En tiempos y espacios de violencia patente y desmesurada, como los nuestros, se hacen más evidentes el anhelo, la necesidad y la urgencia de la reconciliación, dándonos cuenta de que en ella se juega la vida humana.
Pero esto puede dar pie a falsas expectativas y caminos equivocados que, en realidad, hacen imposible esa reconciliación. Los más inmediatos son un anhelo, es decir, el cese, instantáneo y definitivo, de la violencia, venido del cielo o del poder; en segundo lugar, la tentación concomitante de combatirla y pretender erradicarla de forma definitiva, paradójicamente, con otras violencias. Desde el mensaje evangélico, ambas son tentaciones demoníacas, pero rara vez recordamos la parábola del trigo y la cizaña.
Ciertamente la reconciliación y la justicia son una necesidad, pero no pueden ser exigidas, impuestas. No pueden surgir ni de la obligación ni de la ley; menos, de la amenaza, la represión o del castigo; tampoco de la llamada «justicia vindicativa» del sistema judicial–policial–carcelario, porque nada de esto puede motivar la convivencia. Más aún, en el fondo, impiden la reconciliación y, con ella, la paz y la justicia verdadera, ya que «justicia vindicativa» —como establece su nombre— resulta mera venganza personal o social.
«Re–conciliar es volver a acomodar, hacer coincidir o re–ajustar esas realidades, situaciones y acciones humanas que ya no, o todavía no, se ajustan armónicamente, y que por ello amenazan nuestra vida y humanidad».
Tampoco son resultado del esfuerzo moral o religioso, ni cuestión de mera buena voluntad; reconciliarnos no es simplemente tolerarnos o decir «nos perdonamos y aquí no pasó nada». La reconciliación, como la justicia y la paz, no es sólo el entendimiento o pacto de no agresión armada —con cualquier arma— entre pueblos, grupos o personas. Re–conciliar es volver a acomodar, hacer coincidir o re–ajustar esas realidades, situaciones y acciones humanas que ya no, o todavía no, se ajustan armónicamente, y que por ello amenazan nuestra vida y humanidad. No es algo puntual; es un proceso vital, es nuestra forma de acción, de ser humanos, y en ello se nos va la vida.
Al no tener automáticamente predeterminados un mundo, un tipo de vida ni una forma de ser humanos, los pueblos, las culturas y las personas tenemos que estar re–ajustándonos constantemente, unos con otros y en nuestros mundos; ajustar nuestras acciones y relaciones comunitarias, interpersonales y con la naturaleza. En este sentido reconciliación es justicia.
Reconciliar es concordar, poner el corazón a tono con las realidades físicas y culturales que vamos creando, transformando o realizando, para que ellas también concuerden con nuestra humanidad y humanización. La reconciliación va mucho más allá de la mera no–violencia; es la promesa–regalo pascual de una convivencia humana en mundos humanizados, construidos, disfrutados en común; vivida como aventura y como fiesta.
¿Es posible la reconciliación en tiempos y mundos violentos? Como argumenta Santo Tomás, parece que no:
• No puede haber reconciliación en un mundo injusto, desajustado.
• No hay posibilidad de reconciliación cuando unos comen y otros no, cuando no hay salud ni trabajo digno para todos.
• No puede haberla cuando la política, la tecnología y la economía se hacen «eficaces» a costa de las vidas de pueblos o personas, de las ecologías.
• Es necesario reconocer, como dice el papa Francisco, «las causas radicales de los desastres actuales», y que la violencia depende, primariamente, de las estructuras injustas y destructivas que hemos forjado, de presupuestos o prejuicios —muchos racionalistas–modernos— que por sí mismos conducen a la violencia y la justifican. Por ejemplo, el individualismo radical y sus consecuencias, el miedo a los otros por concebir al «hombre como lobo del hombre» o privilegiar el enriquecimiento ilimitado como objetivo y criterio último, aun a costa de la vida humana. O considerar a la naturaleza como mera materia prima con la que podemos hacer lo que se le ocurra a la (sin)razón tecno–economicista, con la consiguiente destrucción del planeta y la violencia que eso trae. Individualismo inserto incluso en nuestras vivencias morales o religiosas que se ocupan de los derechos, deberes o salvación individuales y olvidan los derechos y el cuidado de los pueblos.
