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El florecimiento de las iglesias autóctonas

A 530 años de la evangelización en nuestro continente, particularmente en nuestro país, no podemos olvidar que ésta llegó de la mano de la conquista, y ya mucho se ha reflexionado sobre este tema. Tampoco olvidamos que quienes venían al servicio de los navegantes, de la corona española, fueron quienes en medio de tragedias y dolor trajeron la cruz, una cruz pesada y devastadora. Con ellos llegó la muerte e imposición. Ya el Nican Mopohua (NM) nos refiere la situación del pueblo. En tres breves renglones nos hace un doloroso retrato de la situación: «Yacen ya en la tierra, las flechas y el escudo, por donde quiera están rendidos los habitantes del lago y del monte» (NM, 1).

Juan Diego, al dirigirse a la Virgen y expresarle quién es él, pinta, como si fuera un lienzo que podemos ver con el ojo de nuestra mente, el retrato moral de su pueblo: «Porque ciertamente yo soy un campesino de por allí, un cordel, una escalerilla, la mierda del pueblo, soy hoja, me mandan, me tienen que llevar a cuestas» (NP, 39). Así, se describe, como menos que nada, frente a la dignidad de aquella Señora que conquista su corazón con su palabra, su presencia y su dulce mensaje. Podemos darnos cuenta inmediatamente que el alto sentido de la dignidad y orgullo de aquellos guerreros águila yacía ya en el suelo, y que éstos estaban asolados por las espadas españolas, las enfermedades, la peste y la pobreza.

Una de las grandes dificultades de los primeros misioneros fue que no pudieron reconocer, en las tierras a las que habían llegado y las culturas que las habitaban, las Semillas del Verbo; no pudieron reconocer que el de Corazón Bueno y Divino (Teoyolcuali) ya caminaba entre ellas, haciendo su historia de salvación. No supieron reconocer que Dios (Inhuelnelli Teotl, Inipalnemohuani, Inteyocoyatzin, inTloque Nahuaque, in Ilhuicahua, in Tlalticpaque ) era el mismo Dios Creador que el Antiguo Testamento nos describe (Gé 1, 1-25), el mismo Dios de Jesús que ya se había revelado también a los pueblos originarios que embellecían estas tierras.

La primera evangelización del indígena fue colonizadora; una acción desde fuera, marcada por la creencia de que todo lo que vivía el pueblo era pagano; con acciones de erradicación de todo lo que era indígena se consideraban «idolatría». La evangelización supuso la integración de las culturas originarias al catolicismo decantándolas a los moldes europeos. Muy lejos estaba la teología de la Encarnación de los Evangelios. Jesús nació, vivió y se desarrolló en una cultura, la judía, en ella vivió como judío, actuó como tal. El anuncio de la Buena Nueva de Jesús estaba envuelto en los moldes culturales del pueblo judío no español. En América no se entendió así, no entendieron que Jesús venía de una cultura diferente a la de los colonizadores y, sin embargo, era venerado, y cuando se efectuó la conquista, unida a la evangelización, casi acabó con los pobladores y sus identidades.

El acontecimiento guadalupano

A partir del primer periodo de la evangelización, a diez años de la conquista, el sábado 9 de diciembre de 1531, en el amanecer, según narra el Nican Mopohua, Dios irrumpe en la vida de los pueblos originarios —al igual que siglos atrás lo hizo a través de Moisés, en la historia de dolor del pueblo de Israel luego de que escuchara sus lamentos (Ex 3, 3-11)—. En María de Guadalupe, Dios se hace presente nuevamente para salvar a su pueblo. En ella se expresó el rostro de este Dios con entrañas de compasión y misericordia que siempre se ha conmovido al ver a sus pueblos lastimados y sufrientes.

Para entender la evangelización hoy, no podemos hacerlo sin voltear a ver la pedagogía del acontecimiento guadalupano, que nos revela un camino de evangelización perfectamente inculturado e integral, porque nos muestra los elementos que reflejan la amorosa pedagogía de Dios.

La mujer a la que Juan Diego (Cuauhtlatoatzin) nombra como Notecuiyoé (Dueña mía, Señora), Cihuapillé (Niña mía), Noxocoyoé (Hija mía), es la mujer que se pone en camino y al encuentro del otro —al igual que una vez se desplazara entre las montañas de Jerusalén para servir a su prima Isabel (Lc 1, 39-45)— y viene ahora entre los cerritos de Tenochtitlán al encuentro del indígena, de su dolor y su historia.

