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Los millenials ¿una generación de cristal?

Felipe Gaytán

Se cree morir por la Clase, 
se muere por la gente del Partido. 
Se cree morir por la Patria, 
se muere por los Industriales. 
Se cree morir por orden de un Estado, 
se muere por el dinero que lo sostiene. 
Se cree... 
¿Por qué creer en una oscuridad tal? 
¿Creer? ¿Morir?... 
¿Cuándo aprenderemos a vivir?
Herbert Marcusse

José Ortega y Gasset señala en su texto El tema de nuestro tiempo, que cada generación tiene un nombre, no el que ella eligió sino el que le asignó la generación que le precede. Los denominados millenials o Generación Z fueron llamados así por la generación de adultos contemporáneos conocida como Generación X. 

Sin embargo, las etiquetas de millennials o Generación Z solo encubren una serie de estereotipos y estigmas bajo los cuales se ha intentado clasificar la baja capacidad de los jóvenes de afrontar los retos de una época cuyo rasgo dominante es la incertidumbre.  Se les ha señalado como una «generación de cristal», en oposición a la de los adultos autoasumidos como «generación de concreto» aunque, claro, no se esté considerando que las épocas son distintas y por tanto la forma de afrontar la realidad también lo es.

Mientras la Generación X que administra hoy los distintos ámbitos sociales viene de una realidad en donde todavía el desarrollo era una promesa y que, aun cuando sus miembros vivieron la caída del mundo de Berlín y el fin de las utopías, crecieron bajo el concepto del «fin de la historia» y del advenimiento de un nuevo mundo. Aunque, cabe señalar, sus miembros vivieron con un profundo miedo a un milenarismo que representaba la llegada del año 2000.

 Esta generación creció con esos miedos, bajo el imperio de un milenarismo que, si bien fue de corte secular, marcó a muchos, tal y como lo discuten Carlo María Martini y Umberto Eco en su libro ¿En qué creen los que no creen?, publicado en 1998.

Pero, el temor frente al fin de la historia se diluyó como una pompa de jabón y llegaron después eventos como el de Nueva York, el 11 de septiembre; las guerras regionales; las pandemias del Ébola, y de la gripe H1N1, y el mundo no terminó en el 2000.

 Después de la Generación X, los millennials entraron a la escena, y desde su aparición han experimentado grandes cambios, sobre todo en las relaciones laborales que no les garantiza la permanencia en un empleo, ni tampoco beneficios como la seguridad social. Enfrentan además otros escollos como la imposibilidad de ahorrar o de generar los medios suficientes para una mejor calidad de vida; las exigencias de una esfera económica determinada por el consumo; las demandas de insertarse en un ámbito financiero y profesional, que en la actualidad no es una garantía para conseguir suficientes recursos para el futuro, y que, además, ya no asegura a nadie el ascenso en la escala laboral, muy a pesar de la formación académica con que se cuente. 

Para rematar, vemos también la insistencia en caracterizar la época de los milennials como una en la que se relativizan los valores morales y religiosos derivados de la pluralidad social, cultural, étnica y racial. Ante lo cual, grupos conservadores han asumido la necesidad de tutelar los derechos y libertades de conciencia, información y elección de las personas para encauzarlas por los «valores verdaderos», pero, ¿a quiénes habría que tutelar? 

Se ha pensado que habría que «meter orden» en estas nuevas generaciones porque sus jóvenes son considerados por muchos como permisivos, sin aspiraciones, desencantados, demasiado sensibles. Se dice que viven sólo en el presente y que tienen un lenguaje diferente sobre cómo perciben al mundo. El resultado es la etiqueta que les han puesto: «generación de cristal», puesto que representan en sí mismos la fragilidad del mundo y la percepción incierta del tiempo futuro. 

Sin embargo, esa misma «generación de cristal» ha demostrado que tal percepción estigmatizada está construida a partir de un juicio de los adultos cuya experiencia del pasado ya no brinda claves para entender la incertidumbre del porvenir. Además de que es, claramente, la consecuencia de un proceso de transición generacional que esos adultos no ven en el corto plazo, pues todavía se sienten jóvenes. 