• No podemos reconciliarnos ni ajustar el mundo sin abandonar nuestras idolatrías y los demonios causantes de la violencia sin aceptar que se derrumben sus instituciones e ideologías.
• En síntesis, no hay reconciliación sin pueblos y mundos humanos.
Pero, como argumenta el mismo Santo Tomás: «Contrariamente, parece que sí».
Desde la vida y la comunidad de Jesús confiamos en un Dinamismo–Espíritu–Amor, Dios, que posibilita todo perdón y el perdón de todo —incluso del asesinato de su Hijo— porque, si no, siempre quedarían rescoldos para la venganza y sólo reinaría la muerte (ley del Talión).
Desde un amor que «todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta», cualquier persona, pueblo o situación establecida en o desde la violencia, es perdonable. En el Espíritu de Jesús siempre será posible reconciliarnos en tiempos y mundos ajustados–armoniosos, buenos y bellos para todos, si en verdad creemos en esa Buena Nueva que son los otros pueblos, comunidades o personas; si nos arriesgamos a confiar en su humanidad y nos liberamos del miedo a las diferencias, que sólo es miedo a la libertad.
Si cuidamos de la naturaleza y construimos unas economías, tecnociencias, políticas y sociedades diseñadas y realizadas con sabiduría y ternura, desde y para el cuidado de las comunidades y del mundo.
Si creemos y confiamos en que la vida y el amor son más fuertes que la muerte.
Gratuidad
La reconciliación, como esperanza y realización, es un don; no es producto de nuestro esfuerzo individual, es regalo de quienes nos han amado, de quienes han construido pueblos y mundos humanos y siguen haciéndolo. Para muchos de nosotros es regalo de esa Ecclesia Cristiana que, perseguida y migrante ya desde los primeros discípulos, se concibe como peregrina y ecuménica, portadora de una reconciliación–salvación sin fronteras, e inclusiva debido a que cree que toda la tierra es de y para todos los seres humanos, pues ama y vive esa creación/don del Dios que no hace distinción de personas, ni siquiera entre buenos y malos.
«La posibilidad de reconciliación surge y culmina en el perdón, un perdón siempre gratuito; nos perdonamos y reconciliamos porque queremos, nos queremos, queremos convivir».
La posibilidad de reconciliación surge y culmina en el perdón, un perdón siempre gratuito; nos perdonamos y reconciliamos porque queremos, nos queremos, queremos convivir. Y ni esto ni sus presupuestos —como la confianza, la misericordia, la libertad y la esperanza— se pueden exigir, forzar, programar o conquistar. Como el amor y la vida, únicamente se pueden pedir y esperar, recibir y compartir.
Sólo quien ha recibido, experimentado, compartido y disfrutado el amor a la vida de sus comunidades y pueblos, a la vida toda, de animales y plantas, puede querer, esperar, acogerse y caminar en el perdón y la reconciliación de los desavenidos, para el ajuste de las realidades humanas y ecológicas injustas.
Los motivos de nuestra esperanza
Max Horkheimer, en Anhelo de Justicia, expresa simbólicamente su inquietud sobre la justicia y la paz en el porvenir como una pregunta a la teología: ¿Habrá Dios, el Otro, en el futuro?
Desde la experiencia cristiana podemos afirmar que lo habrá. Confiamos en que seguirán brotando el perdón, la reconciliación, la justicia y la paz porque en nuestra historia siempre hubo; aun ahora, en medio de la violencia, sigue habiendo Dios–Amor, y los cuatro caminan de su mano. El anhelo y la búsqueda de la reconciliación se fundan en la promesa de un mundo y unos pueblos nuevos, en el Reinado de Dios que Jesús, junto con su comunidad, anunció y vivió como futuro ya incoado.