Ella se aparece en los sitios que son importantes para los pobladores, como el cerro del Tepeyac. Recordemos que en el Tepeyac se adoraba a la divinidad femenina llamada Tonantzin. María viene desde lo sagrado y divino, y desde ahí se pone en el camino del indígena, en sus espacios vitales, devolviendo la sacralidad a esos lugares, con su presencia, ella confirma la sacralidad del ese lugar, pero también al hacerse presente, conecta a Juan Diego con sus raíces, con sus ancestros, lo enraíza en sus orígenes: «¿Dónde me veo que estoy? ¿Acaso allá donde dejaron dicho nuestros antepasados, los ancianos, nuestros abuelos?» (NP, 10).

También lo conecta con la simbología de su pueblo, un ejemplo lo podemos ver en la siguiente cita: «Tenía fija la mirada en la cumbre del cerrito, hacia el rumbo por donde sale el sol» (NP, 11). En donde el texto se refiere al Oriente, que desde la cosmovisión originaria es el lugar por donde Dios, en el sol, nace cada día. El Oriente es también uno de los cuatro puntos que sostienen la creación. Y establece un vínculo con la propia experiencia religiosa de Juan Diego: «Acaso estoy en Xochitlalpan, la tierra de la flor; en Tonacatlalpan, la tierra de nuestra carne; en Ilhuicatlalpan, allá dentro del cielo (NP, 10).

Las palabras de la Virgen reconstruyen: «es sumamente recreadora, muy ennoblecedora, como que atrae y procura amor» (NP, 19). Son palabras que devuelven la confianza, dignifican amorosamente y tocan el rostro y el corazón de Juan Diego su rostro y corazón, pero que además tienen varios efectos importantes para él.

El primero, es que le inserta en un proyecto comunitario de vida. Los pueblos antes de la conquista eran pueblos con un proyecto de vida, civilizatorio, del que hoy en día todavía podemos ver algunos de sus rasgos. Sin embargo, después de este evento cuando las flechas caídas yacían en el piso, el pueblo caminaba en la sombra. El relato del NP nos dice que cuando la Señora le pregunta Juan Diego a dónde va «aún era de noche», es decir, que él se encontraba sin rumbo, sin proyecto, sin saber cómo salir de la situación en que se le estaba condenando vivir, pero ella lo vuelve a poner en el camino, en el proyecto que Dios tenía con su pueblo y para su pueblo. Posibilita también que el indígena se apropie del proyecto evangelizador; y se convierta en cargador del sueño de Dios «Entonces ella le platicó y le descubrió su preciosa voluntad, que le construyeran una ermita» (NP, 23-25).

Si seguimos leyendo el texto, podemos ver que el deseo expreso de la Guadalupana, el fondo de esta petición es: «mostrar y dar a las gentes todo su amor, compasión, ayuda y defensa» (NP, 28). Juan Diego sabe que su pueblo, sin rumbo y desamparado, necesita del abrazo amoroso de la Virgen y por eso abraza con amor su mensaje y se apropia de él.

A partir del evento guadalupano, Juan Diego fortalece su experiencia de fe, la Virgen le devuelve la validez de su experiencia religiosa. Al revelarle que es Inantzin, Inhuelnelli Teotl Dios, la Madre de Inipalnemohuani, Inteyocoyatzin, inTloque Nahuaque, in Ilhuicahua, in Tlalticpaque, fortalece su teología y da razón de su experiencia comunitaria de Dios.

Además, el mensaje de la Virgen le convierte en sujeto de la evangelización de su pueblo, e inclusive del mismo obispo. Así, deja de ser el destinatario de la evangelización y en adelante será protagonista de ésta.

Finalmente, podemos ver que la presencia de la Guadalupana posibilita un diálogo intercultural que permite establecer relaciones e intercambio entre culturas diferentes, entre experiencias religiosas diferentes. Una evangelización inculturada que no elimina ni destruye estas culturas, sino que permite su realización y crecimiento.

Como podemos ver, el método de evangelización guadalupano es inculturado e integral; desde el indígena y para el indígena; desde el pueblo y para el pueblo, sólo de esa manera puede darse la liberación y la encarnación verdadera, real y eficaz del Evangelio.


