No soy una persona sencilla. Dudo que alguien lo sea. Soy la gota que derrama el vaso y el vaso que se derrama; soy similar a un nudo terco que no se deja desenredar. Como laberinto, doy vueltas y ni yo me entiendo. Difícil encontrarles sentido a tantos desvíos. Sé que no soy la única. En la adolescencia, ¿quién puede decir que tiene la vida resuelta? A veces siento piedad por la gente que camina a mi lado; no es fácil vendar el corazón. Me gustaría ponerme en sus zapatos y mirarme desde fuera, ¿cómo logran encontrar palabras para comunicarse con esta presa a punto de estallar? Admiro su capacidad de permanecer tan cerca, sin ser consumidos en el intento.
Trato de descifrar por qué a los adultos les cuesta tanto decir las palabras que añoro escuchar. Al fin y al cabo, ellos también tuvieron mi edad. Sentada en el comedor o a la orilla de la cama de mis padres, la frase que repito es: «no quiero soluciones, consejos, ni regaños… quiero que me escuchen». Hay esta barrera entre generaciones que nos impide vernos y entendernos. Existe un teléfono descompuesto que pocos intentan reparar. Nos lanzamos un montón de «—Hola, ¿me oyes?», pero el audio viaja distorsionado, y del otro lado, la estática difumina un mensaje. No comprendo qué nos hace tan extraños entre nosotros, después de todo, los años no son genes mutantes que nos convierten en otra especie.
Sin embargo, dentro de esta «brecha generacional» veo un rincón de esperanza: Mi familia. Son ellos quienes, desde antes de nacer, han estado delante de mí para guiarme, a mi derecha para apoyarme y detrás de mí para protegerme. Si bien los adultos y jóvenes a menudo parecen estar distanciados, mis seres queridos se presentan como una excepción a este patrón. Tienen sus fallas, igual que yo; pero siguen aquí, junto a mí, sin importar mis muchos errores y tropiezos. Reconozco el esfuerzo que hacen para estar presentes en mi vida, son mi estándar de lo que debería ser el acompañamiento.
En ocasiones el mundo se siente increíblemente inestable bajo mis pies. Mi familia me recuerda que Dios es mi roca, mi inmutable fortaleza, quien nunca cambia y me sostiene esas veces que me tiemblan las piernas y ya no puedo caminar. Necesito saber que no me va a devorar el león que me acecha, aun esas veces cuando sólo vive en mi cabeza.
Te pido que sostengas mis brazos si se me acaban las fuerzas y ya no quiera seguir. Recuérdame que hay tierra firme y que no estoy caminando en el aire entre dos abismos.
Con el tiempo, mis raíces crecerán por sí solas y ya no me arrastrarán los vientos. Pero ahora sólo necesito un jardinero que no me deje caer, que enderece mis ramas torcidas.
Me desgasto persiguiendo versiones perfectas de mí misma y de lo que me rodea. Dibujo mil y un círculos, pero me siguen saliendo chuecos. Se me escapan de la boca horrores que nunca debí decir; mis manos hieren cuando deberían acariciar y me salen dientes en vez de dulzuras.
En las noches llego llorando al cuarto de mi papá por no poder ser “todo eso y más” y él no me recibe con acusaciones, sino con gestos gentiles. No apunta a mis iniquidades como si tuviera la palabra «tonta, tonta, tonta» escrita en la frente. En su lugar, me dirige a un Dios que ya es perfecto porque yo no puedo serlo, un Dios que no me rechaza por mi suciedad.
Recíbeme en tu casa y enséñame a lidiar con estas manchas; te prometo que me voy a disculpar por haber dejado la alfombra enterregada.
Esta sociedad que silencia a los jóvenes bajo la premisa de que «los adultos mandan» debería sentarse a escuchar a mi hermano mayor al estar conmigo. Él no me comunica sus ideas como si no pudiera seguirle el ritmo; me habla como a un igual. Mi hermano presta atención cuando me expreso, incluso cuando tartamudeo, me trabo y se atropellan mis pensamientos. No soy increíblemente inteligente, lo sé. La famosa frase «solo sé que no sé nada» parece escrita para mí. Pero escucha y platica conmigo; no sabes si mi «nada» puede enseñar a tu «nada». Quizá, al final, los dos sabremos un poquito más. Tengo menos años en la tierra, pero no significa mis ideas deban perderse en el aire. Atrápalas, deja que se desenreden, fluyan y hagan eco.
