Un ministerio ordenado al servicio de la paz
«La paz sea con ustedes» (Lc 24, 36). Así se presentó Jesús resucitado a sus discípulos, que estaban encerrados, temerosos y confundidos. Esta frase me ha acompañado muchas veces durante mi formación sacerdotal. Soy consciente de que éste no es un saludo de compromiso; es una palabra viva que abre el corazón en medio del miedo y que aligera el alma cuando todo parece oscuro. Para mí, que me dirijo hacia el diaconado, es una promesa y una tarea.
Soy Maximiliano Fernández, jesuita mexicano, y me estoy preparando para recibir la ordenación diaconal a finales de 2025. Desde 2014, cuando entré a la Compañía de Jesús, he recorrido distintas etapas que me han configurado como compañero de Jesús. Plátano y Cacao, en Tabasco, fue mi primera comunidad jesuita. Allí, entre selva, calor y personas con un corazón enorme, descubrí que acompañar a la gente es algo profundamente sagrado. Luego vinieron Ciudad Guzmán, Guadalajara, Ciudad de México y Bogotá, y en cada uno de estos lugares se me ha revelado un rostro diferente de Dios. Hoy, a punto de asumir un nuevo paso en mi vocación, lo que más me mueve es esa misma palabra de Jesús: la paz. Una que nace del amor entregado, del perdón que reconstruye y de la justicia que abraza. Ésa es la paz que quiero anunciar con mi vida y con el ejercicio de mi ministerio.
Cada etapa de mi formación ha estado marcada por rostros concretos. A lo largo de mi camino jesuítico he recorrido diversas sendas, ya sea contemplando las lágrimas de las madres buscadoras o las manos callosas de los migrantes que cargan en el hombro sus mochilas y sus sueños. Acompañé por dos años el Programa de Búsqueda de Personas Migrantes Desaparecidas del Servicio Jesuita a Migrantes en México, y actualmente colaboro con el Servicio Jesuita a Refugiados en Latinoamérica y el Caribe. En quienes he compartido estos espacios he encontrado la voz del Evangelio. Aún siento el peso de la mano de doña Rosa, que todos los días limpiaba con esmero el retrato de su hijo desaparecido y se preguntaba si Dios también estaba buscándolo.
Todos ellos me han enseñado que la reconciliación es una urgencia vital indispensable para vivir dignamente, que implica compromiso personal y comunitario. Por eso, cuando pienso en el ministerio que asumiré y para el que me he formado todos estos años, lo primero que deseo es ser puente entre quienes no se entienden, entre quienes se rechazan y entre quienes han perdido la esperanza de volverse a encontrar. Quiero que allí donde esté destinado a servir la gente sepa que conmigo la mesa está servida para todas las personas. Que nadie necesita tener la vida resuelta para acercarse al altar y que el único requisito es tener hambre de sentido de vida, de amor, de compañía y de Dios.
Cada vez que pienso en la Eucaristía me conmueve la profundidad de lo que celebramos, ya que no es sólo un ritual; es un acto de fe en el que postulamos que otro mundo es posible, en específico, el Reino de Dios. Si creemos en esa promesa no nos quedaremos únicamente en la esperanza, sino que actuaremos en presencia de ese Reino, rompiendo barreras y construyendo comunión aquí y ahora. El cuerpo roto y entregado de Jesús nos une más allá de todas las diferencias. Cada celebración es un compromiso para vivir como quien da testimonio de que el amor y la justicia de Dios son posibles y que pueden hacerse realidad desde hoy.
Por ello me conmueven enormemente las palabras de Timothy Radcliffe en su conferencia de 2025, durante las XXXIV Jornadas Nacionales de Pastoral Juvenil Vocacional, organizadas por la Conferencia Española de Religiosos:
Cuando celebramos la eucaristía recordamos que la sangre de Cristo es derramada «por ti y por todos». El misterio del amor en lo más profundo es a la vez particular y universal. Si nuestro amor es sólo particular, entonces corre el riesgo de volverse introvertido y sofocante. Si es solamente un vago amor universal por toda la humanidad, entonces corre el riesgo de volverse vacío y sin sentido.

Foto: @Maximiliano Fernández Rojas, S.J.
Ese equilibrio entre lo particular y lo universal me ha marcado sobremanera, porque no quiero amar sólo a quienes me caen bien o piensan como yo, pero tampoco perderme en un amor abstracto que no toca ninguna herida real. Jesús me enseña a mirar con compasión lo concreto, a amar con mis manos y a acoger todos los nombres y sus historias con los que me he cruzado a lo largo de mi vida.
