Itinerario Joánico: La Palabra en camino (III)

En esta tercera y última entrega sobre el análisis de la Palabra Encarnada en los textos bíblicos de Juan nos adentramos en los signos característicos que el autor nos ofrece para contemplar la «Palabra en movimiento». Aquí podremos observar cómo esos detalles nos permiten ver a la Palabra Viva, con Jesucristo actuando en medio de la historia. Vivir la experiencia del encuentro personal con Él necesariamente transforma nuestro propio itinerario de fe, influyendo en la manera en que caminamos y respondemos a su llamado. Con esta reflexión final cerramos nuestro recorrido por este fascinante viaje.

El Libro de la Gloria

La marcha de la Palabra llega, como su meta, hasta Jerusalén. Allí se desarrollarán los últimos momentos, antes de su regreso al Padre. El inicio del Libro de la Gloria es solemne (13,1) y claramente expresa la hora de pasar de este mundo al Padre, el éxodo de Jesús. «El versículo de inicio —dice Johannes Beutler— sirve de título no sólo al relato siguiente, sino a toda la narración joánica de la vuelta de Jesús a la casa del Padre».

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. La indicación de esta hora está relacionada con el amor a los suyos que estaban en el mundo.

El Lavatorio de los pies (13,1,20)

En el último momento del ‘viaje’ de la Palabra, cuando había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, realiza el gesto, inesperado, de lavar los pies a los discípulos. No es una acción de poder o magnificencia, sino de servicio humilde, que contradice los principios del mundo. Una lección ejemplar: Les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como he hecho con ustedes (13,15).

La Palabra se despide (13,21–16,33)

Los últimos momentos son de intimidad, de comunicación espontánea. Las palabras de Jesús son su testamento, expresión de quien se acerca a la muerte. Entre el gesto del lavatorio y el comienzo de esta despedida Jesús anuncia la traición inminente de uno los ellos. Clima de tristeza, de decaimiento. En este contexto, en el diálogo con Pedro, que pregunta con curiosidad, sucede el anuncio de su negación: Pedro le dice: «Señor, ¿a dónde vas?» Jesús le respondió: «A donde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde». Pedro le dice: «¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti». Le responde Jesús: «¿Que darás tu vida por mí? Yo te aseguro: no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces» (13,36–38).

El discurso de Jesús (algunos hablan de «discursos») abunda en enseñanzas teológicas: el mandamiento del amor; la confianza en Dios, frente al odio del mundo; la paz verdadera y el fundamento de la alegría; la vid verdadera; la promesa del Paráclito. Jesús anuncia nuevamente su partida: «Voy a prepararles un lugar» (14,2). Pero volverá a los suyos: «volveré y los tomaré conmigo» (14,3). La referencia, como una meta para todos, es el Padre: «Nadie va al Padre sino por mí» (14,6). No sólo recorre Jesús un camino, sino que declara que él mismo es el camino. No es un recorrido geográfico, sino una Persona a quien conocer, seguir y amar. Antes era la Ley, ahora es una Persona que enseña una forma de vida, de estar presente en el mundo. Una afirmación misteriosa relaciona su partida con el don del Paráclito: «Les conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito» (16,7). Jesús regresará, y entonces los discípulos se alegrarán: volveré a verlos y se alegrará su corazón y nadie les podrá quitar su alegría (16,22).

La Oración Sacerdotal (17,1–26)

Antes de enfrentar la Pasión Jesús ora largamente al Padre. El autor pone en labios de Jesús una oración única, llamada «Oración Sacerdotal», un largo monólogo de Jesús a su Padre, que parece una contemplación del conjunto de la obra divina, de un estilo cuasi–poético. Jesús ora por sí mismo, por sus discípulos actuales y futuros. Se entrelazan la súplica, el recuerdo, la confianza, la misión, el amor. En uno de los momentos de esta oración Jesús dice: ahora voy a ti (17,13). Y sobre el origen de su misión: Como tú me has enviado al mundo […] (17,18). El autor reúne en esta composición los grandes temas del discurso de despedida, apenas transcurrido.

La Pasión

La unidad literaria de la Pasión (cc. 18–19) y de la Resurrección (cc. 20–21), dividida convencionalmente en dos, era el relato central del anuncio evangélico. Todo lo anterior había sido una preparación. Aquí se cumple el anuncio de Jesús, tan repetido antes, de su regreso al Padre. Es un retorno glorioso, que no ahorra el paso por la prueba del sufrimiento. Lo que el mundo consideraría un fracaso, en la teología joánica es proclamado como la glorificación del Hijo.

Para comenzar, el autor señala: Dicho esto, pasó Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto (18,1). Se tratará de movimientos cortos, todos en el área de la ciudad santa. En el huerto, Jesús es detenido y llevado sucesivamente a las casas–sede de los representantes del poder: Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, le ataron y le llevaron primero a casa de Anás, pues era suegro de Caifás, el Sumo Sacerdote de aquel año (18,12). Los traslados de Jesús no dependen ya de él. Está en manos de los enemigos.

Comienza el interrogatorio ante las autoridades judías, primero ante Anás (18,12–22) y, sucesivamente, ante Caifás: Anás entonces le envió atado al Sumo Sacerdote Caifás (18,24). Lo conducen luego ante la autoridad romana: De la casa de Caifás llevan a Jesús al pretorio […] (18,28).

