Como todos los días, los pastores salen a trabajar, sin tener dónde reposar las cabezas, sin estar en un lugar fijo, y con la única tarea de cuidar al rebaño, de protegerlo de los demás animales, de vigilarlos durante la noche. Ser pastor no es una tarea fácil, en ocasiones se debe pasar la noche con un poco de frío, y ante ello sólo queda prender el fuego y arroparse. Las conversaciones entre los pastores suelen ser de los mismos temas, no aparecen muchas cosas nuevas: que si la oveja del vecino apareció, que si es tiempo de esquilar el rebaño, que dónde se puede encontrar el mejor lugar para ellas, etcétera.

Y así pasan las noches, entre la vigilancia constante del rebaño y la conversación amena con los otros. Hay tiempo para orar, para hacer silencio y contemplar las escrituras; a fin de cuentas, en el silencio y con la noche estrellada, solamente queda contemplar la maravilla que se presenta. Este es uno de los elementos que con el tiempo se va desarrollando al realizar la labor de cuidar el rebaño, contemplar. Estar con los ojos y con el corazón abiertos, estar mucho más presentes, estar atentos a los movimientos externos, a lo que el rebaño necesita. Después de todo, el rebaño representa la subsistencia de la familia, del pueblo. Contemplar en el silencio, parar, observar con cuidado, con atención.

Foto: Cathopic

Seguramente ésta ha sido una noche un tanto similar a las otras, entre conversaciones eufóricas que poco a poco se van acallando y van abriendo paso para arropar al rebaño. Así ha llegado el tiempo para orar, para contemplar, para compartir las preocupaciones con los otros pastores y aquello que atormenta el corazón de cada uno, porque es allí, en el silencio, cuando salen a flote las inquietudes que tenemos en la vida, los miedos, los deseos. Es en nuestro silencio donde podemos ponerle nombre a lo que sentimos, reconocer lo que mueve nuestro corazón, agradecer por los dones; es sólo en el silencio donde podemos reconocer lo que somos y podemos disponernos hacia los otros.

Es en esta noche, que se desarrolla como de costumbre, en la que no se esperaba que nada fuera a suceder, cuando un ángel del Señor sale al encuentro. Una sola presencia que hace que los cimientos de la vida se muevan. Ante el miedo de los pastores las primeras palabras de aquel ser divino acallaron todo pensamiento: «No teman». Una presencia y un mensaje que hace entender que nos encontramos frente a un momento especial, frente a un enviado del Señor. Su voz se hace presente como un mensaje sincero, sin violentar. En sus palabras parece que la escritura se anima y adquiere la vida del soplo divino. En medio de los pensamientos que crean situaciones hipotéticas rápidamente, que nos llenan de preguntas, que nos hacen sospechar, dudar, el mensaje del ángel viene a nuestra propia vida, a nuestro corazón, y entendemos que somos el pueblo escogido por el Señor. Entre nuestras dificultades, nuestra pobreza, nuestra indecisión, el ángel viene con una palabra de consuelo. Entendemos entonces que el Señor viene a nosotros, a nuestro contexto, para anunciarnos la Noticia, no como quien irrumpe violentamente, sino como quien espera que el silencio y la presencia completa hagan espacio para escuchar su voz, para dejarnos arropar en el «no teman».

Ante una llamada de este estilo, cuando se siente que todas las murallas de la vida caen, cuando el corazón encuentra sentido, cuando las preguntas y los pensamientos son acallados por la consolación del mensaje, ponerse en camino es la respuesta más adecuada. Dejar el rebaño por una alegría mayor, dejar lo que parecían las seguridades de la vida. Retirarse del rebaño por un momento implica aprender a soltar cuando hemos aprendido a ser, y abrirnos a la Buena Noticia, a un horizonte diverso, a un camino lleno de alegría. Es el Señor el que nos ha invitado a caminar, a salir a su encuentro, a visitarlo, a vivir con él. Así que, aun con los nervios y la indecisión que conllevan el seguir una llamada, una vocación, dar el primer paso, dejando el rebaño, encontramos consolación en las palabras «no teman» del ángel. Esa misma voz que sentíamos dentro, que nos invitaba a caminar, a dejar detrás todos los pensamientos y comentarios, nos hacía sentir que estábamos caminando hacia el lugar correcto, el corazón ardía en el camino al encuentro.

Tras escuchar la voz del ángel, el camino al encuentro con Jesús lleva a pensar que sucederá algo grande, como nunca antes se ha visto. El corazón se mueve entre la gran expectativa y la alegría que fue anunciada. Somos invitados a acompañar y a  contemplar a Jesús que nace en un pesebre. Es el camino a un encuentro que hace entender que Dios quiere entrar en la historia por medio de su hijo, por medio de un bebé, de un niño. Tan frágil y tan divino, tan humano y tan Dios. Invitados a contemplar a Jesús en el pesebre, envuelto en pañales, hace pensar que el camino hacia el encuentro con Jesús es más de lo que parece, no es solamente el magnífico encuentro con Dios hecho uno de nosotros, sino que también es la oportunidad de volver la mirada sobre nuestras vidas y sobre nuestra manera de acoger lo Divino. El camino preparaba el corazón para poder recibir con alegría la mirada de un bebé que acaba de nacer y que solamente en su mirada interpela nuestros proyectos, nuestra vida.

La pregunta entonces no es por qué Dios se hizo como uno de nosotros, o por qué el ángel nos anunció la Buena Noticia, sino que el interrogante está en la disposición del corazón para acoger y anunciar. Acoger la invitación del ángel a caminar al encuentro con el Señor nos ubica en el momento en el que nos damos cuenta de que las preocupaciones, los miedos, las alegrías, toda nuestra vida, adquieren un sentido diferente si dejamos que el Mensaje entre en nosotros, y, para ello, en ocasiones debemos hacer silencio, aprender a contemplar en el diario vivir, dejar el rebaño, las seguridades, los miedos, las incertidumbres y ponernos en camino al encuentro de Jesús, que al tiempo que caminamos nos dispone el corazón.

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