Somos el resultado de nuestra historia, de referentes culturales, procesos formativos, experiencias simbólicas (de fenómenos religiosos) y del espacio geográfico donde hemos vivido, con sus circunstancias y acentos, y, sobre todo, somos resultado de nuestras decisiones con respecto a la relación con otros seres humanos y nuestro entorno. Ello, en conjunto, da cuenta de una territorialidad que refleja cómo «El mundo social es historia acumulada, y por eso no puede ser reducido a una concatenación de equilibrios instantáneos y mecánicos en los que los hombres juegan el papel de partículas intercambiables», tal como lo describe Pierre Bourdieu, el «Poder, derecho y clases sociales».
La territorialidad, como construcción social y simbólica, debe ser asumida desde una compleja red de relaciones de inter–conocimiento, inter–reconocimiento e inter–dependencia, pues todo está conectado, como lo planteó el papa Francisco en la «Carta Encíclica: Laudato Si’ sobre el cuidado de la casa común». Esto es verdad, también, para aquellos aspectos aparentemente intangibles como nuestra cultura y espiritualidad, y las relaciones con el entorno natural del que somos parte, el cual determina la posibilidad de nuestra existencia. Somos y existimos en relación con lo otro, pero sobre todo con los otros sujetos con los que compartimos esta vida.
Para muchas culturas originarias el territorio significa relación con su espiritualidad, con su origen y sus identidades, y con la tierra, los espíritus y las especies con quienes co–habitan, y de quienes co–dependen en reciprocidad existencial.
Los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, elemento sustancial de nuestra espiritualidad ignaciana, y patrimonio de la Iglesia, nos permiten contemplar y abrevar en las profundidades del misterio creador de Dios. Esto nos abre a nuevas epistemologías que pueden conectar con esta dimensión territorial que es imprescindible en la reflexión teológico–pastoral para el campo de la misión eclesial y su planificación apostólica. Se nos invita a insertarnos en la experiencia misma de un Dios padre–madre amoroso, y contemplar el momento mismo del acto de su territorialización, la Encarnación.
Para los creyentes, seguidores de un Cristo, vivo y redentor de la realidad, la Encarnación es un hecho real que sigue aconteciendo en medio de nosotros y frente a nuestros ojos, sobre todo en aquellos sitios considerados «periféricos». El nacimiento de Cristo en los márgenes refleja una opción material y existencial de Dios, y de su proyecto de vida anhelado para toda la humanidad. La contemplación de la Encarnación nos permite una comprensión única de la inter–conexión que sostiene todas las relaciones en una territorialidad específica:
«Oír lo que hablan las personas sobre la faz de la tierra, es a saber, cómo hablan unos con otros… asimismo lo que dicen las personas divinas, es a saber: “Hagamos redención del género humano” (…) es a saber, obrando la santísima encarnació(…)» EE 107–108.
Mediante la Encarnación se nos regala un nuevo entendimiento como creyentes, el cual permite construir relaciones distintas con todo lo que es creado. En este acto de redención reconocemos, también, la dimensión ecológica de la territorialidad. La cual, en la Encarnación, se comprende como fruto de la voluntad creadora–creativa de Dios como expresión de su «amor» por todo lo creado y hacia todas sus creaturas, y que encuentra en la planificación apostólica un modo de concreción.
En ese sentido, en las claves para nuestra planificación apostólica territorial contemporánea de las que hablé en la entrega anterior, el Concilio Vaticano II interpeló a todas las iglesias domésticas a insertarse en las culturas «a semejanza de la economía de la Encarnación» (AG 22).
Por lo que la dinámica territorial de la Encarnación acontece en las propias culturas de los pueblos. Profundizaremos en los rasgos esenciales en la siguiente entrega.
(…) la Iglesia, Pueblo de Dios inserto entre los pueblos del mundo, tiene la belleza de un rostro pluriforme porque arraiga en muchas culturas (EG 116). Cada «gran territorio socio–cultural» (AG 22b) marca el rostro de una iglesia o de una agrupación de iglesias. La catolicidad del único Pueblo de Dios se realiza en la rica diversidad de las culturas y genera «la variedad de las iglesias locales» (LG 23), con sus peculiaridades teológicas, litúrgicas, espirituales, pastorales y canónicas (LG 23d, AG 19).
Carlos Galli. «Constitución de la Conferencia Eclesial de la Amazonía. Fundamentos históricos, teológicos y pastorales de la identidad y misión del nuevo organismo eclesial de la región amazónica», 2020.
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