Esto puede verse en la descalificación que se hace al lenguaje inclusivo y al reconocimiento de la diversidad de identidades raciales, étnicas, de género y generacionales. Su uso extendido entre los millennials revela una mayor facilidad para comprender su tiempo frente a las generaciones precedentes, las de «concreto», que parecen ser insensibles al no comprender el sentido del lenguaje inclusivo, más allá de lo meramente anecdótico. 

De manera similar, ocurre con eventos, imágenes y símbolos venerados en el pasado. La apropiación que los jóvenes han hecho de éstos ha disparado múltiples y nuevos conceptos: por ejemplo, la colaboración entre grupos de rock icónicos y nuevas figuras del pop, como en el caso de Metallica con Miley Cyrus. Existe, además, la apropiación de espacios bajo nuevos significados como las calles, las plazas públicas y barrios tradicionales, la desacralización de figuras emblemáticas para reconstruir en torno a ellas un sentido más humano, de cercanía y desde una perspectiva llena de sentido del humor como ha ocurrido con los héroes nacionales, las figuras políticas e inclusive religiosas.

Vemos, por ejemplo, que a la figura de Jesucristo o de la Virgen María se les han dado rasgos de amabilidad y cercanía, fuera de la rigidez formal de los cánones eclesiásticos y a las cuales les han dado rasgos de amabilidad y cercanía fuera de la rigidez formal de los cánones eclesiásticos, como ha sido la figura de la «Virgencita, plis» de la marca Distroller. Esto, que para los adultos sería una herejía, es en realidad una forma de apropiación del mundo, a partir de otros paradigmas de significado en el que las imágenes se hacen cercanas frente a un largo horizonte que todavía no se vislumbra. 

Foto: © peus (Eugenio Marongiu), Depositphotos

Millenials, la incertidumbre
que acompaña su tiempo  

Más allá de las disputas culturales, la forma de entender el mundo de la nueva generación ha dado la vuelta a los estigmas que antes señalé y que la ha identificado como un grupo débil en pensamiento y acción. En realidad, los jóvenes han estado construyendo un camino de solidaridad, justicia y esperanza en un mundo de incertidumbre para el momento en que, como adultos, les toque asumir la administración del mundo. Saben que no pueden hacerlo individualmente y que necesitan del otro para iniciar una transformación.

Aunque de forma individual estos jóvenes han sido víctimas particulares de la violencia y de la falta de oportunidades laborales. Han caminado una senda incierta hacia un futuro personal y laboral ante la cual han buscado otros derroteros, más allá de los que tradicionalmente se les han impuesto: constituir una familia tradicional y tener un patrimonio fijo, tal como lo hicieron su padres o abuelos.

Lo anterior no se ha dado por falta de voluntad, sino porque las condiciones han cambiado: lo que reciben en términos financieros, de reconocimiento y de integración social es menor a las demandas que deben cubrir para seguir insertos en el mercado laboral. Así, van transitando entre puestos y empresas, entre el ser freelance o el convertirse en emprendedor, sin importar el esfuerzo que hayan hecho por conseguir un grado académico. 

Además de la incertidumbre laboral, los jóvenes han sido también el mayor blanco de los niveles de violencia. Ellos y ellas han sido sus principales víctimas. Son los que están más expuestos por su alta vulnerabilidad, producto quizás de tener una vida social más activa y en la que se mueven con una mayor confianza, sin cuidar las señales de alerta que existen.

El sector más castigado, sobre todo en nuestro continente, ha sido el de las mujeres jóvenes, que siguen padeciendo la violencia machista. Esto nos lo muestran los altos índices de feminicidios y la impunidad con que se comenten. Tristemente, hemos visto cómo estos riesgos han llevado a las mujeres a considerar peligroso el simple acto de caminar por las calles. Es nuestro país, junto con Guatemala, Colombia y Brasil los considerados como más peligrosos. En ellos se vive entonces bajo un doble estigma: el ser joven y ser mujer. 

