El papa Francisco ha hecho pública su última encíclica Dilexit nos, una carta a todos nosotros sobre el amor de Jesucristo, que nos ama con un solo corazón que es humano y divino. Es quizá una encíclica que no esperábamos, pero que tal vez necesitábamos. Y es, además, una especie de manifestación de aquello que ha animado y seguirá animando el modo de ser Iglesia que Francisco quiere para nuestras comunidades hoy. Es un testamento en vida de un fuego interior.
La encíclica va sobre el corazón de Jesús y el desafío que Francisco lanza a toda la Iglesia –porque sí, quizá su repercusión será más ad intra– es vivir con corazón en una realidad que parece haber olvidado la capacidad de compadecerse en las lágrimas de quien todo lo pierde por el ídolo ególatra de la autoafirmación y la voluntad de ser los únicos con derecho a existir. Vivir desde el corazón, para Francisco, es vivir con esa capacidad de que se nos vuelva intolerable las lágrimas que producen el sinsentido de la guerra y la violencia (no. 22). Hemos de trabajar para que la agresividad y los deseos obsesivos puedan ponerse bajo el «dominio político» del corazón (no. 13). Que nuestra inteligencia y voluntad puedan moderarse por la fuerza del amor.
En el primer capítulo, Francisco nos regala ese nihil obstat para aquellos que buscamos otras emergencias epistemológicas necesariamente alternativas ante la razón como principio absoluto. El amor, propone Francisco, es garante de la inteligencia. Y no sólo de una inteligencia emotiva, sino también práctica. Hace del amor y del affectus principio de conmoción originaria sin la cual no es posible pensar la realidad (no. 16, 24).
Pero no sólo el corazón es el núcleo del ser humano, –identidad que es anímica y corpórea, física y espiritual (no. 21)– sino que es principio de cambio social y comunitario. Uno de los grandes aciertos de la encíclica es afirmar que el tomar seriamente el corazón de Cristo como donación y encuentro ha de tener consecuencias sociales. Francisco nos invita a que volvamos constantemente al Concilio Vaticano II, en especial a Gaudium et Spes, donde ya se reconocía que el desequilibrio fundamental del mundo moderno está conectado con el corazón humano y que no podemos apartar nuestros ojos de la humanidad. Para que nuestra generación mejore tenemos que trabajar todos juntos (no. 29).
Por ello, ninguna devoción al Corazón de Jesús puede prescindir del Dios revelado en los evangelios. Jesús muestra con palabras y gestos la proximidad de Dios, que es ternura y compasión (no. 35). Porque el Señor sabe la bella ciencia de las caricias (no. 36). Sus palabras no eliminan sus sentimientos, y ningún seguimiento de su evangelio dispensa de esa conmoción que pide el amor. La superficialidad –advierte el Papa– puede convertir al corazón en un romanticismo religioso, en una diversión espiritual. Pero cuando buscamos profundidad, descubrimos que la palabra de amor más elocuente es la que se dice, sin decirlo, en la cruz (no. 46).
Ninguna devoción puede estilizar la fuerza de la Buena Noticia que Dios nos revela en Jesús. Dios ha querido hacerse cercano, sensible y accesible, cuando ha optado por nuestra condición histórica (no. 58). No podemos diseccionar el cuerpo histórico de Jesús y quedarnos con un órgano separado, desnaturalizado (no. 55). El Papa recuerda a los teólogos que no podemos relegar al mundo de lo prehumano e infrahumano el cuerpo y los sentimientos (no. 63); y que no existen dos adoraciones, una al encarnado y otra al divinizado. Hay una sola adoración que es a la Palabra de Dios hecha carne (no. 68).
