga iluminando Padre López Barrio🙏🙏🙏
Siempre profundo y didáctico. ¡¡¡Un abrazo, querido Tito!!!
Claridad en la exposición y en la propuesta, no invalida las dificultad para vivirlo en un mundo que la «persecución» es la del éxito… y no precisamente la justicia.