De la incertidumbre a la acción la construcción de la esperanza desde la solidaridad

Si bien, cada joven ha padecido individualmente la vulnerabilidad de un tiempo incierto, también es innegable que estas nuevas generaciones han encontrado un sentido de solidaridad para construir un proyecto de justicia y esperanza que puede ir más allá de la ficción.

A diferencia de la Generación X, que en los años noventa se quedó pasmada ante la caída de los modelos utópicos como el Muro de Berlín y la URSS y que vivó con el sentimiento de que había llegado demasiado tarde a los grandes cambios de la historia, pero que aún estaba en un momento en el que era demasiado pronto para construir algo nuevo. La generación de los millenials, en cambio, ha tomado su futuro en sus manos de forma colectiva. Esa generación de «cristal», es en realidad de vidrio templado, resistente y flexible. Ha sabido unir voces distintas y distantes, tratando de superar la discriminación, la violencia y la precariedad económica y ha intentado construir un nuevo mapa político inclusivo, fuera de las decisiones elitistas y los autoritarismos en los distintos países. 

Han sido varios los despertares de esta generación, atendiendo no sólo una causa específica, sino una agenda más amplia.  Podemos ver a los millennials en acción, desde la solidaridad que han mostrado ante desastres naturales como en México, hasta en las demandas políticas por una mayor apertura democrática en Chile. Un país que desde la iniciativa empujada por los jóvenes ha tomado forma para la elaboración de una nueva constitución del país.  Hemos visto también la presencia de jóvenes universitarios en las protestas sociales en Colombia y Nicaragua y una nueva generación de artistas que ha desacralizado la Revolución Cubana desde el interior del régimen. 

Las jóvenes también han impulsado un cambio radical en la exigencia de justicia y reconocimiento de sus derechos a vivir sin miedo. Los colores verde y morado han inundado las calles en América Latina demandando el cese del acoso y la violencia hacia la mujer. De igual manera, la nueva generación de las comunidades LGBTQ+ ha superado el miedo para hacerse visible en el espacio público
y ha logrado alcanzar el reconocimiento legal y político de las identidades de género y de las diversas orientaciones sexuales; además de sus luchas para   eliminar la violencia de género que por ser diferentes padecen. 

La participación de los jóvenes millenials en estos problemas sociales no ha sido una decisión o acto deliberado por construir una agenda generacional. Antes bien, han sido las propias circunstancias, derivadas de los conflictos soslayados o evadidos por la generación de los adultos (representada en instancias sociales, económicas y de gobierno) que, no sin cierta parsimonia, ha tratado de resolver los problemas, más en la urgencia de resolver las necesidades inmediatas, pero sin una gestión adecuada ante lo que es importante para el futuro. 

Como resultado, muchas y muchos jóvenes han comenzado a sumar sus voces para lograr cambios, no para este presente, sino para su futuro. Los jóvenes en Chile tomaron las calles para expresar varias demandas sociales, estas expresiones, con el paso del tiempo se convirtieron en una gran manifestación que rebasaría el país sudamericano y que condujo a las bases para una nueva Constitución Política. El costo que pagaron fue muy alto: detenciones, lesiones en los ojos, censura y represión, etc., pero al final lograron abrir la ruta para el futuro de esa generación que se prepara para el relevo en la política y la economía. 

Colombia y Cuba, aunque en distintos escenarios y regímenes distantes, han expresado también sus demandas buscando cambios políticos y solución a los problemas sociales, lo que ha conducido a jóvenes de sectores económicos diversos a manifestarse pacíficamente en las calles y a exigir cambios en las reglas de distribución de los bienes públicos
y el acceso a los servicios.

Vemos, además. el caso de Cuba, en el que fueron artistas jóvenes los que exigieron una apertura política del régimen cubano hacia la democracia, sufriendo, como resultado el freno de la censura y las detenciones en cárceles sin juicio previo. Aunque pareciera que en el caso colombiano o en el cubano no se lograron avances sustantivos como en el chileno, lo cierto es que los jóvenes de estos países han dejado sembrada la semilla para cuando ellos, los millennials, lleguen a administrar el futuro, que entonces será para ellos su presente; para que las cosas cambien en función de ese futuro que hoy imaginan como utopía y que, para ellos, mañana será realidad. 