Es el mismo Francisco el primero en reconocer los límites de este lenguaje. La tradición de la Iglesia ha hablado del corazón de Cristo muy diversamente (no. 79). Por eso, Francisco salta desde lo simbólico a lo practicado, de los Padres de la Iglesia a las reflexiones medievales, de la Devotio moderna al magisterio de los últimos pontificados. Francisco intenta presentar una historia balanceada de una espiritualidad cristiana. Pero quizá para un lector contemporáneo no es fácil no perderse en el «por qué decir con este decir» … Sin embargo, me parece que Francisco busca un adecuado equilibrio entre la «devocionalización» de una verdad evangélica –el modo en que Dios es amor– y una «absolutización» de las prácticas comunitarias –hacer vale más que interiorizar la experiencia del amor–. La auténtica devoción es un camino espiritual (no. 83).
De ahí que nuestro discernimiento ha de estar puesto en no querer vivir una espiritualidad sin carne, principio de un dualismo jansenista; la verdadera salvación pasa por la carne (no. 87). Pero también la salvación pasa por el afecto, por la ternura de la fe, que es experiencia espiritual personal y compromiso comunitario y misionero. Tener inteligencia estética del amor de Dios es reconocer que la gracia no es algo mágico, sino que pasa tanto por la belleza del amor donado al mundo como por la fealdad de un pecado que afea el mundo.
Consolar es esa práctica, propia del sensus fidelium, entre relacionarnos con el Cristo vivo y resucitado y al mismo tiempo con el sufriente en la cruz (no. 154-155). ¿De qué sirve llorar? Pues sirve para expresar que el proyecto de amor no está realizado aún (no. 158), pero también para vaciar la obsesión por nosotros mismos y tener espacio para la sed de Dios que llora con su pueblo. Deseando consolar, salimos consolados (no. 161).
Pero a la consolación ha de unirse una segunda acción, la reparación. Es significativo que Francisco hable de la reparación como un construir sobre las ruinas. Y es que si la vida del corazón orgánico está posibilitada por un tejido muscular que le permite la contracción continua e involuntaria de bombear sangre a todo el cuerpo (miocardio), la sanación del corazón del amor debe pasar por la regeneración del tejido social roto por el odio y la violencia. Sobre las ruinas de las estructuras de pecado social, el corazón de Cristo ha querido necesitar nuestra colaboración para reconstruir el bien y la belleza (no. 182).
Reparar al corazón de Jesús no es vivir como «pararrayos» de un rencor justiciero de Dios (no. 195), como si alguna deuda hubiera quedado y que el amor de Jesús en la cruz no hubiera pagado. No. Reparar es vivir según la justicia de Dios, una justicia que se comprende sólo desde el amor (no. 197). Actuar en la justicia es, para Francisco, curar las heridas de la Iglesia y del mundo. Es pedir perdón (no. 187); es comprometerse a no usurpar el poder de Dios (no. 192); y a no vivir desde el rencor del ego herido (no. 202). El camino es el abajamiento.
La encíclica del Papa nos lanza un reto fundamentalmente evangélico. El desafío será superar la cuesta de un lenguaje muy particular. Lo lexical está fundido aquí con lo estructural, requiere atención y voluntad de comprensión. Sin embargo, para el Papa, está encíclica es el corazón de lo que él ha escrito en Laudato si’ y en Fratelli Tutti. Beber del amor nos hace capaces de tejer lazos fraternos, reconocer la dignidad de todo ser humano y de cuidar la Casa Común (no. 217). Y es que quizá hemos de leerla como una carta a sus hermanos y hermanas en la fe, como un testamento espiritual de lo que es y seguirá siendo su ministerio petrino, una invitación a enamorar al mundo de la misión del Evangelio. Un itinerario para el jubileo:
La propuesta cristiana es atractiva cuando se la puede vivir y manifestar en su integralidad; no como un simple refugio en sentimientos religiosos o en cultos fastuosos. ¿Qué culto sería para Cristo si nos conformáramos con una relación individual sin interés por ayudar a los demás a sufrir menos y a vivir mejor? ¿Acaso podrá agradar al Corazón que tanto amó que nos quedemos en una experiencia religiosa íntima, sin consecuencias fraternales y sociales? Seamos sinceros y leamos la Palabra de Dios en toda su integralidad. Pero por esta misma razón decimos que tampoco se trata de una promoción social vacía de significado religioso, que en definitiva sería querer para el ser humano menos de lo que Dios quiere darle (no. 205).