Ser ministro del altar será para mí un acto de amor que tratará de integrar a las personas que se han sentido excluidas. Cada vez que parta el pan lo haré con las manos temblorosas y el corazón encendido, mirando a los ojos de quienes el mundo ha arrinconado, diciéndoles sin palabras «este pan también es tuyo». No es limosna ni concesión, es su derecho más sagrado, la prueba de que Dios les ha reservado un lugar en esta mesa y que nadie puede arrebatárselos.
Jesús no ofrece una paz superficial: la suya no rehúye al conflicto ni teme a las heridas. Su paz ha pasado por la cruz y ahí radica su fuerza. Porque si la muerte no tuvo la última palabra, entonces tampoco la tienen el odio, la xenofobia, la homofobia, la indiferencia o la guerra, entre muchos otros modos de violencia y exclusión.
Esa certeza me ha sostenido muchas veces. La paz que quiero anunciar no es la tranquilidad de quien vive ajeno a los dolores del mundo, sino la paz que se construye en medio de las contradicciones. Quiero vivir y anunciar una paz que se pone del lado de los que sufren, que escucha a los que gritan y que abraza a quienes ya no creen en nada.
No quiero hacerlo desde un púlpito lejano, sino al ras del suelo, con los pies descalzos, acompañando, compartiendo y escuchando. Porque no hay paz verdadera sin empatía, sin justicia, sin memoria y sin la dignidad humana restaurada.
En estos años he conocido personas que han transformado mi perspectiva. Durante el magisterio conocí a mujeres que buscan incansablemente a sus hijos desaparecidos en las rutas migratorias, a hombres que cruzan fronteras por amor; a jóvenes que luchan por ser reconocidos en su dignidad, y a comunidades desplazadas por la violencia que continúan depositando su esperanza en Jesús.
No veo como «poblaciones vulnerables» a aquéllos que han estado junto a mí en el apostolado: son mis compañeros de vida. De algún modo han sido ellos quienes me han evangelizado con su fe, ternura y alegría, y que han contribuido a que mi vocación tenga sentido y me oriente para que Jesús sea el centro de mi vida.
No quiero ser el sacerdote de los discursos pulidos, sino el que se arremanga para partir el pan con las manos manchadas de tierra, como aquéllas que sostuvieron las fotos de sus hijas e hijos desaparecidos en Ciudad Juárez, Chihuahua. Quiero ser quien sepa detenerse, escuchar, callar, llorar y celebrar en comunidad. Alguien que sepa tocar las heridas sin miedo, así como ser bálsamo para curar los corazones rotos y las mentes perturbadas.
En este andar, más que respuestas, he buscado compañía y la he encontrado en Jesús. Él no me ha dado fórmulas exactas, pero ha caminado conmigo, acompañándome en mis alegrías más profundas y en mis tristezas más áridas. Me ha mostrado que la vocación se mantiene con la cercanía y la oración de quienes hoy puedo decir que son mis amigos y amigas. Ser compañero de Jesús significa elegir estar donde Él estaría: en los márgenes, andando por los senderos polvorientos de la vida y no en los palacios del poder y el privilegio.
Sueño con una Iglesia que se parezca más a Jesús y menos al Herodes del control religioso. Una Iglesia que escuche con atención antes de imponer, que acoja a toda persona que se acerca sin seleccionar sólo a las más calificadas, que sirva y celebre antes que administrar.
Hoy, más que nunca, creo que necesitamos ministros que vivan la paz como forma de estar en el mundo. Una paz como elección radical, solidaria y encarnada, y no como una consigna vacía o una postura neutral.
Me preparo para ser ordenado diácono con el corazón agradecido. No porque lo merezca, sino porque me siento profundamente llamado por Jesús a amar y servir a su modo. Aunque experimento temor, también hay una fuerte alegría porque sé que no camino solo, sino que me acompañan quienes que me han revelado el rostro de Cristo: comunidades que sueñan, jóvenes que buscan, religiosas que cuidan y personas que no se rinden.
Desde esa comunión quiero anunciar con mi vida que la paz es posible, que hay una mesa donde cabemos todos, que hay un pan que no se agota y que Dios no se cansa de salir a nuestro encuentro. Incluso cuando todo parece perdido, la vida puede abrirse paso si hay alguien dispuesto a sentarse a la mesa y compartir el Pan.







Un comentario
Gracias por tu compromiso Max. Da mucha esperanza!