Pero, el eje político y social de las demandas de los jóvenes no ha sido el único que ha marcado el derrotero de los estigmatizados como
«de cristal». También han demostrado los lazos de solidaridad y reconocimiento que nacen en situaciones límites, y que rebasan, con mucho, los ámbitos institucionales y de autoridad que son los que deberían estar a cargo de gestionar los mecanismos de apoyo. 

La muestra más palpable fue el terremoto del 19 de septiembre de 2017, en la Ciudad de México. En este trágico escenario los jóvenes asumieron un compromiso solidario con sus semejantes. En muchos casos la actuación de las y los jóvenes salvó vidas, contribuyó a dar refugio y apoyo a los damnificados. Gracias a un medio que estas nuevas generaciones usan contantemente, las redes sociales, ayudaron a las víctimas del terremoto y generaron expresiones simbólicas importantes para honrar a los ciudadanos que fallecieron. Podemos ver entonces, que los jóvenes en 2017 tomaron el rol de actores principales de su espacio y tiempo, apropiándose de su misión de manera anticipada y construyendo una solidaridad en un sentido más proactivo que reactivo. 

Un tema central que marcará el rumbo de esta generación será el de las demandas por el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos, así como la exigencia para eliminar todo tipo de violencia de género, particularmente la que existe hacia la mujer. 

A diferencia de los movimientos feministas anteriores, hoy el movimiento de las mujeres incluye demandas a todos sus derechos, desde los civiles, políticos, culturales y sexuales hasta los reproductivos. Los cambios que han propiciado en las legislaciones y en las políticas públicas no se pueden entender sin los movimientos de las jóvenes activistas de los nuevos colectivos feministas, sobre todo en sus demandas de justicia frente a los feminicidios. 

La dimensión ética del cambio generacional

Al revisar los procesos de cambio generacional, he presentado la manera en que se ha estigmatizado «como de cristal» a la generación que habrá de relevarnos. También he resaltado su actuación en una agenda que no han elegido, pero que han asumido como propia, desde las propuestas para un futuro inmediato y con temas ambientales, políticos, sociales y de riesgo, que seguramente habrán de enfrentar. 

Foto: © Carlos Daniel, Cathopic

Sin embargo, no es la actuación estratégica de los millenials lo que ha de resaltarse, sino su posicionamiento ético frente a los grandes desafíos del mundo y a los pequeños problemas que enfrenta cada uno y cada una en su vida ordinaria. Esta generación está marcando una ruta desde una ética cristiana que, si bien, no parte de una perspectiva pastoral tradicional, si actúa desde el trasfondo de una cultura cristiana que en América Latina ha sido extensa en muchos momentos y espacios y que está basada en la solidaridad a los más necesitados, en el reconocimiento al prójimo y en el compartir todos y todo un mismo destino.

La demanda de justicia para los que más sufren y la proyección de la esperanza como una nueva utopía que, para la Generación X se agotó de cierta manera con la caída del Muro de Berlín, ha llegado. Esta nueva utopía no es la promesa de un lugar ideológico, sino la esperanza del reconocimiento de todas y todos los que habitan en común un planeta. Nace de la solidaridad de extender la mano desde la ayuda mutua, desde la justicia como un parangón necesario en una sociedad que ya no puede seguir sosteniendo sus relaciones en la instrumentalización del otro y en la centralidad del individuo. 

Nos queda entonces indagar los derroteros de esta generación de cristal templado, flexible y resiliente, resistente y transparente, luminoso y reflejante, en las claves de los valores cristianos que subyacen a nuestra forma de entender nuestro tiempo y que se vuelven exigencia frente a lo incierto del tiempo futuro. Dichas claves se centran en la solidaridad y en el reconocimiento a las y los otros distintos, pero no distantes, y, sobre todo, en una cultura de la esperanza en el que la redención será en este mundo o no será.  

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