Fotos: © Klodien, Depositphotos

Una Iglesia con rostro y corazón originario

El Nuevo Testamento, después de la Resurrección de Jesús, nos muestra cómo fueron constituyéndose las iglesias particulares gracias a la predicación de los apóstoles. Iglesias que no perdieron su identidad, sino que enriquecieron su experiencia de la fe nueva en Jesucristo, que no vino a abolir la Ley ni los Profetas sino a darle cumplimiento (Mt. 5, 17-19).

» En México existen muy pocas iglesias autóctonas, las que asumen y plenifican la identidad propia de cada pueblo, de cada cultura y que, desde Jesucristo, fortalecen su experiencia religiosa, sin menoscabo de su espiritualidad”.

El Concilio Vaticano II, en uno de sus documentos, Ad gentes (AG) estableció con fuerza y firmeza que la evangelización es propia de la actividad misional de la Iglesia en los pueblos o grupos que no todavía no ha arraigado «de suerte que de la semilla de la palabra de Dios crezcan las Iglesias autóctonas particulares en todo el mundo» (AG, 6).

El 18 de enero de 2018, el papa Francisco haciendo eco de ello, pidió a los indígenas amazónicos en Puerto Maldonado (Perú) que:

[…] ayuden a sus obispos, a sus misioneros y misioneras, para que se hagan uno con ellos, sólo de esa manera y en diálogo podrán plasmar una Iglesia con rostro amazónico, una Iglesia con rostro indígena, una Iglesia autóctona.

En México existen muy pocas iglesias en proceso de ser autóctonas, con rostro y corazón originario, y esas pocas no han sido lo suficientemente reconocidas. Nuestra tarea evangelizadora está encaminada a promover y acompañar el florecimiento de éstas, así como su reconocimiento. Cuando hablamos de iglesias autóctonas nos referimos a aquellas que tienen el perfil que propone AG:

Están suficientemente organizadas y dotadas de energías propias y de madurez, las cuales, provistas convenientemente de su propia Jerarquía unida al pueblo fiel y de medios connaturales al pleno desarrollo de la vida cristiana, aporten su cooperación al bien de toda la Iglesia (20).

Es decir, que sean iglesias que cuentan con obispos que nacen y se hacen en sus culturas; sacerdotes y vida consagrada originarios al servicio de su historia y su experiencia de Dios, abiertos y en camino a la sinodalidad, a la búsqueda de estructuras eclesiales que favorezcan la vida; diáconos y servidores comunitarios, laicas y laicos que evangelizan al igual que Juan Diego a sus pueblos y en donde van emergiendo los diversos ministerios; iglesias que asumen y plenifican la identidad propia de cada pueblo, de cada cultura y que, desde Jesucristo, fortalecen su experiencia religiosa, sin menoscabo de su espiritualidad. Que dan cuenta de su experiencia de Dios a través de la llamada Teología India como uno de sus elementos constitutivos; una teología comunitaria, con una metodología participativa en la que los mitos y ritualidad son parte del fundamento de su fe.

Así mismo, que sean iglesias que siembran en ellas el cargo de catequistas y se forman desde la comunidad para servir a la comunidad y que, además, se hacen cargo de procesos de liturgia inculturados, desde su propia ritualidad y en sus lenguas originarias. Para ello, se ha de contar con procesos de traducción al servicio de la fe y la vida de las comunidades.

Realizan una pastoral social acorde a su identidad cultural, a su historia fundamentada en los constantes análisis de la realidad para descubrir las flores y las espinas que plenifican la vida del pueblo o la ponen en riesgo.

Hacer crecer a las iglesias autóctonas es tarea de los propios pueblos; ellos son portadores de las semillas de Cristo para hacerlas florecer; llevan en lo hondo de sus raíces, de su identidad esta semilla. A nosotros nos toca acompañar y custodiar su surgimiento, porque ellas hacen real y visible la catolicidad de la Iglesia, no la ponen en riesgo como muchos han creído y afirmado. En la medida que vayan floreciendo podemos decir que hay un verdadero catolicismo enriquecido por la diversidad.

La construcción del Teocalli, la Casa Sagrada

Los obispos de México en su Proyecto Global de Pastoral (2031-2033) han hecho un llamado a construir el Teocalli, la digna Casa Sagrada de Tonantzin donde tejer camino para la paz, sea uno de sus pilares. Desde los procesos de evangelización con los pueblos originarios, construir el Teocalli significa también acompañar a los pueblos en el fortalecimiento de su proyecto civilizatorio que se expresa en cuatro horcones de vida (usamos horcón de manera metafórica, pues su acepción original es la de un palo que se usa para sostener un tejado) y que son un aporte a la construcción de una nueva sociedad.

