La experiencia de ser jesuita

Al considerar mi experiencia de ser jesuita lo primero que pensé es que la palabra «experiencia» alude a una situación en la que uno queda expuesto, sucede y termina para reflexionar sobre el resultado; me parece que no es el caso. Jugando con las palabras, diría que «ser» jesuita me ha llevado a múltiples experiencias que darían pie a un largo anecdotario autobiográfico de mis 48 años en la Compañía. Así, lo primero que me ha quedado claro es que ser jesuita se trata de algo que se está siendo continuamente, y que la Compañía tampoco es algo estático a donde se entra o de donde, acaso, se sale, sino que es un cuerpo que vive, se mueve, evoluciona. Y, ahí sí, vivir y estar en este dinamismo es lo que ha marcado y configurado mi vida y que de ahí han surgido muchas experiencias por compartir. Mi ser jesuita es pertenecer a ese cuerpo y estar involucrado en ese dinamismo.

Tuve la suerte de conocer a los jesuitas en el colegio y en la universidad. A la distancia, identifico ahora algunos criterios sobre la Compañía y su espiritualidad expresados entonces por los profesores jesuitas, cuya profundidad fui descubriendo y asimilando ya en la Compañía: la invitación a poner la raíz de todo en un Dios amoroso, que quiere lo mejor de todos; la insistencia constante en ser auténtico, en ser sujeto consciente de sí mismo, con defectos y cualidades; la referencia continua de «poner los pies en la tierra», vertido a la realidad de una creación querida y sostenida por Dios sin angelismos ni piedades exageradas; la sensibilidad al otro que es prójimo y que tiene los mismos derechos que yo y que sufre injusticias que yo no sufro, así como los ideales de colaborar en la transformación del mundo para que sea cada vez más humano. Ya en la Compañía comprendí que se trataba del Principio y Fundamento propuesto por san Ignacio en los Ejercicios. Un párrafo que parece tan simple pero que describe el sueño de Dios y la provocación para participar en él.

En la universidad estudié Administración de Empresas, con la impresión de que se trató de saber un poco de varios campos (contabilidad, finanzas, producción industrial, derecho laboral, etc.) como para que el dueño de una supuesta empresa pudiera comprender los informes de quienes están especializados en esos diversos campos, pero con la sensación de no saber mucho de algo más específico. Cuando comencé la formación en la Compañía tuve al principio la misma sensación, pues recibí una carga fuerte de muchos contenidos, en diversos campos (espiritualidad, Biblia, vida religiosa, teología, filosofía, cuestiones de sociología, literatura, etc.). En un momento dado tuve la sensación de preguntarme en qué se puntualiza lo que aprendí o para qué campo específico me están preparando. Fui comprendiendo que la Compañía no ofrece una batería curricular para terminar en graduación y diplomas (aunque el proceso lo incluya), sino que proporciona todos los medios para la formación de un sujeto que va a pertenecer a ese cuerpo apostólico, para detonar las posibilidades de cada uno y pueda sumarse aportando lo mejor de sí. El proceso me llevó a descubrir en mí capacidades y ejercicio de ellas que no imaginaba, así como de establecer «vasos comunicantes» de todo lo recibido para ser aplicado con discernimiento en la variedad de situaciones que se fueran presentando.

Así fui descubriendo el significado de la disponibilidad, que no es simplemente recibir órdenes de un superior y ejecutarlas, sino ser capaz de responder con las múltiples herramientas obtenidas a retos y desafíos que la realidad presenta, de dar lo que uno tiene y puede, conforme la Contemplación para alcanzar amor de los Ejercicios Espirituales. Ciertamente, san Ignacio era un excelente administrador que supo organizar los recursos para los fines pretendidos, pero con criterios que no eran la mayor ventaja (como una empresa) sino la mayor gloria de Dios en un servicio coherente, pensado y con visión.

Ya en las misiones recibidas, después de los estudios de Filosofía, Teología y Biblia, he sentido que mi pertenencia, disponibilidad y capacidades han crecido gracias a los campos en los que me ha colocado la Compañía. Riqueza especial ha sido el contacto con el pueblo de Dios, desde la formación y en el ejercicio apostólico, ya sea en el barrio, entre campesinos, con estudiantes y con otros compañeros. El campo de misión donde me ha puesto la Compañía me ha permitido contemplar, estar presente, ser recibido y recibir una densa riqueza humana por el contacto con todo tipo de personas, comenzando con los más sencillos, con sus dolores y valores que han ayudado a forjar un corazón tocado por Dios desde ellos.

Como sacerdote, profesor, rector, asistente para la formación, socio del Provincial y ahora en un teologado interprovincial he experimentado la riqueza del cuerpo apostólico que constituimos, la relación con compañeros, amigos y hermanos en quienes se están dando los mismos procesos que yo experimenté, pero en la identidad y originalidad de cada uno. Con ellos veo con esperanza que Dios sigue nutriendo la Compañía con vocaciones y quiere contar con lo mucho que ella puede ofrecer al mundo. He experimentado la ayuda de Dios ante los desafíos y la confianza de la Compañía al colocarme ante ellos.

Finalmente, una certeza que trato de alimentar constantemente, sobre todo ahora que la edad avanza, es sentirme parte de todo lo dicho anteriormente, que mi vida está ahí invertida, independientemente de las coordenadas temporales de una vida personal. Ser jesuita y vivir en la Compañía se integra en todo ese flujo, por eso nuestro «nosotros» se remonta a casi 500 años. Quizá por la vejez o por expectativas espurias he visto que en algunos puede darse la tentación de preguntarse ¿qué hice en la vida?, ¿dónde están los frutos?; puede estar latente el secreto deseo de una recompensa, derecho o premio. Si pudiera hacer las cuentas, es mucho el bien recibido por Dios en esta vida. Si en la Fórmula de la Compañía se nos pregunta si seremos capaces de pagar la deuda adquirida con esta vocación, al transcurso de los años he visto que esta deuda no solo es impagable, sino que ha aumentado por el caudal de bienes recibidos; no queda más que el agradecimiento y, sin los méritos de san Pablo, la determinación para continuar en la carrera guardando la fe, esperando la venida del Señor.

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