En el pretorio sucede el magnífico diálogo de Jesús con Pilato. El tema: su Reinado, central en el relato de la Pasión. Jesús recibirá un trato violento y brutal: acusado por los sumos sacerdotes, azotado, humillado por los soldados y condenado a muerte. De ahí saldrá para ser crucificado. Juan presenta a Jesús recorriendo el camino de la cruz como una acción suya, personal, sin la ayuda de Simón de Cirene, presentación diferente a la de los otros evangelistas (Mt 27,32; Mc 15,21; Lc 23,26): «Entonces se lo entregó para que fuera crucificado. Tomaron pues a Jesús, y él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y ahí le crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio» (19,16–18). El Rey de los Judíos está en su trono, la cruz. Desde ahí hará la declaración que indica el cumplimiento de la misión que el Padre le había confiado: Todo está cumplido. Inclinó la cabeza y entregó el espíritu (19,30).

Si antes dependía de otros, en sus movimientos (era traído y llevado), en sus últimas horas, con mayor razón ahora: está clavado en la cruz. La Palabra ha quedado inmóvil. Será necesario que venga alguien a bajarlo de ahí, para llevarlo a sepultar. Lo hacen José de Arimatea y Nicodemo: «Fueron, pues, y retiraron su cuerpo» (19,28) […] «En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía había sido depositado. Pusieron ahí a Jesús» (19,42). Hasta aquí llega la vida mortal del hombre Jesús, aunque su historia no termina aquí. El itinerario de la Palabra no ha llegado a su fin: debe completarlo, regresando a su Padre.

La Resurrección

Todavía considerando a Jesús en el sepulcro, incapaz de moverse, María Magdalena anuncia a Simón Pedro y al «discípulo amado»: Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto (20,2). Los dos van inmediatamente al sepulcro, pero sólo encuentran las vendas y el sudario. La ausencia física se expresa con la mención de «las vendas en el suelo» (20,5) y «el sudario […] en un lugar aparte» (20,7). ¿Y el cuerpo de Jesús? Silencio. Ninguna explicación, sólo una referencia a la Escritura, para atestiguar la resurrección, sobria y brevemente: según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos (20,9).

Con una nueva presencia, Jesús encuentra a María Magdalena, a quien llama por su nombre y envía a «los hermanos»: vete donde mis hermanos (20,17). En este encuentro, Jesús pronuncia una frase que indica la meta de su camino: «Todavía no he subido a mi Padre… Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (20,17).

Antes de desaparecer visiblemente el Resucitado encuentra también a los discípulos: se presentó Jesús en medio de ellos (20,19). Y les trae la paz: «La paz esté con ustedes» (20,19). La reacción de ellos es inmediata: «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (20,20). Les comunica el Espíritu Santo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados» (20,22–23). A la siguiente semana, de nuevo la presencia de Jesús resucitado: Ocho días después, estaban otra vez los discípulos dentro y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, se presentó Jesús en medio y dijo: «La paz con ustedes» (20,26).

El camino de Jesús es nuevo. Trae la novedad de la resurrección. No es ya «un camino que se pueda recorrer a pie, […]. Es más importante el camino interior rumbo al reconocimiento del resucitado». Es el camino que ahora recorren sus seguidores, en la fe.

La última escena donde se deja ver el Verbo Encarnado, con esa nueva presencia, sucede a orilla del mar de Tiberíades (21,1), en una mañana luminosa por la luz radiante del Resucitado. Mañana de sorpresas: la cantidad de peces, inesperada; y sobre todo, el encuentro con El, no reconocido al principio, no obstante la frase del discípulo amado: «¡Es el Señor!» (21,7).

El diálogo de Jesús con Pedro, con esa triple pregunta, embarazosa para el pescador, ¿me amas? (21,15.16,17), lo confirma en su misión de pastor. Esa pequeña comunidad de discípulos es la Iglesia naciente, que aprende a enfrentar el mundo en lo abierto de la realidad, «el lago», el lugar de la pesca, del trabajo ordinario. Jesús no dice más. La Palabra ha terminado de expresarse. Ha cumplido su misión. Regresa a Aquel que la envió «al principio», después de pasar por este mundo haciendo el bien (Hech 10,38).

Conclusión

La Palabra llega al final de su camino. Había salido del Padre y anunciado que regresaría en Él. Hemos contemplado el relato joánico desde esta perspectiva: la Palabra en movimiento, desde su hacerse hombre, en su avance por los lugares; habitación de esos hombres y mujeres que ha querido encontrar, todos en situación de necesidad.

No podríamos seguir los pasos de Jesús como simples espectadores. El seguimiento de sus huellas necesariamente compromete y transforma. Vivir la experiencia del encuentro personal con la Palabra viva, Jesucristo, necesariamente influye en el propio itinerario de fe.

Al terminar el recorrido se podría explicar todo el camino de la Palabra como el cumplimiento de una misión que ha recibido del Padre, no tanto como quien realiza un proyecto personal, según señala Maggioni:

«… qualificare il cammino di Gesù come “obbedienza”, significa affermare che questo stesso cammino —nelle sue stesse modalità di spoliazione, servizio, umiliazione e croce— è stato tracciato dal Padre… il Signore Gesù ha percorso la sua strada non tanto come decisione propria (Flp 2,6), ma come adorazione del Padre».

Aquella palabra expresada con un último aliento: «Todo está cumplido» (19,30), podría repetirse, ahora desde la resurrección. El Verbo ha regresado a donde estaba antes. La comunidad creyente puede renovar su esperanza escuchando las palabras del Triunfador, en el tono del Apocalipsis: Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin; «al que tenga sed, yo le daré gratuitamente del manantial del agua de la vida« (21,6).

Una victoria que garantiza la nuestra.


Foto de portada: Cathopic.

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