Enséñame a usar mi voz, aunque titubeé.
Da miedo crecer. Todo parece cuestión de vida o muerte, me angustio por migajas en la cama y estoy atrapada en una entrevista incómoda con el futuro —no sé qué decirle—. La gente de mi edad comprenderá que la mente es una escalera infinita en espiral. Se necesita más que un simple «no te preocupes» para calmar a este gato rabioso que me araña el estómago. Sin embargo, un «no temas» en boca de mi mamá se vuelve mi espada en contra del miedo. Sé que no lo dice para que ya me calle y me vaya a dormir; en su voz encuentro el sufrimiento que comparte conmigo en medio de mi ansiedad.
Es mucho pedir, pero déjame ver que tú también sientes mis dolores. Aleja la indiferencia ante mis pesares.
No es raro que mis pensamientos se vuelvan campo de batalla. Mi papá me exhorta a aferrarme a mi fe cada vez que la desesperanza amenaza con envolverme. Me dice que puedo descansar en el Dios que lucha por mí y que siempre sale victorioso.
Acompañante: fija mis ojos en lo que está más allá de la oscuridad que me nubla el alma y me quita el valor. Ayúdame a nombrar lo que estoy sintiendo porque los terrores se sienten más mansos si les pones nombre propio y apellido.
Los adolescentes necesitamos guías que nos muestren el camino y nos ayuden a ver lo que no podemos descubrir dentro de nosotros mismos. Hacen falta personas que construyan con amabilidad, pero que también que sepan corregir con firmeza cuando nos equivocamos —y sí, nos equivocamos bastante—. Pongo de ejemplo a las personas que viven bajo el mismo techo que yo: mi familia. Que refleja la semejanza de Dios, mi más fiel compañero, cuando no me dejan sola.
Esto es lo que busco en un acompañante, en un amigo o en un grupo de apoyo: un destello de la gracia y amor que vienen desde lo alto. Entiendo que es un reto acompañar a alguien que aún no tiene claro hacia dónde va, pero colócate a la derecha de ese viajero un poco perdido y sin mapa, ayúdale a encontrar su rumbo. Más que direcciones, basta con que estés allí.
9 respuestas
Muchas gracias por tus sentires convertidos en palabra, arrojan luz e invitan a poner atención en la cercanía.
Muchas gracias por esta reflexión..!
Vivo en un mundo donde nunca me enseñaron a ser padre, y tampoco bien hijo, aún así estas palabras me hacen reflexionar el acercarme a mis hijas y saber de sus inquietudes, Yo responsable de ser guía y ejemplo me he perdido en esa línea tan delgada del trabajo diario y escuchar a mi familia, esa monotonía que hoy hace reflexionar y que me hace enderezar mis caminos.
Valiosa aportación de una joven con futuro.
Muy bonita reflexion y palabras exactas para entenderla palabras claves que llegan al corazon, como si conocieras lo q uno quiere escuchar de alguien gracias x compartir
Soy madre de dos jóvenes de secundaria y no saben cómo impactó en mi este escrito, VALE MUCHO LA PENA LEERLO!
Muchas gracias Romina y muchas felicidades, eres una gran escritora con un inmenso potencial.
Profundo y verdadero, un poco doloroso pero real, demasiada distancia entre los adultos y los futuros adultos, que Dios nos ayude y nos de sabiduría
Con una gran libertad interior para escribir lo que viven los jóvenes y la necesidad que tienen de ser escuchados no juzgados, muy buena reflexión.
Tan hermoso como sensible texto, profundo y digno de analizar, no sólo en pantalla, sino en la dinámica familiar/social.
¡Gran tarea nos dejas!
🤗
Soy padre de 3 adolescentes y esto concientizó un pensamiento el cual no había profundizado!!
Súper impactante! Vale mucho la pena leerlo!
Gracias.
Captura de una forma profunda y honesta lo que significa la adolescencia, esa etapa llena de preguntas, inseguridades, y la búsqueda de ser comprendido. Me parece muy acertada. La vulnerabilidad y el anhelo de acompañamiento que reflejas es universal. Me recuerda la importancia de la empatía en cualquier relación.
Gracias por compartir algo tan personal y lleno de matices.