Amanda fue hospitalizada de emergencia producto de un ECV hemorrágico. La sobrecarga de trabajo en su rol de enfermera llevó a mi amiga al límite. Muchas fueron las guardias nocturnas, los días con apenas un café en el estómago, la crianza de sus tres hijos como madre soltera y el agobio de pacientes, familiares y desconocidos que veían en ella su tabla de salvación, en medio de la feroz crisis que asola al país. Para Amanda el servicio era una especie de droga dura sin la que no podía vivir, pero su cuerpo no pudo resistir una carga más.
Llegué al hospital y sus padres, hermanos e hijos estaban desconsolados. No existen palabras adecuadas en esos momentos cuando el dolor taladra hasta lo impensado del ser humano. Basta estar ahí, poner el hombro, el abrazo, la escucha atenta ante el filoso vértigo del sufrimiento. Intenté ingresar al área de hospitalización, pero fue imposible. La realidad de Amanda se transformó en un frío aislamiento donde su vida pende de un hilo.
Luego fui por uno de los pasillos del hospital, o más bien del infierno. Transitar ahí era ser testigo del dolor más descarnado, el de personas a quienes el sufrimiento devoró la esperanza: amputados, cuadrapléjicos, quemados, madres con hijos asesinados por el hampa común, niños desnutridos, mujeres cuyo cáncer hizo metástasis; las voces de un dolor donde el lenguaje se queda pequeño para explicar el horror humano.
Luego ingresé al área de trauma shock. Vi que un amigo estaba ahí, haciendo su residencia en medicina y aproveché de investigar sobre el estado de salud Amanda.
—Julio.
—¡Yor! ¿Qué te trae por aquí?
—Mi mejor amiga sufrió un ECV.
—¿Amanda?
—¿La conoces?
—Sí, ella fue enferma adjunta de traumatología en una de mis residencias.
—¿Qué pronóstico tiene?
—Reservado.
—¿Va a morir?
—Eres un hombre de fe, ¿no? Según la ciencia es altamente probable que muera. Pero puedes orar para que ella se salve. Es lo único que te puedo decir.
Todo se desdibujó en ese momento. Julio salió a sus tareas médicas y yo me quedé ahí, cinco segundos en la atemporalidad del dolor. Cuando logré pisar tierra y decidí irme, una voz jaló mi mirada.
—Yor —volteé y sólo pude preguntar—: ¿Nos conocemos? —y su voz ronca me dijo:
—Sí, soy Gabo. Estudiamos juntos el bachillerato, noveno grado para ser exacto. Sólo que ahora no me reconoces porque soy una mujer trans.
Quedé perplejo. Gabo me reconoció después de 25 años sin vernos la cara. El Gabo que tenía en mi memoria era el de 14 años, uno delgado, cabello rapado, casi sin cejas. Risueño, locuaz, de espíritu ingobernable y que para todo tenía una palabra ocurrente. Hoy es una mujer trans, rubia, de un cabello largo hasta el jamás, tacones altos, uñas tan largas como la tristeza de sus ojos vidriosos, con un vestido de margaritas que el sueño parecía derretirse. Aquella chispa de sus años jovencitos era hoy un deseo carbonizado por el dolor.
No sabía qué decir, mi estupefacción me congeló por unos segundos, hasta que pude balbucear un miserable:
—Hola, ¿cómo estás?
Gabo sonrió, sabía que de entrada no sería fácil nuestro reencuentro. El lugar, el contexto, impedían mi espontaneidad. Pero Gabo era experto en aclimatar el instante e inició un diálogo ahí, en el piso de la sala de trauma shock donde le estaban aplicando tratamiento, como si se tratara de un desecho humano.
—Estoy bien, bueno, un poquito devaluada por estar aquí, crucificada a este aparato medieval. Del resto, todo good mi Yor. ¿Y tú? ¿Cómo vas?
—Triste. Mi mejor amiga tuvo un ECV y está delicada.
—Ah, pobre. Espero la pueda contar. Ojo, no lo digo por ser profeta del desastre, sino que es mi oración de todos los días. Es decir, ojalá la pueda contar al salir, ojalá la pueda contar trabajando, ojalá la pueda contar con algún cliente… Porque en Venezuela se vive así, de poder vivir para contarla.
—¿A qué te dedicas?
—Soy prostituta y hago shows drag.
—¿Y cuánto tiempo llevas en tus ocupaciones?
—Aproximadamente 10 años. Sí, me prostituyo desde muy joven y estoy que me jubilo. ¿Por? Mis padres me echaron de casa cuando les confesé que me sentía mujer e iba a transicionarme. Mi familia me dio la espalda totalmente. Gracias a las monjas del barrio pude terminar el bachillerato, estudiar Letras, ser profe de literatura en colegios privados donde terminé echado por maricón y, bueno, heme aquí, con VIH producto de mis excesos ocupacionales.
—Entiendo…
—¿Y tú a qué te dedicas, Yor?
—Soy pedagogo, me formo en terapia conductual y estudio terapia ocupacional.
—Caramba, qué currículum, su majestad. Pensé qué eras artista, actor, bailarín, no sé…
—Bueno sí, era, pero ya no me dedico a ello. Por eso no lo menciono.
—Lo eres. Uno nunca deja de ser lo que ama, mi lindo.
—¿Y tú? ¿Qué amas, Gabo?
Un largo silencio se interpuso entre Gabo y yo, haciéndolo recorrer la distancia más larga de su vida: una memoria colmada de recuerdos difíciles.
—Ese es mi problema, yo no sé amar absolutamente nada.
—Pero estudiaste literatura, eres artista, tú…
—Son formas con las que tapo ese gran vacío: no saber amar, no sentirme amada, no tener idea de lo que es el amor. Para mí el amor no tiene sabor ni color. Y al final me acostumbré a vivir así, desahuciada de afecto.
—Puede que no saber amar sea la invitación para aprenderlo.
—¿Cómo?
—Aceptando que necesitas amar y ser amada.
De los ojos de Gabo emergieron lágrimas que confirmaron su necesidad de fondo: el amor. Cada acto de su vida era el desesperado grito que clamaba ser amada, poder amar, acceder al sagrado círculo de un misterio que nos da vida en abundancia.
Gabo recostó su cabeza sobre mis pies, derramando lágrimas sobre ellos, rendida al hallazgo que estremecía su vida, por encima de las heridas ramificadas en una existencia signada por el sufrimiento. Sobre todo, auun en su dolor, lavó mi tristeza con sus lágrimas y la limpió con su cabello, en el cauterio más hermoso jamás pensado.
Otra vez Cristo con su elocuencia desde los márgenes. Otra vez ahí, en un amor desde abajo, haciendo de nuestra carne diestra gracia. Nos levantamos, a Gabo se le acabó el tratamiento. Salimos de la sala y empezó a llover torrencialmente. Antes de partir agregó.
—Nunca te he olvidado, Yor. Siempre te recordaba al escuchar el Evangelio en el último banco de la iglesia. ¿Recuerdas cuando lo leíamos en la azotea del colegio y escuchábamos a Facundo Cabral?… No me olvides. Búscame los fines de semana en la esquina del polideportivo, por la noche, y hablamos, ¿te parece?—Ahí estaré, Gabo.
—Gracias. Dios siempre desciende a los infiernos en forma de amigo.
—«Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia», dice el Señor.
Nos miramos, quizás contemplando una mínima hendidura de esa vida abundante, al fondo de la mirada.
—Te veo luego, hermano Yor.
Y bajo la lluvia se alejó, aceptando su entrañable hallazgo: amar es todo lo que basta.