Andréi Rubliov y la experiencia espiritual en el cine

Peter Knauer, notable teólogo alemán, contaba que durante su experiencia de hospitales como novicio jesuita le tocó presenciar el momento en que un niño de unos cinco años, mientras era ingresado a una operación delicada, le decía a su madre: «Mamá, ¿verdad que Dios está siempre conmigo?». Lo que intentaba comunicar el niño no era que la operación necesariamente iba a ser un éxito y él regresaría sano a casa. Lo que estaba expresando era su certeza de que suceda lo que suceda estamos amparados por el amor de Dios. Knauer dice que esas palabras llenas de confianza por parte de un niño resumen de la manera más sencilla en qué consiste la fe cristiana y que todos los dogmas y los libros de teología tratan de expresar esa inconmensurable verdad.

Cuando era adolescente me llevaron a ver Andréi Rubliov (Andréi Tarkovski, 1966), una película sobre la vida del famoso pintor de íconos ruso medieval. Monje peregrino, el artista se dedica a pintar sobre murales de los templos la presencia de Dios en el mundo. En un momento de la película contemplamos el fresco de la Trinidad: la divinidad es representada como los tres ángeles que, ataviados de peregrinos, visitan a Abraham y Sara en Mambré. Roberto Bolaño, en una reflexión sobre esta película, que era su favorita, decía que Andréi Rubliov representaba «al monje integral e íntegro».

Andréi Rubliov, al trabajar por encargos, recorre a pie las tierras rusas. Un día, junto con otros dos monjes, cae una tormenta y se refugian en un establo donde un trovador–bufón divierte a la gente con burlas hacia la Iglesia y el gobierno. En un momento dado, el bufón es brutalmente arrestado por unos soldados, quienes además le destruyen su instrumento musical. Al pintor no le pasa inadvertido el hecho; lo que no sabe, hasta muchos años después, es que Cirilo, uno de los monjes acompañantes, es quien denuncia al bufón. Bolaño decía que «el poeta caminante es un bufón que en su rostro se concentra toda la fragilidad y el dolor del mundo».

Más adelante, el gran príncipe, gobernador de la región, le encarga al muralista un fresco sobre el juicio final. Andréi entra en crisis pues se niega a pintar imágenes que son utilizadas para asustar y controlar al pueblo. Transcurre el tiempo y el pintor vive una serie de experiencias que le van dejando marca: es testigo de cómo un grupo de hombres y mujeres desnudos realizan a medianoche un rito pagano en un lago y la cruenta represión de los soldados contra ellos. Además, presencia cómo el hermano del gran príncipe traiciona a éste y permite que los tártaros entren a la población a asesinar, violar a las mujeres y destruir las iglesias. También sufre en carne propia la traición y la cobardía de Cirilo, el mediocre monje que aspira a un arte para el que no tiene talento. Sobrepasado por el peso del mal, Andréi un día decide renunciar a pintar, guardar absoluto silencio y refugiarse en las paredes de su antiguo monasterio.

Diez años después hay hambre y guerra en todo el país. En la ciudad, el príncipe quiere construir una gran campana. Ha habido muchos intentos de forjarla, pero nadie ha tenido éxito pues la pretensión de su tamaño rebasa cualquier empresa humana. Un día aparece Boriska, un muchacho que asegura poseer el secreto alquímico del fundido de las campanas, que fue heredado por su padre antes de morir. Los servidores del príncipe, un tanto escépticos, deciden confiarle la dirección del forjado. Meses después la campana está terminada y el gran príncipe llega para presenciar su inauguración. Todavía nadie sabe si la campana será capaz de emitir sonido alguno. Mientras todos observan con gran expectativa el movimiento del badajo que poco a poco se va aproximando a las paredes de bronce, Boriska tiembla pues sabe que ése es el momento más decisivo de su vida… Entonces el sonido de la campana estalla por todo el valle. Ante el tañer celestial Andréi Rubliov decide romper su voto de silencio mientras le dice al muchacho: «Ven conmigo, tú fundirás campanas y yo pintaré íconos». Bolaño, por último, caracterizaba al tercer personaje central: «el adolescente fundidor de campanas es Rimbaud, es decir, es el huérfano».

Cuando leí el pasaje de Knauer sobre en qué consiste la fe entendí un poco más mi fascinación por la película de Andréi Rubliov. Las experiencias más importantes de la vida nunca pueden ser completamente explicadas ni justificadas, pero sí pueden ser proyectadas en metáforas que hablan sobre la existencia, el amor, el sufrimiento, la muerte, y aquellos misterios a los que todos nos enfrentamos. El cine honesto posee esa magia; nos susurra sobre la esperanza y la fe en el centro de nuestro mundo. Su poder de atracción reside en que nosotros también hemos sido marcados por hechos ante los que no tenemos respuesta, por experiencias que nos desbordan, y por el misterio que creemos escuchar en una campana que resuena.

Dos películas relativamente recientes alcanzan para mí la cota de lo sublime al ser capaces de comunicar lo insondable de la experiencia espiritual humana. Una es El árbol de la vida (2011) de Terrence Malick; otra es Roma (2018) de Alfonso Cuarón. La primera es una relectura de El libro de Job en un acontecimiento que quizá sea la situación más dolorosa que un ser humano puede padecer: la muerte de un hijo. La película presenta un mosaico de recuerdos y meditaciones que, al modo del proceso espiritual desencadenado en los ejercicios de san Ignacio de Loyola, retratan el flujo de conciencia de los personajes en duelo, lo que gradualmente los va conduciendo al descubrimiento de una narrativa de salvación en sus vidas. Sólo desde ahí, a pesar del misterio del mal, pueden rastrear un vínculo de amor filial que trasciende la muerte y restaura la esperanza.

En el personaje de Cleo, en Roma, Alfonso Cuarón recrea la figura del «santo inocente» anteriormente visto en el cine de Robert Bresson, sobre todo en Al Azar Baltazar (1966) y Mouchette (1967), y en la literatura en la novela homónima (1937) de George Bernanos, así como en los personajes del príncipe Myshkin en El Idiota (1869) y Aliosha en Los hermanos Karamazov (1880), ambas obrasde Fiódor Dostoievski. La intuición de Cuarón de enaltecer la presencia de una empleada doméstica indígena parte de recuperar un fragmento de su propia niñez, en el que un ser marginado es portador de una gracia que viene a redimir la soledad de una mujer abandonada y a acompañar el desamparo de sus hijos.

En la historia del cine han aparecido algunas películas tocadas por la gracia. Semejante a los textos sagrados, la obra maestra posee vida propia, más allá incluso de la intención del artista. Es un testimonio atemporal que nos llama a sumergirnos en la hondura de su misterio.

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