Pero, sobre todo, porque nuestra esperanza no sólo se funda en anhelos y promesas, sino, primaria y originalmente, en la experiencia de aquellos grupos y seres humanos que han vivido ya reconciliados en la concordia, la libertad, la alegría de ese Espíritu del Reino; comunidades y personas que vivieron y nos compartieron el perdón, la reconciliación y, con ellos, la justicia y la paz. Siempre ha habido quienes en comunión han creado realidades y procesos de armonización: tradiciones, lugares, tiempos y formas de relación, de protección mutua, de resolución de conflictos, de cuidar y compartir el mundo para re–armonizar la vida.
Porque hoy mismo se multiplican los espacios–tiempos reconciliados y reconciliadores, es decir, comunidades o ecosistemas humanos, tradiciones y creaciones tecno–sociales; generalmente son proyectos y esfuerzos pequeños, como una semilla de mostaza, pero mantienen la sabiduría y el sabor de nuestros mundos. Porque el trabajo, la esperanza, la vida y el Espíritu–Amor de todos ellos han sobrevivido persecuciones y asesinatos, han sobrevivido imperios y siguen estableciendo enclaves de salvación.
El anhelo y la esperanza de salvación se descubren y se hacen presentes al contemplar y sentir profundamente «cómo se aman» esos pueblos y grupos humanos. Ellos nos han entregado el camino y el dinamismo vivificante que va del Amor–Vida (recibidos gratuitamente) al perdón y la reconciliación, de ahí a la Justicia–Paz y de vuelta al Amor–Vida–Comunión (compartidos gratuitamente); nos han entregado ese Amor–Vida–Comunión que los cristianos llamaríamos el Dios de Jesús.
Ese dinamismo vivificante surge de escuchar —como Dios— el clamor de nuestros pueblos, de acercarnos a su dolor y compartirlo con cuidado y cariño. Acercarnos no como exigencia o virtud, sino, sencillamente, con un corazón contrito y misericordioso, como comunidades o personas. Surge de encarnarnos —como Dios en Jesús— en la realidad de nuestros pueblos y mundos; hacer carne de nuestra carne sus gozos y sus esperanzas, sus sufrimientos y sus angustias, y de paso, rescatarnos mutuamente de la manipulación engañosa, cizañosa, de políticos y medios de comunicación, de los traficantes de miedos, lucro o armas.
La locura de Dios: confiar su reconciliación–salvación a su pueblo pequeño, a las víctimas, a los crucificados de la tierra
La loca esperanza de reconciliarnos, de la que habla Eladia Blázquez en A pesar de todo, estriba en creer que la salvación viene, precisamente, de las víctimas, de los crucificados de la tierra, que son nuestra esperanza y posibilidad de reconciliación; en creer a esas vidas pequeñas que se nos regalan: un niño nacido en un pesebre, un hombre crucificado, muchas mujeres y hombres que arriesgan su propia vida para que haya vida incluso para sus victimarios.
Creer y confiar en las comunidades y personas que, en medio de sus carencias, se cuidan entre sí y siguen estableciendo lazos de solidaridad. Cuidadores–defensores de sus pueblos y culturas, de la Madre Tierra, que no se sienten dueños de ella ni la acaparan o explotan como si fuera su propiedad exclusiva y absoluta.
Por eso, la alternativa y el antídoto a la violencia y la maldad no son la ley, la moral o la religión, sino la confianza en las comunidades humanas. El antídoto para la violencia es, sacramental y realmente, la fiesta/convivencia, el regalarnos todos con los bienes de la tierra. La reconciliación es el año de gracia prometido a todos, países, pueblos y comunidades, en que la tierra volverá a ser de todos.
San Ignacio de Loyola nos convida a una contemplación tierna y misericordiosa de nuestros pueblos y mundos para alcanzar amor; pero a una contemplación en la acción, en la acción de recrear, compartir, disfrutar y agradecer en común todos los bienes de la creación.
3 respuestas
¡Qué buena reflexión!
Nos deja mucho para senti-pensar.
¡Gracias!
Gracias P. Pedro, ante la realidad que vivimos, su reflexión nos centra en renovarnos.
Buenas tardes, un saludo fraterno. He tomado en este momento de Víspera, como una meditación. En el contexto de este tiempo de la Pascua. El Sentimiento que experimento, es el compromiso por la Justicia, la Paz y la Reconciliación en la realidad que viven nuestros pueblos en el mundo de hoy.