Después de dos años de haber hecho mis votos lo que sigue permaneciendo en mí es la razón por la cual hice este compromiso: la comunidad del pueblo de Dios. Y es que Dios ha sido muy claro en mostrarme la razón por la que me ha querido invitar a su proyecto. Uno de esos espacios donde se ha mostrado esta claridad es en la comunidad. Lugar de aprendizaje, apertura, calidez, dificultad, acogimiento y misión. Esta ha sido una de las maneras en las que me he sentido invitado a colaborar en este modo de vida. En este momento estoy en la comunidad del filosofado mexicano, donde vivimos jesuitas de diferentes provincias. Este tiempo ha enriquecido mi vocación, lo que surge a partir de esto es una apertura universal de ser humano y de ser Iglesia.
Considero que los momentos que nos integran más como familia en la Compañía son las sobremesas, en las que platicamos y nos reímos. Otro momento es la puesta en común, en la que compartimos cómo va nuestra vida espiritual. En la puesta en común nos escuchamos y nos damos pistas que pueden complementar nuestra vida. Finalmente, se encuentran los momentos en que trabajamos como equipo, nos complementamos desde nuestra diversidad y colaboramos con un espíritu en común, desde Aquel que nos ha convocado. No obstante, la experiencia comunitaria se ha desplegado en diversos modos en los que Dios se ha hecho presente.
Uno de esos espacios comunitarios en que he visto el paso de Dios ha sido desde mi apostolado en el Instituto de Ciencias. Ahí he encontrado lo bello de ser profesor y de compartir esta vocación pastoral y de enseñanza junto con mis compañeras y compañeros de Formación Ignaciana. De igual forma, la experiencia con los jóvenes del colegio ha sido muy especial. Con ellos viví momentos como misiones y la experiencia laboral, de los que surge la esperanza de construir puentes entre distintas realidades en nuestro país. Quisiera compartir un poco de los frutos de la experiencia de misiones. En las misiones de Acaponeta, Nayarit, en la que acompañé a siete estudiantes, pude apreciar la entrega de estos jóvenes hacia la gente de la comunidad Pedro de Honor. Algunos misioneros visitamos a las familias del lugar, escuchando sus historias; otros jugaban con los niños, les compartían algún tema y hacían dibujos o manualidades; por último, el cierre del día, en el que compartíamos entre los misioneros cómo nos había ido, era cálido y se experimentaba como una puesta entre hermanos. Ahí pude vivir un modo comunitario que hace resistencia al individualismo que se vive en las ciudades. Así pues, poder compartir lo magnífico del encuentro con la realidad campesina, en la sencillez de la gente, confirma el sentido de mis votos.
Otra experiencia comunitaria que considero vital es lo que vivo día a día con mis compañeros y compañeras de filosofía en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). Ellos y ellas tienen una vocación particular por el estudio de esta disciplina. Son jóvenes inquietos y críticos. Ha sido una generación en la que me he sentido muy integrado, y al mismo tiempo retado. Me integra, por una parte, porque me siento parte de una red de apoyo académico, y, por otra parte, me reta porque son jóvenes, los cuales, muchos de ellos estudian para encontrar nuevas propuestas y críticas ante la realidad que estamos viviendo. En este sentido, me reta la forma en que ellos y ellas cuestionan mi modo de vida, invitándome a ser fiel a mi llamado, a no perder el sentido de mi vocación y a crecer constantemente como cristiano y como ser humano. De ahí que mis compañeros y compañeras sean un núcleo que me motive a pensar críticamente cómo estoy viviendo mi vocación.
Por último, he considerado que en este tiempo el magisterio del papa Francisco ha dejado una huella profunda en mi vida. Su modo de ser pastor me inspira y me lleva a soñar con una Iglesia más humana, comunitaria y misericordiosa. También me ayuda a ver cómo quiero vivir mis votos: la pobreza como una llamada a compartir lo que se me ha dado como don para los demás, en especial con los más desfavorecidos; la castidad, la posibilidad de abrir mi amor a todos y todas, buscando entregarme en servicio a realidades heridas; la obediencia, como un corazón abierto al otro, en su necesidad y súplica. Es decir, tener disponibilidad para escuchar la voz de Dios en los distintos escenarios de la vida. Asimismo, considero que la obediencia es una disponibilidad que me descentra y me lleva a encontrarme con el rostro sufriente de Cristo, saliendo de mi propio querer e interés.
Con todo lo anterior, tengo el deseo y la determinación de seguir compartiendo el gran tesoro que me ha regalado Dios, la posibilidad de ser parte de la familia humana y así construir juntos el Reino de Dios. En este sentido, los votos religiosos me impulsan y Dios me anima hacia este cometido. Una de las grandes interrogantes que me interpelan es sobre el futuro de las comunidades parroquiales en las grandes ciudades y en los pueblos. Todo va cambiando a una velocidad inaudita y parece que nos volvemos cada vez más autosuficientes e individualistas. A pesar de esto, siento una gran invitación a construir comunidad y a tejer con otros y otras las fisuras que han generado el egoísmo y la ambición humanas. Me encantaría continuar el sueño de Francisco de ser una Iglesia en salida hacia los más pobres y marginados, pensar en ser parte de una comunidad amplia y universal, sin duda me da pertenencia y da sentido a mis votos religiosos.