El primero de ellos es el territorio, éste es vital en la vida de los pueblos y en donde la comunidad se construye. Sin embargo, hoy está amenazado y con ello la supervivencia de sus pueblos. Al respecto, el papa Francisco nos recuerda, en su encuentro de Puerto Maldonado «los pueblos originarios son memoria viva de la misión que Dios nos ha encomendado a todos: cuidar la Casa Común». También reconoce el sufrimiento que varios han vivido a causa de la persecución voraz de sus territorios. En México son muchos los defensores de la Madre Tierra asesinados, particularmente los provenientes de los pueblos originarios, que se han opuesto a la minería y al sector energético. Hoy, la evangelización no es integral ni auténtica, si no se asume caminar codo a codo con los pueblos en la defensa de sus territorios, hoy marcados por la violencia, la inseguridad, el narcotráfico, así como por los proyectos agroindustriales y de siembra a gran escala por la voracidad de las industrias.

Las autoridades tradicionales y asambleas al servicio de la vida de las comunidades serían nuestro segundo horcón. Es importante recalcar que los pueblos originarios han mantenido desde siglos sus estructuras sociales que dan cuenta de su vida, su organización y su autonomía. Dos de estas estructuras son sus autoridades tradicionales, es decir, servidores elegidos en asambleas, y que buscan conseguir para su pueblo tanto el buen vivir como impulsar sus proyectos de vida. El otro es el de la asamblea, un espacio de toma de decisiones, en donde éstas se consensan para construir la vida y la historia desde el pueblo y para el pueblo y en donde se fortalece su autonomía, sus sistemas de jurisdicción y comunitarios. Sin embargo, este aspecto es uno de los más amenazados hoy en día.

«Hoy la evangelización se plantea como desafío acompañar y servir a los pueblos originarios en la búsqueda del buen vivir haciéndolo con ellos, desde ellos y para ellos”.

El trabajo para construir la comunalidad, frente a un mundo capitalista que, a todas luces, intenta imponer la globalización del individualismo como forma de vida, los pueblos originarios siguen apostando por la comunalidad expresada en una de sus formas más significativas, la del trabajo comunitario. A través de este tercer horcón, las comunidades se hacen cargo de su cultura y de sus integrantes.

Algunos gobiernos han tratado de asimilar a los pueblos originarios a sistemas individualistas a través de programas sociales que intentan romper y fraccionar estos mecanismos de vida comunitaria que les permiten promover otras formas de economía, donde el dinero no se pone en el centro de la acción, sino el servicio, la gratuidad, la protección de la cultura, aspectos que se religan a una experiencia de lo sagrado.


Foto: San Cristóbal de las Casas, © Humberto Guzmán, S.J.

El cuarto horcón es la fiesta, que celebra la vida de Dios en la comunidad. Recalco que hoy más que nunca es indispensable hacer fiesta, compartir la comida, danzar juntos, hacer ofrendas que conectan con la abundancia de la Madre Tierra, elaborar bebidas sagradas, poner en común, hacer música, conectar con el corazón de la comunidad, con la memoria histórica que les impulse a seguir tejiendo la identidad y la fe, todo esto para que el dolor de tantas tragedias, causadas por la muerte, los desplazamientos forzados, el hambre, el aculturamiento de jóvenes y el miedo ante la presencia del crimen organizado en sus pueblos y comunidades, no les detenga, ni les paralice; por el contrario, a través de las fiestas se les permita recordar a estas comunidades que la cultura es expresión de la presencia del Reino de Jesús, que sueña con vida plena para todos y todas. La fiesta actualiza el Reino de Jesús y renueva el corazón de los pueblos originarios desde el sueño común, así los pueblos originarios dinamizan y hacen visible este Reino en la historia actual y son portadores de su Buena Noticia.

A manera de conclusión diré que una auténtica evangelización inculturada e integral, debe realizarse como servicio al surgimiento de las iglesias autóctonas. Éstas no pueden realizarse sin estos cuatro horcones como su proyecto de vida, son intrínsecos a ellos. La evangelización se plantea como un desafío el acompañar y servir a los pueblos originarios en la búsqueda del buen vivir haciéndolo con ellos, desde ellos y para ellos. Otra tarea, no menor, por cierto, es dejarnos evangelizar por ellos, no olvidemos que también son sujetos del mensaje y forman parte del proyecto de Jesús.  

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