Ante las dificultades de la vida que nos golpean muchas veces de forma inesperada uno tiende a preguntarse: ¿Por qué a mí? ¿Por qué soy estéril? ¿Por qué perdí a mi familiar de esta manera? ¿Por qué padezco esta enfermedad? ¿Por qué me pasa esto precisamente a mí? ¿Por qué desparecieron a mi hermana? ¿Por qué me asaltaron con lujo de violencia? ¿Por qué este accidente?
Desde luego que, si somos creyentes, esto podría llevarnos —a mí me llevó— al Libro de Job, el hombre bueno y justo que pasaba por la vida haciendo el bien, a quien de repente le fueron cayendo uno por uno los males más inesperados: perdió sus riquezas, sus hijos, su salud, etc. No perdió a algunos viejos amigos, pero con esos amigos ¿para qué quiere uno enemigos? Ellos y su mujer sólo hacían que las heridas dolieran más. Los amigos estaban seguros de que algo habría hecho Job para que Dios lo castigara así, le pedían que lo reflexionara y pidiera perdón, pero Job sabía en su corazón con claridad que no había hecho nada que mereciera tales males. ¿Por qué Dios lo castigaba? Así que Job decide que quiere hablar con Dios y así lo demanda.
Como a un niño pequeño haciendo pataleta se lee a Job quejándose de sus males ante Dios y se escucha a Dios como un padre dulce y paciente que le pregunta: ¿Y dónde estaba Job cuándo yo hice el cielo y la tierra? Esta pregunta es una bofetada, se expresa con ternura, pero es otra manera de decir ¿Quién eres tú para creer que mereces algo? ¡Eres fruto del amor! ¡El amor es gratuito!
Job no existía antes de existir para llenarse de méritos que lo hicieran surgir de la nada a la vida.
El problema de preguntarnos ante la desgracia ¿por qué a mí? es que repasamos una vida con sus altibajos, pero con cierta certeza de no merecer los males, de ser buenitos o buenitas, de que en el marcador global de nuestras acciones no hay nada que justifique el mal al que de repente una se enfrenta.
Una buena idea es cambiar la pregunta y presentarla de manera negativa: ¿Por qué a mí no? Si existen tantos males en el mundo, si hay niños muriendo de hambre y padeciendo abusos, si hay personas literalmente explotando, pisando bombas enterradas, viendo su cotidianidad desaparecer ante los intereses de los poderosos, si sigue habiendo esclavitud y tráfico de órganos, si hay bebés que nacen y vivirán el resto de su vida con enfermedades terribles, si hay gente inocente en las cárceles, si sigue habiendo discriminación de todo tipo, entonces el «¿Por qué a mí?» se muestra como lo que es, la pregunta egoísta de personas que hemos sido hasta cierto punto privilegiadas y que hemos tenido la oportunidad de vivir una vida más o menos buena, honesta y tranquila y que no concebimos que el mal sea algo que nos acontezca. ¿Por qué? Si hemos sido muy buenitas, muy buenitos.
Pero la pregunta está mal planteada debido que responde a una lógica muy humana y equivocada también. La vida no es fruto de nuestros méritos, es un regalo. Todo en la vida es un don inmerecido, es fruto del amor inconmensurable de Dios. Sin embargo, los seres humanos tendemos a pensar meritocráticamente. Como si la vida fuese una carrera en la que cada logro es fruto del esfuerzo; con esa lógica los que sufren, padecen y no han tenido nuestras mismas oportunidades es porque algo hicieron mal, ¿o no? Si la respuesta es no, entonces ¿por qué el asombro cuando el mal nos acontece a nosotros?
Si en lugar de preguntarnos «¿Por qué a mí?» nos preguntáramos «¿Por qué a mí no?» la perspectiva cambiaría radicalmente; ya no pensaríamos en lo buenitos o buenitas que somos sino en lo afortunados que hemos sido. Descubriríamos que habíamos gozado de una vida afortunada de tal manera que el mal nos sorprende y conmociona así, solamente porque no nos había tocado vivirlo. Si la pregunta fuera ¿Por qué a mí no? descubriríamos que la fraternidad humana está en todo aquello que nos hermana, que nos iguala, que nos brinda humildad. Descubriríamos que la precariedad y la vulnerabilidad son parte de nuestra humanidad y no una excepción.
Después de todo, el Dios al que seguimos se hizo humano, sufrió vejaciones, traiciones, una parodia de juicio y fue crucificado. Siendo esto así, ¿por qué a mí no?
Imagen de portada: Fabio Losada-Cathopic
2 respuestas
Ante la enfermedad, los imprevistos, la muerte, la angustia, preguntamos porque a mi? Y preguntamos, no al mundo que es el causante, en muchos casos, de nuestra angustia, sino le preguntamos a dios. Curiosa nuestra reacción de impotencia.
El mundo somos todos, hay estructuras sociales que generan condiciones de mal y nosotros en mayor o menor medida somos parte de eso, preguntarnos cómo y por qué es también importante